Cosas que pasan. Federico Caeiro

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      Con muy estudiada cara de circunstancias, la cronista, luego de una detallada y precisa introducción de los hechos, que incluyó una lección de moral, realizaba notas en el andén de la estación Pasco.

      –Depravado, escoria, mirá cómo me dejaste la ropa –gritaba la damnificada, mostrando sus calzas negras que lucían impolutas.

      –Hijo de puta –vociferaban algunos, al tiempo que pateaban y escupían al agresor que, sangrante, se revolcaba en el piso clamando: –soy inocente, yo no hice nada.

      –Lo van a matar –decían otros, sin meterse a defenderlo.

      –Papá, ¿qué significa depravado? –preguntó Saturnino.

      Porfirio estiró la mano hacia la mesa de luz, tomó la tablet y se la dio diciéndole que jugara al Minecraft. Santo remedio. No le volvió a preguntar nada.

      Acomodó el almohadón y se apoyó en el respaldo de la cama.

      Sabía que su mujer aparecería furiosa en cualquier momento. Pero no podía dejar de mirar.

      –¿Cómo fue? –preguntó la cronista a todos.

      Y todos contestaron a la vez.

      –Dicen que acabó gritando y entonces se dieron cuenta de la chanchada que había hecho –dijo una señora.

      Hay que matarlo

      –Yo escuché a la mina que se ponía gritar, pensé que la estaban afanando –dijo un joven sin sacarse los auriculares.

      –Eso, ¿por qué nunca se meten con los pungas? Esos sí que son unos hijos de puta –agregó otro.

      –Yo vi cuando lo bajaban entre varios. Si no lo sacaban acababa violándola –comentó una colegiala.

      –No digas boludeces que acabó antes –le contestó una compañera.

      –Son mentiras de la mina –gritó otro, agregando: –estaría necesitada, a ese bagayo no la apoya nadie.

      La cronista, solidaria, le sacó el micrófono al desubicado.

      –¿Dónde están los derechos sobre el cuerpo de la mujer? ¡Basta de violencia de género! –vociferó una treintañera bastante linda.

      –Vos sos lesbiana y estás estigmatizando a los hombres –le contestó un señor circunspecto. –Por culpa tuya y de esta mina muchos van en cana injustamente –agregó.

      –El mismo depravado me quiso violar la semana pasada –dijo al fin una sexagenaria, que hacía rato intentaba ser entrevistada.

      –Demandamos al gobierno por más seguridad, y mejores condiciones laborales, y horas extras, y… –dijo un desprolijo pelilargo, que se identificó como metrodelegado.

      Muchos otros pugnaban por aparecer en la tele y dar algún testimonio que los inmortalizara.

      Al fondo, apoyada en una pared, una mujer policía mandaba mensajes de texto. Seguramente pedía ayuda a la autoridad.

      Porfirio nunca se dio cuenta de que el secador de pelo se había apagado o de que la puerta del baño se había abierto.

      –¿No me escuchaste? –le dijo Rudecinda, irrumpiendo en la habitación, tomando el control remoto y apagando el televisor en el momento en que la placa decía: hombre de 31 años le apoyó su miembro viril por atrás.

      Qué hijaputez.

      Todo lo que sube baja

      –Clac –la puerta automática se cerró con suavidad apenas Bartolo entró al ascensor frío, espejado y dicroico.

      Buscó desesperado la botonera, que no encontró. Junto a la puerta vio una decena de pequeños orificios geométricamente dispuestos en el acero, a los que imaginó una suerte de intercomunicador. Acercó a ellos su boca.

      –Seten…. seten… setenta y dos –dijo por fin, y se apoyó contra la pared.

      Esperó unos segundos que le parecieron una eternidad. El ascensor no se movió.

      – Seten…. seten… setenta y dos –repitió en voz más alta.

      El ascensor siguió inmóvil.

      – Seten…. seten… setenta y dos, por favor.

      Una gota de sudor comenzó a bajar de su frente calva. No le gustaban los ascensores, no le gustaba estar solo y mucho menos, que no tuvieran botones.

      No me hizo efecto el Rohypnol, ¿hace cuánto lo tomé? Miró su reloj. Revisó sus bolsillos, solo encontró blisters vacíos de Alplax, Lexotanil y Rivotril. Buscó en la valija. Entonces recordó que las autoridades del aeropuerto se lo habían sacado cuando quiso subirlo a la cabina del avión que lo había traído a Chicago. También le habían sacado el desodorante y las toallitas húmedas que usaba para limpiarse. Su propio olor era otra de las obsesiones con las que convivía. Se ponía desodorante varias veces al día en invierno, todo el tiempo, en verano.

      Respirá hondo, Bartolo, respirá hondo.

      Entonces comprendió.

      –¿Sevensitu? –preguntó con timidez.

      No pasó nada.

      –¿Seventisu? –volvió a preguntar.

      Aunque el inglés aprendido en el colegio no era su fuerte, celebró que no tartamudeaba en inglés.

      –Seventy two –suplicó.

      –Seventy two –contestó una asexuada y amable voz metálica a través de los pequeños orificios. El ascensor cobró vida sin perder su gélida luminosidad.

      El viaje en ascensor empezaba a convertirse en el más largo de su vida.

      Vio su reflejo en el acero y no se reconoció. No se quiso reconocer. A veces, solo a veces, era un experto en huir de sí mismo.

      Los ascensores herméticos no le eran fáciles; para su cumpleaños dieciocho, su padre le había regalado un auto, un Citroën 3 CV. Previo a retirarlo de la concesionaria, habían pasado por el banco a retirar la plata que guardaba en la caja de seguridad. La bóveda estaba en el tercer subsuelo y la única forma de acceder a ella era en un ascensor revestido en acero inoxidable, la última moda. La capacidad máxima eran seis personas o cuatrocientos cincuenta kilos. El ascensor arrancó sin que lo notara. Estaba calculando cuánto pesaba cada uno, cuando se detuvo. Se apagaron las luces principales, y al instante una tenue luz roja de emergencia se encendió. Los primeros segundos nadie se animó a hablar. Fue un empleado del banco el que dijo que no se preocuparan que, aunque nunca antes había sucedido, en pocos minutos el pequeño inconveniente estaría solucionado. Los pocos minutos fueron tres horas de gritos desesperados, llantos desconsolados, inútiles golpes de puño al acero inoxidable y voces ahogadas que provenían del techo diciendo que pronto lo sacarían de allí. Su padre permaneció mudo, abrazándolo. Se escuchó el trepidar de una soldadora cortando el techo. Nunca supuso que se pudiera tardar tanto en cortar el metal. Por el agujero bajaron una escalera. Fue el primero

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