Nakerland. Maite Ruiz Ocaña

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Nakerland - Maite Ruiz Ocaña

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llevaba las alabanzas de sus padres, y ella lo único que recibía eran broncas por todo. Así que estaba permanentemente en guerra con los tres.

      —¡¡¡Sarah!!! —gritó Alfred con fuerza para ver si daba señales de vida. La seguía buscando por la casa pero no daba con ella. Nadie contestó, así que marchó a hacer su mochila sin haber encontrado a su hija.

      Al rato de que Alfred llegase a casa, Mariah llamó a todos a cenar.

      —La cena está en la mesa. Bajad antes de que se quede fría —avisó Mariah a su familia.

      Había preparado unas tortillas y un poco de ensalada. Se había encargado de poner cubiertos para todos, pero Sarah no apareció a la mesa.

      —Esta niña me tiene harta… ¿aprenderá algún día a hacer las cosas como es debido? —dijo la madre suspirando de desesperación.

      Se levantó de la mesa y se fue a buscarla.

      —Mariah, no intentes buscarla por arriba, que ya lo he hecho yo y no la he encontrado. Mira a ver si está en el sótano, o si ha salido al jardín —advirtió Alfred a su mujer para evitarle el paseo hasta la planta de arriba, donde ya se había encargado él de mirar a fondo en cada una de las habitaciones y rincones, sin éxito.

      Vivían en una casa de tres plantas a las afueras de la ciudad de Austin (Texas), en una buena urbanización. La casa era preciosa, de estilo clásico, a dos aguas, las paredes de la fachada pintadas de blanco, con detalles en madera de roble bordeando las ventanas y puertas. Un jardín daba paso a la entrada principal, desde donde serpenteaba un camino de piedras blancas pulidas y, a ambos lados, jardineras en madera desbordaban flores de varios colores: amarillas, lilas, blancas, rosas…

      El interior de la casa estaba muy bien decorado. Mariah tenía muy buen gusto para esas cosas. Primero un amplio y luminoso hall de entrada, y a continuación, a mano izquierda, el salón. Tres sofás en tonos marrones rodeaban una chimenea de mármol blanco, encima de la que Mariah había colocado fotos de toda la familia en diferentes momentos de sus vidas, y coronando esta, un cuadro que le había pintado su padre en uno de sus viajes a la costa griega. Ubicada detrás de los sofás, una mesa para diez comensales, vestida con un camino de mesa, unos candelabros y un jarrón con flores. Las plantas les gustaban mucho, habían colocado una palmera en una de las esquinas y un ficus en otra de ellas.

      A mano derecha estaba la cocina, con los fuegos situados en medio de la estancia, como siempre había soñado la madre de Sack, y una mesa a uno de los lados, donde desayunaba la familia todas las mañanas. Todo de estilo moderno.

      Al fondo tenían un baño pequeño, de azulejos blancos en la mitad superior de la pared y azules claros con rayas blancas en la mitad inferior. Mariah había colocado algunos cuadros con motivos de flores en las paredes.

      Lo que sí se podía decir era que en todas las estancias primaban las flores. Esto daba mucha vida a la casa, además de una fragancia inigualable, algo que alababan continuamente todas las visitas.

      Subiendo las escaleras estaban las habitaciones. Las de Sack y Sarah enfrentadas, con un baño al lado que compartían, y la de Mariah y Alfred al otro lado de las escaleras, con baño y vestidor dentro. El vestidor —el sueño de cualquier mujer­— con dos hileras de armarios a los lados, en el fondo un espejo completo desde el suelo al techo, y una butaca sin respaldo y con reposabrazos a ambos lados de estilo clásico, tapizada en flores, colocada en medio. Sack creía que su madre la había colocado allí porque pensar en lo que tenía que ponerse le tenía que llevar mucho tiempo, ¡con la cantidad de ropa y zapatos que tenía cualquiera se hacía un lío!, así que mejor pensarlo sentado, ¿o no? A su hermana le encantaba pasarse las horas muertas metida en el vestidor, probándose los vestidos y zapatos cuando su madre no estaba. «Cosas de chicas», pensaba Sack. Si su madre se llegaba a enterar alguna vez de este intrusismo seguro que le caería bronca. Pero su hermana siempre se las apañaba para dejarlo todo tal y como se lo había encontrado.

