Nakerland. Maite Ruiz Ocaña

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Nakerland - Maite Ruiz Ocaña

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A ambos lados de la calle se podían contemplar casas majestuosas, todas arquitectónicamente diferentes, que llenaban de armonía el barrio residencial. Sarah se giró para mirar a través del cristal trasero del coche, tenía una sensación extraña. Sentía como si no fuese a ver su casa durante una larga temporada. Se quedó unos instantes pensativa pero agitó la cabeza quitándose esa idea de la mente. «Odio estas vacaciones», pensó. Y volvió a sentarse de frente.

      n

      El viaje se hizo algo largo. Pararon en varias ocasiones para descansar y estirar las piernas. Pero por fin comenzaron a vislumbrar a lo lejos las Dream Mountains, las Montañas de los Sueños, así las conocía la gente comúnmente en todo el mundo.

      Al cabo de unos kilómetros llegaron a la entrada del parque forestal, donde un guarda muy amable les saludó y les dio la bienvenida, les entregó un plano del lugar y una hoja con las recomendaciones y prohibiciones que tenía el parque.

      —Tengan cuidado por la noche con los animales. No dejen comida fuera porque pueden correr el riesgo de que algún jabalí, o incluso algún oso, atraídos por el olor, se acerquen a su campamento —dijo el guarda con una sonrisa en la boca, sabiendo que los animales del parque eran lo suficientemente miedosos para no acercarse, aunque en los últimos años, al haberse acostumbrado a la presencia de los seres humanos, se habían acercado en alguna ocasión a algún campamento, asustando a los visitantes, por lo que se sentía obligado a advertir a todos los que acudían al parque del riesgo que corrían si dejaban comida a la vista y al olfato de los animales—. También quería recordarles que todas las zonas de acampada tienen sus cubos de residuos donde deben depositar toda la basura que generen —advirtió el guarda, ahora más serio. Últimamente se habían encontrado con muchos problemas con respecto la basura. Sobre todo por parte de jóvenes visitantes que, inconscientes del daño que causaban algunos residuos en la naturaleza, se dedicaban a esparcirlos sin conciencia alguna allí por donde pasaban. Una lata de Coca-Cola, una bolsa de patatas… se habían encontrado todo tipo de desechos. Por eso los guardas del parque se habían puesto muy serios y penalizaban con grandes multas económicas a todos aquellos que pillaban tirando basura al suelo.

      —No se preocupe, no hay problema —dijo Alfred al guarda. Él conocía bien las normas. Eran muchos años de excursiones por lugares como ese.

      — Muy bien, que disfruten de la naturaleza —respondió el guarda mientras levantaba la mano avisando a su compañero (al que se veía sentado y con cara de aburrido dentro de la garita de la entrada) para que les abriese la barrera y les dejase pasar.

      ¡Dios mío, qué bien olía en aquel lugar, se podía respirar aire puro, la naturaleza! ¡Cómo le gustaba aquel olor a Sack! Incluso levantó el ánimo de Sarah, que parecía que sonreía mientras miraba por la ventanilla del coche.

      Sack se había fijado en que la cara de su hermana había cambiado, transformándose en un gesto de horror, cuando el guarda avisó del peligro de animales en la zona, cosa que en cierto modo le hizo gracia. Menos mal que no le vio cuando se le dibujó una sonrisa en la cara, imaginándose a su hermana asustada por la aparición repentina de un jabalí que se estaba intentando colar en su tienda de campaña. Lo que no le hizo tanta gracia a Sack fue lo del oso, eso ya era otra cosa, le causaba más respeto. Pero pronto pensó que era muy difícil que se diese el caso, con las precauciones que siempre tomaban. Se giró para mirar por su ventanilla y empezó a pensar en otras cosas.

      No tardaron mucho en llegar a la zona de inicio de la ruta. Había pocos coches, señal de que no se cruzarían con demasiada gente en el camino, la suficiente por si hubiese problemas.

