Nakerland. Maite Ruiz Ocaña
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A Sarah no le hizo ni pizca de gracia la contestación, ni la falta de interés que mostraba Tomás hacia ella.
—Pues os vais a quedar con las ganas porque no os la voy a contar, y es buena, muy buena. —Sarah se levantó indignada de la colchoneta y salió de la tienda de campaña para ir a la de sus padres. Se metió y no volvió a salir.
—Sí que tiene carácter tú hermana. No sé por qué se ha enfadado, podría haber contado su historia. No entiendo a las chicas —dijo Tomás mientras se rascaba la cabeza moviendo con fuerza su pelo rizado y rubio.
—Yo tampoco las entiendo —afirmó Sack.
Continuaron así las dos familias cerca de dos horas, charlando y contando anécdotas de sus excursiones, hasta que vieron que se hacía un poco tarde. Recogieron entonces rápidamente la comida, siguiendo las instrucciones del guarda del parque, no querían llevarse ninguna sorpresa en mitad de la noche. Cada uno se fue a su tienda de campaña, apagando de su interior las lámparas hasta la mañana siguiente.
n
Cuando Sack abrió los ojos todavía no había salido el sol. Se desperezó un poco y se deslizó con cuidado fuera de la tienda, para no despertar al resto de su familia. Comenzaba a aparecer una tímida luminosidad a su alrededor, el sol luchaba con fuerza para salir de su escondite y mandar a la luna a dormir hasta la noche siguiente.
Se escuchó un ruido a su espalda, el chasquido de las hojas en el suelo, como si alguien estuviese pisando con cuidado para no ser descubierto. Solo de pensar que se pudiese tratar de un animal, en concreto de un oso, se le pusieron los pelos de punta. Había visto en documentales que los osos atacaban cuando percibían que sus víctimas estaban asustadas. Pues estaba claro que si atacaban por ese motivo le iba a pasar algo malo, porque no estaba asustado, ¡estaba aterrorizado! Por su mente se cruzaron imágenes de osos enfurecidos, rugiendo con fuerza, imponentes, con su impresionante estatura al colocarse sobre sus dos patas traseras y después dejándose caer sobre sus patas delanteras, haciendo un ruido estrepitoso al impactar contra el suelo y corriendo a toda velocidad detrás de su víctima. Sack se veía reflejado en esa persona que estaba huyendo del furioso oso. Fueron unos instantes eternos hasta que consiguió girar con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco y pudo alcanzar a ver que se trataba de su padre.
—¡Papá!, ¡me has dado un susto de muerte! Uffffff —respiró Sack más tranquilo. El corazón le latía a mil por hora y parecía que se le iba a salir del pecho. Tuvo que respirar profundamente unas cuantas veces hasta que consiguió que volviese a su ritmo normal.
—Hijo, perdona. No quería hacer ruido para no despertar a nadie. ¿Qué tal has dormido? A mí me duele la espalda horrores. Siempre me pasa lo mismo, estas colchonetas no son muy cómodas, donde esté un colchón en condiciones… y la almohada, lo mismo —se quejó Alfred mientras hacía estiramientos, inclinándose hacia delante y tocando con sus manos el suelo, luego estirando sus brazos hacia arriba con fuerza y después rotando a un lado y a otro. Cuando hubo terminado se acercó a Sack, que se había sentado junto a la mesa.
—¿Preparamos el desayuno? Tu hermana y tu madre tienen que estar a punto de levantarse. ¡Mira! —dijo Alfred señalando hacia el horizonte—. ¡Está saliendo el sol!
Sack se giró para mirar en la dirección que indicaba su padre y quedó fascinado ante la imagen del sol que comenzaba a aparecer tímidamente entre las montañas. Era un espectáculo impresionante.
La zona de acampada se situaba en una ladera en lo alto de una de las montañas y estaba despejada de árboles, por lo que las vistas eran increíbles.
Se quedaron contemplando la salida del sol durante unos minutos, y comenzaron a preparar el desayuno.
Al ratito salió de la tienda Mariah y también vieron que la familia de Tomás se había levantado al completo. Las gemelas comenzaron a jugar, haciendo ruido, lo que significaba que iban a despertar a los pocos que todavía dormían en las tiendas cercanas, entre ellos su hermana Sarah. A ver con qué humos se levantaba esa mañana… La noche anterior se fue enfadada a dormir y todavía no entendía el porqué.
Efectivamente no mucho más tarde se levantó su hermana con cara de pocos amigos. Cualquiera le decía nada, así que Sack decidió estar calladito para no llevarse ningún bufido de su hermana.
—Buenos días, cariño, ¿qué tal has dormido? —preguntó Mariah a su hija.
—Pues cómo quieres que haya dormido, mamá, ¡de pena! Sack no ha parado de darme golpes por todos lados y con una colchoneta de mierda por colchón… ¡estoy deseando volver a casa! —Esa fue la contestación de Sarah, a la que ninguno quiso decir nada, por si acaso.
Después de recoger y organizar todo, la familia Williams se despidió de la familia de Tomás, que tomaría otra ruta distinta a la de ellos. Probablemente no se volverían a ver en toda la excursión.
—Bueno, ha sido un placer haberos conocido. Disfrutad mucho de vuestro viaje —dijo Alfred, mientras le estrechaba la mano a Carolo despidiéndose.
—El placer ha sido nuestro —le respondió Carolo, con una sonrisa.
—Muchas gracias por las historias tan buenas que me has contado, mis amigos van a alucinar con ellas cuando se las cuente —dijo Tomás a Sack muy efusivamente.
—Pasadlo bien en vuestro viaje —contestó Sack, alejándose de ellos y levantando la mano para despedirse.
n
Los días pasaban y las vacaciones se acababan. Habían visto lugares espectaculares.
El más bonito de todos ellos, la cascada del Ángel, sin duda. Una cascada de unos mil metros de altura, que caía desde una montaña plana con unas inmensas paredes verticales y con un bosque a su alrededor.
La nube de vapor de agua que desprendía producía una sensación de humedad en el ambiente que calmaba, en esos días de mucho calor, el sofoco de la caminata. Daban ganas de quedarse allí para siempre, observando esa maravilla de la naturaleza.
Ese mismo día, y tras una larga jornada de excursión, pararon a montar el campamento en una ladera verde rodeada de pinos de unos tres metros de altura. En uno de los laterales había una cabaña, donde pasaba las mañanas un guarda forestal cuya tarea era la de ayudar a los excursionistas, pero a esa hora estaba cerrada, por lo que estaban completamente solos en medio de la naturaleza. Bueno, solos no, los animales siempre estaban acechando, entre ellos los osos… no habían visto ninguno durante todos esos días, pero era algo impredecible… ¿quién les iba a decir si esa noche iban a ver alguno? Sack esperaba que no sucediese, pero había que estar preparados para cualquier cosa.
Recogieron ramas de los pinos y maleza seca, así como algunas piñas para hacer una hoguera. El padre de Sack tenía mucha experiencia en el tema, así que no les costó que prendiera.
La noche entró sin que se diesen cuenta y, después de tomar algo de sopa caliente, sacaron sus colchonetas y sacos y los colocaron cerca de la hoguera. Los dispusieron haciendo un círculo, de tal manera que las cabezas de los cuatro estaban pegadas, daba la sensación de que dibujaban una estrella en el suelo. Todos tumbados, se relajaron observando el luminoso cielo que contrastaba con la oscuridad de la noche, y que en aquel lugar apartado de la contaminación lumínica de las ciudades, se acentuaba. La única luz que les acompañaba era la que daba la hoguera y la de la luna y