Cosas que pasan. Federico Caeiro

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de Margarito.

      Con un poco de suerte, se lo vuelve a encontrar.

      La ola

      El deseo de rememorar viejas épocas llevó a Fulgencio de nuevo al mar. Hacía mucho que no iba, la montaña lo había secuestrado. Pero el salado y soleado amor de juventud seguía intacto.

      Nubes milgrises colgaban de hilos invisibles, como en una escenografía surrealista. Los perfectos azules del cielo y el mar se amalgamaban en un casi irreconocible horizonte móvil. Competían por ser bellos en una lidia que jamás tendría ganador.

      En la orilla, con el agua por los tobillos, un hombre jugaba levantando a un niño ante la llegada de cada ola, que gritaba aterrorizado y feliz.

      Se acercó hasta el rompiente y durante un largo rato escrutó las olas verdes o azules o grises o marrones. Todas iguales, todas distintas. A pesar del tiempo, Fulgencio y el mar tenían un asunto.

      Intentó ver algún cardumen reflejado en el sol. De niño, a los pejerreyes los soñaba delfines.

      Miró el banderín negro y amarillo de mar dudoso y al guardavida, que lo alentó con su pulgar levantado.

      Nadó en línea recta hacia ese horizonte movedizo.

      Una decena de barrenadores aguardaban con impaciencia las olas rompientes que los harían sentir torpedos. Dependiendo de la habilidad y de cuán lejos los dejara la primera, podían agarrar una segunda en la misma tanda. Fulgencio agradeció que no hubiera surfistas, uno no barrena tranquilo con las amenazantes tablas cerca.

      Intentó agarrar varias, pero su falta de timing era evidente. A pesar de sus vigorosas braceadas, lo sobrepasaban. Y su frustración se acrecentaba. Se agotó más rápido de lo pensado. Se prometió nadar una vez por semana cuando volviese de sus vacaciones.

      La temperatura del agua invitaba a quedarse largo rato. Se sentía más calor adentro que afuera.

      Estaba descansando en el subibaja de las olas cuando a unos diez o quince metros, vio a tres adolescentes atléticos, pelos decolorados, piel bronceada y dientes demasiado brillosos que, impulsándose en el lecho arenoso, saltaban por sobre la cresta de las olas a punto de romper para avistar si la que venía atrás era mejor. Cuando esto sucedía, y al grito de la de atrás, la de atrás, dejaban pasar la ola, esperando la de atrás, más grande, más potente.

      Fulgencio se puso a observarlos.

      Cada tanto el grito se reducía a un mero atrás, atrás; contraseña interna para que los adolescentes barrenaran esa ola, que era siempre la última de la tanda.

      El resto –desprevenidos primero, decepcionados después– dejaba pasar esa ola para encontrarse con una calma chicha que se prolongaría por algunos larguísimos minutos.

      Fulgencio recordó al instante el juego.

      Decidió no dejarse engañar, y apenas escuchó el "atrás, atrás" empezó a dar poderosas brazadas para no perdérsela. En la cresta observó cómo los chicos también se zambullían.

      Pendejos de mierda, sonrió. La ola era perfecta, exclusiva para ellos cuatro. El resto, confiado que la había dejado pasar, se lamentaba.

      La ola comenzó a romper formando un maravilloso tubo, la pared casi vertical tenía un metro y medio de alto –quizás no parezca mucho, pero en el agua ciento cincuenta centímetros son mucho más que un metro y medio–. En el momento exacto del rompimiento Fulgencio dejó de nadar para dejarse llevar por la ola, envuelto en espuma. Estrechó sus brazos a lo largo del cuerpo y giró la cabeza para ver a los jóvenes delfines barrenando a la par de la vieja tonina, que no había perdido las mañas.

      Entonces sucedió.

      La ola los había escuchado; quizás ofendida porque creyó que los chicos realmente preferían a la de atrás o porque sus palabras privaron al resto del disfrute, decidió escarmentarlos. La espuma que los envolvía se transformó en la de un perro rabioso y la ola se convirtió en un poderoso remolino que los zarandeó hacia dentro y hacia fuera, arriba y abajo. Sus cuerpos, laxos, se bambolearon como muñecos de trapo. De pronto, el mar debajo de ellos desapareció y los tres cayeron al fondo arenoso.

      Fulgencio dejó de verlos, su parte de la ola siguió evolucionando a la perfección. Un tobogán interminable lo depositó en la orilla, varándolo como a una ballena. El disfrute hizo que por largos segundos se olvidara de los chicos.

      Cuando se incorporó, los vio. Intentaban salir del mar con dificultad, los cuerpos magullados, un ojo en compota, algún hilo de sangre en una nariz, una renguera, un codo dislocado, nada grave.

      Fulgencio recordó sus quince y sonrió.

      Casimiro

      –Por favor Casi, hoy paseá vos a Petronilo –me dijo Casandra, mientras seguía abrazada a la almohada.

      Si bien no era lo que habíamos acordado antes de comprarle el perro a nuestro hijo Indalecio, accedí. Era el Día de la Madre. Lo pasearía unos quince minutos, después iría a correr mis cinco kilómetros diarios, le compraría a Casandra unas flores, me ducharía y a las nueve en punto estaría desayunando con ellos –el ellos incluía a Petronilo que, a pesar de haber llegado hace tan sólo seis meses a la casa, ya era uno más de la familia–.

      Jamás lo confesaría, pero había empezado a disfrutar de los paseos con Petronilo. Me esperaba puntual, impaciente a la hora de salir. Y ya en la calle perseguía los olores y movía la cola cuando se reconocía en algún otro de sus pares.

      Eran las siete de una mañana primaveral. Poca gente en la calle. Atravesé el olor rancio del contenedor gris que vaciaban poco. Me extrañé no ver al homeless que siempre duerme en el cajero automático. Un portero baldeando la vereda, una parejita alegre que volvía de algún boliche con una bolsa con medialunas, un señor con dos enormes rottweilers a los que no me acercaría y, en la esquina, una madre empujando un cochecito azul de bebé, un Gracco igual al que habíamos usado con Indalecio. Sonreí al recordar cuánto le costaba a Casandra armarlo a pesar de tener las instrucciones enfrente –en castellano y con ilustraciones–.

      A mis espaldas oí el ronronear de un motor e instintivamente tanteé el celular en el bolsillo.

      Creí reconocer la moto. Venía despacio. Cuando pasó a mi lado me llené de satisfacción.

      Las Jawa eran robustas, confiables. Un caño. A pesar de que ésta tendría varios años, no dudé de que seguiría andando a la perfección. Era entre marrón y bordó, igual a la primera que me había comprado.

      –Esa es para los que no pueden comprarse una Harley, me decían mis amigos, envidiosos.

      Saqué el celular y le tomé una foto. Verifiqué que estuviera nítida y la subí a Facebook sin leyenda. Los entendidos la reconocerían enseguida. Tuiteé: @casimiro #jawa350spyder #libertadtotal #quierounaya #imborrablesrecuerdos #maquinoninfernal.

      Vi que el tanque de nafta tenía una pequeña abolladura. Sería de tiempo atrás, un poco de óxido lo delataba. Yo lo hubiera arreglado apenas se lo hice.

      Le miré la patente, 123 LAD, pero no pude calcular de qué año era; no era como antes, que con sólo mirar la primera letra, uno sabía el año.

      Noté

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