      Comenzaron a descargar todos los bártulos. Cada uno se colocó su mochila y después de que Alfred cerrase el coche, iniciaron su primera excursión.

      —Dentro de una hora pararemos a comer, que se ha hecho un poco tarde —dijo Alfred a su familia, mientras se colocaba su mochila que le sobresalía por encima de la cabeza. «Menos mal», pensaron los otros tres cuando Alfred lo dijo, ya que empezaban a tener hambre.

      Caminaron una hora por un sendero de piedras que discurría a través de un bosque de pinos, que daba frescor y buen olor al ambiente. El descanso fue corto —iban un poco mal de tiempo— por lo que reiniciaron la excursión pronto para poder llegar a su destino, la primera parada donde acamparían para pasar la noche.

      La diferencia de ánimos se podía apreciar entre los dos hermanos. Sack derrochaba alegría y entusiasmo a cada paso, y Sarah, sin embargo, iba arrastrando los pies, parecía que cargaba con doscientos kilos, y de vez en cuando resoplaba resignada al tener que soportar cada instante en aquel lugar.

      Comenzó a anochecer cuando alcanzaron la zona de acampada. Todos estaban cansados, porque para ser el primer día la caminata había sido dura, aunque agradecida, porque habían ido siempre entre árboles que hacían sombra y daban frescor, amortiguando el calor típico de esa época del año.

      Cuando llegaron, en el campamento había otro par de familias con hijos. Eso a Sarah le gustó, porque había chicos de su edad, sobre todo uno que era guapo y no paraba de mirarla. Las familias se saludaron afables mientras los Williams montaban sus tiendas de campaña.

      —Hola, mi nombre es Tomás, ¿cómo te llamas? —dijo el chico, acercándose con cautela a Sarah.

      —Me llamo Sarah y este es mi hermano Sack —señaló a su hermano que estaba a su lado.

      —Encantado de conoceros, Sack y Sarah. Esas de ahí son mis hermanas Nicoletta y Simona, son gemelas. —Señaló a dos niñas de unos siete años que jugaban a unos pasos de donde estaban ellos.

      —¡Pues sí que se parecen! —dijo Sarah mientras observaba a las gemelas. Las dos eran de pelo rubio y ojos azules, de la misma estatura, incluso tenían los mismos gestos. Era curioso verlas. En verdad no habían visto a muchos gemelos a lo largo de su vida. Solo a un par de hermanos del último curso del colegio.

      Esa noche se sentaron a cenar las dos familias juntas. Además de hacer buenas migas los niños, los Williams también las habían hecho con los padres de Tomás.

      —¿De qué parte del país sois? —preguntó Alfred. Los padres se llamaban Elizabetta y Carolo, claramente nombres que no eran típicos del país.

      —En realidad no somos de aquí, somos italianos, pero vinimos hace unos dos años a vivir a la parte norte del estado porque mi empresa me trasladó para abrir una nueva sede —dijo el padre. Su acento era otra de las cosas que dejaba a la luz que eran extranjeros, aunque hablaban el idioma a la perfección.

      —¡Pues sí que habláis bien nuestro idioma! —dijo Mariah.

      —Bueno, son muchos años practicándolo. Y vosotros, ¿de dónde sois? —preguntó Carolo.

      —Nosotros somos del sur, de Texas —contestó Mariah.

      Mientras los padres charlaban, Sack, Sarah y Tomás se metieron en una tienda de campaña a contar historias.

      A Sack le gustaba contar historias para asustar a su hermana, y la mayoría de las veces lo conseguía, aunque en esta ocasión, al estar Tomás delante, a Sarah no le hicieron ningún efecto, o al menos es lo que quería aparentar.

      —¡Vaya! —dijo Tomás—. Esas historias que cuentas son fantásticas, sobre todo la del indio y el oso.

      A Sarah no le estaba gustando nada que su hermano fuese el centro de atención de Tomás y a ella no le estuviese haciendo ni caso, así que decidió entrar en acción.

      —Pues

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