      Y ya por último, la parte de abajo, el sótano, donde estaba un pequeño salón, con una puerta al fondo que daba a la bodega. Al padre de Sack le encantaba el buen vino, por lo que decidió ponerse una bodega de lujo, con puertas de cristal y climatizada, para que el vino se mantuviese a la temperatura perfecta. El salón no lo usaban mucho, solo cuando venían los amigos de Sack o Sarah, aunque más los de Sack, porque Sarah y sus amigas preferían quedarse encerradas en la habitación hablando de sus cosas.

      Sack había colocado en el salón del sótano una televisión de cuarenta y dos pulgadas y una consola donde él y sus amigos se pasaban las horas jugando.

      —Sarah, cariño, ¿dónde te has metido?, ya estamos todos sentados a la mesa —dijo Mariah pacientemente mientras miraba en el sótano de la casa.

      No estaba allí tampoco, por lo que el único lugar de la casa donde quedaba mirar era el jardín.

      La parte trasera de la casa tenía un jardín precioso, al que Mariah dedicaba varias horas al día. Rosales rojos, tajetes amarillos, pensamientos morados y un etcétera de flores de infinitos colores inundaba cada rincón del jardín. Sus olores hacían despertar cada uno de los sentidos.

      Dos grandes robles a cada lado del jardín coronaban la belleza de la naturaleza, y en uno de ellos colgaba un columpio de madera, que Alfred había colocado para sus hijos hacía ya muchos años.

      Y allí estaba Sarah, sentada en el columpio, dibujando aburrida círculos en el suelo con sus pies mientras se balanceaba.

      —Sarah, hija, ¿es que no nos oías?, ya está la cena en la mesa y te estamos esperando.

      —Mamá, no tengo hambre, no quiero cenar… —Sarah hizo una breve pausa antes de comenzar a decir lo que de verdad necesitaba transmitir a su madre. Cogió carrerilla para soltarlo de golpe—. ¡No quiero ir con vosotros de vacaciones a esa estúpida montaña!, ¡me aburre mucho hacer excursiones y acampar!, ¡jo, mamá!, ¿no me puedo quedar aquí con Eli o irme con los abuelos a su casa?, por favor, por favor, por favor…

      Sarah había saltado del columpio y se había arrodillado a los pies de su madre suplicando que la dejase quedarse. No soportaba la idea de pasar otras vacaciones haciendo acampada, ella quería ir a la playa o a cualquier otro lugar, menos ir de acampada. Los bichos, los sacos, las excursiones… todo eso la disgustaba muchísimo, cualquier cosa era mejor que esas vacaciones dichosas que siempre tenía que aguantar.

      Por eso había decidido intentar convencer a su madre para que la dejase quedarse con su amiga Eli, o incluso con sus abuelos, Phil y Gretel.

      —Cariño, esto ya lo hemos hablado antes. Lo siento pero nos vamos de vacaciones juntos, en familia, como debe ser. Además no te mereces ningún privilegio, lo sabes de sobra, has suspendido tres asignaturas que tendrás que recuperar después de las vacaciones, ¿o no te acuerdas ya de eso? Cuando volvamos de la excursión empezarás con la profesora particular. Vamos a cenar.

      —¡Mamá!... —Pero Mariah había dado por zanjada la conversación y se había dado la vuelta encaminándose hacia la casa.

      Sarah frunció el ceño, puso morros y la siguió, echando humo.

      Cuando entraron en la cocina, Alfred y Sack las esperaban muertos de hambre.

      —¡Vamos! Que la cena se ha debido de quedar helada… —dijo Alfred un poco enfadado.

      Mariah había preparado una exquisita cena: una ensalada de lechuga y verduras variadas, con tomate, aderezada con una salsa balsámica de aceite, vinagre de Módena

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