Cosas que pasan. Federico Caeiro

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Cosas que pasan - Federico Caeiro страница 17

Автор:
Серия:
Издательство:
Cosas que pasan - Federico Caeiro

Скачать книгу

      En la rambla, voces desesperadas de vendedores ambulantes que apenas vendían algunos artículos. Unos preservativos gigantes, con piernas y brazos, llenaron las manos de los chicos de profilácticos que repartía el ministerio de Salud provincial como parte de una campaña de prevención del sida. Un ruidoso avión que pasaba una y otra vez sobrevolando los cuatro kilómetros de playa anunciaba: Los bonaerenses debemos estar orgullosos de los primeros diez años de vida de Mar del Sur; para poder festejar muchos más debemos cuidarnos.

      Los niños observaron divertidos la grotesca escena y preguntaron:

      –Mamá, mamá, ¿qué es un profiláctico? –y otra vez Sofía hizo lo que mejor le salía.

      Llegaron a la playa. Aunque no podían ver el mar, sabían que estaba allí, detrás de los carteles publicitarios de una bebida energizante. Quemándose con la arena caliente –Sofía se había sacado las sandalias apenas bajó de la vereda para sentir la tierra y las había puesto en bolso –qué fiaca abrirlo–, atravesaron la hilera de carpas privadas que sólo dejaban libre una muy angosta franja de arena húmeda junto al agua: la playa pública, único lugar al que podían acceder quienes disponían de menos recursos o no querían gastar en alquilar una carpa.

      Conseguir un lugar para estacionar y la larga caminata hasta la playa había sido demasiado para Sofía. No iba a perder más tiempo buscando dónde instalarse. Puso la sombrilla y la reposera en el primer lugar en el que no había gente; sobre miles de colillas de cigarrillos, envases de gaseosas vacíos y desperdicios de todo tipo.

      –Ponete el protector solar –le dijo al mayor sacando sin mirar del bolso una crema antiestrías. –Y ponele también a tu hermanito.

      Se acostó en la reposera. Suspiró hondo. Estaba feliz, había llegado el momento de conectarse con su deseo más profundo: tomar sol para estar más quemada y parecer más joven. Empezó a leer un libro que hacía ya tres meses estaba leyendo y le estaba costando terminar: El tránsito lento y su influencia en el humor femenino.

      Cada tanto, muy de tanto en tanto, miraba de reojo a sus hijos. En un momento su hijo menor levantó un pañal sucio y se lo llevó a la boca; la tibia llamada de alerta no alcanzó para superar los miles de decibeles de la música tecno del parador. En un instante Anastasio lamía el pañal. Sofía se levantó cansinamente y caminó hacia su hijo.

      Los cachetes no bambolearon. El Botox que se estaba poniendo últimamente era de muy buena calidad.

      –Esto no es para comer –le dijo, tirando el pañal nuevamente y con la sensación de estar cumpliendo con su rol de madre. Cuando se fueran de la playa pasaría por el baño y le lavaría la boca. A pocos metros, rodeado de papeles y latas, un cesto de basura esperaba inútilmente con sus fauces abiertas y el estómago vacío.

      Sofía estaba hablando por celular. No se dio cuenta de que Atanacio estaba parado junto a ella, escuchando.

      –Nos vimos varias veces…

      –…

      –Mamá, mamá, tengo sed…

      –Obvio que los finjo, lo hago tan bien que hasta yo me los creo…

      La confidencialidad de alcoba (y muchos otros lugares) no era su fuerte. Nunca lo había sido. Menos desde que había vuelto a la soltería.

      –…

      –Mamá, quiero tomar algo…

      –…

      –Obvio que nos cuidamos. Además, él es estéril y mirá si me quedo embarazada y le transmito la esterilidad a mi hijo…

      Hablaban las dos a la vez, probablemente de cosas distintas. Pero se entendían.

      –Mamá, mamá, hace calor… –le dijo el hijo menor, tirándole de la bikini.

      –Que pendejo hincha pelotas… te llamo después…

      No le preocupó que la hubiera escuchado. Es tan chico, no entiende nada –pensó.

      Hacía calor. Sofía decidió llamar a uno de los muchos vendedores ambulantes que pululaban por los alrededores, salteando a algunos veraneantes y pisando a otros. Sólo tenían gaseosas calientes y sin gas, por las que terminó pagando tres veces el valor al que se vendían en un comercio común. A pesar de la insistencia de los chicos, no compró los sándwiches de jamón y queso traslúcidos, untados con algo parecido a una mayonesa amarillenta descompuesta por el calor.

      –La próxima traemos empanadas –le dijeron.

      No se van a morir por no comer hasta la noche –pensó.

      De pronto, un griterío la hizo darse vuelta, y apenas tuvo tiempo de apartarse antes de que la pasaran por encima unos rugbiers jugando a la tocata. Menos suerte tuvo Atanacio, que por el golpe que recibió terminó con un brazo fracturado (se enteraría varios días después, cuando empezaron las clases y la llamaron del colegio).

      Vano fue el intento de conseguir a un guardavida que lo atendiera; estaban de paro, reclamaban una suba del trescientos cuarenta y seis por ciento retroactiva a 1993. Además, ir al hospital implicaba irse de la playa; no había que desperdiciar el sol. El niño se quejaba del dolor. Para que no la molestara más, Sofía le compró otra gaseosa. También le dio un Rivotril de 2 miligramos que sacó de su bolso.

      El tranquilizante surtió efecto, por un largo rato no la molestó. Tampoco el menor, que estaría jugando quién sabe dónde.

      Estaba anocheciendo y si bien la brisa había amainado, el frío se empezaba a sentir. Sofía decidió volverse al campo.

      –Chicos, nos vamos… junten sus cosas.

      –Mamá, me quemé mucho, estoy todo colorado…

      –Pero qué mierda que es el protector que compré… cómo me cagaron, seguro que estaba vencido… Tomá Ata, ponete esto que te va a hacer bárbaro –le dijo dándole nuevamente la crema antiestrías. –Y ponele también a Ana, que está como un tomate…

      Cuando fue a buscar la camioneta, no la encontró. ¿Dónde la habré dejado? Se puso histérica, empezó a gritar como loca:

      –¡Me la robaron, me la robaron, Melchor me mata!

      Sofía lo llamaba Melchor cuando estaba sola; frente a los demás se refería a él como el padre de los chicos, agregándole un indisimulable tono de bronca. Los últimos años con él habían sido difíciles. Melchor era un gran hijo de puta. Había despertado el amor de muchas mujeres sin tener intenciones siquiera de quererlas y Sofía no fue la excepción, le mintió amor por deporte, sin desearla. Le había prometido que iban a terminar juntos sus vidas; pero eso sólo podría haber pasado si ambos se hubieran muerto en el mismo instante y años atrás.

      El niño cuidador, que la miraba incrédulo, la tranquilizó:

      –Ahí está su camioneta, señora.

      Detrás de un cartel parasol que anunciaba un protector solar, y bajo miles de calcomanías que nadie había autorizado a pegar, Sofía reconoció su camioneta. En agradecimiento, y sin mirar, le dio un billete de cien pesos. Nunca se dio cuenta, sino hubiera pensado que Melchor la mataba.

      Había

Скачать книгу