Cosas que pasan. Federico Caeiro

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Cosas que pasan - Federico Caeiro

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      Para su cumpleaños, sus muchas mejores amigas fueron menos.

      No la pasó bien, ¿cómo podía ser que no se dieran cuenta de que prefería el Manual de psicoterapia cognitivo–conductual para trastornos de la salud a la obligada bijou?

      Además, algunas se animaron a plantearle que se estaba convirtiendo en una persona depresiva e insegura de sí misma, que utilizaba la excusa de estar enferma para llamar la atención de los demás. Que disfrutaba estar enferma. Que lo deseaba, que le era cómodo, funcional, útil. Que se creía con licencia para enfermar también a su entorno. Que ellas intentaban hablar de cualquier otra cosa, pero que ella siempre se las ingeniaba para volver al monotema.

      No entendían nada, si no hablaban de su enfermedad; ¿de qué?

      Lo cierto es que en un principio había recibido muestras de amor, de cariño, pero las opiniones comparecientes y comprensivas se convirtieron en dañinas, hirientes. El ¿cómo estás? dio paso al te llamo en otro momento de quienes estaban cansadas de compartir solo sus enfermedades. A pesar de que le aseguraron que se lo decían por su bien, eso hizo que se volviera hermética. Las entendió, cuando se está sano no se quiere escuchar de la enfermedad. Pero no volvió a verlas.

      El pasado se le iba. Pero no le importó, se acercaba un futuro de padeceres. Bienaventurado.

      Un egoísmo patológico se apoderó de ella. Todo fue yo, yo, yo. Empezó a tener una visión poética de su propio cuerpo. A medida que su cuerpo se ausentaba, su yo aumentaba.

      Su hipocondría le llenó los espacios vacíos dejados por los amigos que se alejaron.

      Le dio paso al dejar de ser y habilitó a su cuerpo a enfermarse; a mantener viva la enfermedad dentro de ella. Estar enferma pasó a ser su forma de estar viva.

      Esculapia Agripina es un milagro médico. Aunque todavía no sabe de qué, está enferma. Muy enferma. Su declive es cada día más palpable. Su pelo no comenzó a raleársele porque somatizó una imaginaria quimio, como le sugirió una amiga. La vistió una flacura extrema –bienvenida la ansiada anorexia, al fin entró en el ansiado talle treinta y ocho, si hubiera sabido antes que enfermarse era más fácil que hacer régimen–.

      En sólo seis meses su piel perdió lozanía, se le aflojaron las facciones, aparecieron unas imperceptibles arrugas que se convirtieron en profundos surcos. Las canas jaspearon sus sienes primero y empujaron el teñido después, dándole un aspecto zorrinesco que solo en un principio trató de ocultar. ¿Para qué teñirse? Dejó a los amantes, las amigas la dejaron, y a su familia hace mucho que no la ve. ¿Querrá saber su madre de su enfermedad?

      La semana pasada fue al consultorio del doctor Ramos Mejía para una visita de rutina. Esculapia Agripina cree que está cansado de ella, no la quiere atender más de una vez por mes. Llegó dos horas antes del turno asignado. Lo hizo con muchas expectativas, esperanzas que se desinflaron cuando el doctor Ramos Mejía le dijo que ya no necesitaba volver a verla. Fue lo peor que le podría haber dicho.

      En cambio, le sugirió algún tipo de atención psicológica o que se acercara a un grupo de autoayuda. Le dijo que viviría mucho mejor con los recursos emocionales necesarios que un profesional le podía dar. Estaba empezando a contarle de un psicólogo especializado en mejorar la calidad de vida de las personas que aplicaba innovadoras estrategias psicológicas, cuando Esculapia Agripina lo paró en seco:

      –Muchas gracias doctor, pero sé muy bien qué hacer para estar bien.

      La salud de nuestros hijos

      Sofía tenía habilidades innatas. Claro que sus destrezas no eran deportivas, intelectuales o las que cualquiera podría suponer. Las de ella eran de otro tipo.

      Tenía treinta y cinco, pero aparentaba muchísimos menos. Físicamente, sí representaba la edad que tenía. Los años le habían caído encima, implacables, como esos estantes llenos de platos que un día se caen, destrozándolos a todos.

      La inteligencia la había perseguido durante años, pero un día, impotente, se cansó y dejó de seguirla. Fue cuando harta de que la consideraran una rubia tonta, Sofía se tiñó con una tintura negra de neuronas. No tenía ni idea de por qué decía la mitad de las cosas que decía, ni sabía por qué decía la otra mitad. Su mente se adentraba con facilidad en un laberinto al que no le encontraba salida.

      Con los años se había convirtió en una vasta oquedad. Mucho continente con muy poco contenido.

      Se despertaba siempre con ganas de irse a dormir. Se mantenía siempre en la periferia de sí misma huyendo del día y de sí misma. Participaba de la vida con lánguido entusiasmo, como si le estuviera ocurriendo a otra y no a ella.

      Ojos marrones, comunes.

      En muy poco tiempo, había hecho una pequeña fortuna; había heredado de una tía solterona una gran fortuna, pero rápidamente se encargó de dilapidarla.

      Era el fin del verano. Sofía llegó a Mar del Sur, un coqueto balneario de moda a solo quince kilómetros del campo –lo único que le quedaba de lo heredado años atrás–. Después de haber recorrido varias veces las calles cercanas al mar sin encontrar un espacio donde dejar la 4 x 4 último modelo, decidió hacerlo a unas cinco cuadras, casi dentro del bosque, lo bastante lejos como para estacionar sin chocar a nadie y, además, evitar los insoportables bocinazos de los conductores impacientes que padecían su lento andar en la espera de algún lugar libre para estacionar cerca del mar. Estaba con sus dos hijos, Atanacio de seis y Anastasio de tres años; Ata le decía al mayor, y Ana al segundo.

      Inmediatamente después de estacionar, mientras hacía malabares para cargar la reposera y tres bolsos (dos de ella y el otro de los chicos), un niño cuidacoches la sorprendió con un rapidísimo:

      –¿Le cuido la 4x4, doña?, son diez pesos.

      La semana anterior no había querido pagarle por el servicio a otro cuidador y la camioneta había aparecido rayada. ¿Qué le saldría más caro, el cuidacoches o el taller?. No soy tan boluda –se dijo, mientras le daba el dinero, apretando con firmeza el billete.

      –Más cerca de la playa le cobran veinte –le dijo el niño cuidador, que sintió la firmeza desesperada de Sofía. Se puso el billete dentro de la media y empezó a agitar con energía un trapito naranja y negruzco, a la búsqueda de un nuevo cliente.

      Se habían alejado unos metros cuando el niño cuidador, señalando la camioneta, le gritó:

      –¿No la cierra, doña?

      Miró a Atanacio y le ordenó:

      –Andá a cerrar las puertas.

      Ella siguió caminando hacia la playa. Al rato, Atanacio la alcanzaba y al tiempo que le daba las llaves, le decía:

      –Las habías dejado puestas.

      Siguieron caminando.

      –¿Por qué el chico cuida autos, en vez de ir a la playa? –le preguntó Atanacio.

      Y como tantas otras veces, Sofía se hizo la boluda. Te sale tan bien, le recordaba su ex marido cada tanto; cada vez que la veía.

      Pasaron frente a un kiosco donde adolescentes semiborrachos dormitaban en medio de botellas de cerveza vacías.

      –¿Qué

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