Nakerland. Maite Ruiz Ocaña

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Nakerland - Maite Ruiz Ocaña

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de ello, porque Alfred comenzó a contar una historia fascinante sobre las estrellas que nunca antes les había relatado.

      —¡Habéis visto eso! —dijo Sarah, alucinada por la visión de una luz fugaz que pasaba ante ellos a miles de kilómetros y cruzaba el cielo.

      —Es una estrella fugaz —explicó Alfred a su hija.

      —¡Ya lo sé papá!, es preciosa… —añadió Sarah, mirando fijamente al cielo para ver si veía otra.

      —¡Rápido!, pide un deseo… —dijo Sack a su hermana. Era bien sabido por todos que cuando se ve una estrella fugaz hay que pedir un deseo, aunque el que se cumpliese o no era otra cosa.

      —¿Nunca os he contado la historia de las estrellas fugaces, hijos?

      —No. —Sack no recordaba que su padre les hubiese contado ninguna historia de estrellas fugaces, pero siempre eran bien recibidas para su amplio repertorio.

      —Vaya, estaba convencido de que ya la conocíais. Me la contó vuestro abuelo hace muchos años, cuando tan solo era un niño. Estoy seguro de que os va a encantar. Era mi historia favorita. Pero tengo que advertiros de algo antes de contárosla —dijo Alfred con semblante serio.

      Sack y Sarah, al oír esas palabras, prestaron más atención esperando a que su padre arrancase a contar la historia. Alfred había creado en sus hijos una gran expectación.

      —Hay que tener mucho cuidado con las cosas que se desean —advirtió Alfred, antes de comenzar la historia que su padre le contó y que este, a su vez, había escuchado a su padre. Generación tras generación, ahora llegaba a oídos de sus hijos, que esperaban impacientes escucharla.

      —Hace ya muchos años, esta historia ya pasaba de padres a hijos. Es tan antigua que realmente no se sabe a ciencia cierta de que época procede. —Y así, Alfred comenzó a relatar la leyenda a sus hijos.

      Claude era un hombre sin esperanza ni ilusión en la vida, había perdido a su mujer y a su pequeño hijo de cinco años en una horrible batalla, en la que los enemigos de su poblado atacaron sin piedad a todos sus habitantes. Él se salvó por un milagro. La espada que lo atravesó le hizo pasar una temporada en cama, con fiebres altas que le mantuvieron en un continuo delirio día y noche.

      Pero Claude era un hombre fuerte y consiguió reponerse. Aunque cuando fue consciente de lo que había sucedido, habría preferido morir en la batalla junto con sus seres queridos. No concebía una vida sin las personas a las que tanto había amado. Era tan grande el deseo que sentía de volver a reunirse con ellos que cada día suplicaba, mirando al cielo, que volviesen a su lado.

      Una noche, después de un día lluvioso, las nubes se abrieron ante Claude, mostrando un cielo bañado de estrellas. Todas brillaban con intensidad, pero una en especial. Claude se quedó mirándola fijamente, diciendo: «Tú, estrella de los cielos, hermosa luz de la oscuridad, amante de la luna y hermana de tantas pequeñas luces. Tú que brillas con intensidad cada noche, que iluminas los caminos de los perdidos, escucha mi plegaria. Perdí a mis seres queridos en una terrible batalla y mi corazón vaga perdido desde entonces. Tú que puedes conceder deseos, llévame con ellos, es lo que más anhelo».

      Por el rostro de Claude cayó una lágrima llena de pena, de amargura y de pesar.

      De repente la estrella se iluminó con más intensidad que antes, y como una flecha disparada por el mejor arquero, cruzó el cielo en dirección a Claude.

      Este se asustó, al principio, pero a medida que la estrella se acercaba a él, una paz iba invadiendo su cuerpo, llenándole de una sensación de esperanza que hasta entonces no había tenido.

      Cuando la estrella estaba a punto de chocar contra él, disminuyó de velocidad y, despacio, su luz cegadora fue disminuyendo hasta dejar ver la silueta de una mujer hermosa, de un hada madrina.

      El hada miró a Claude y le sonrió. Claude le devolvió la sonrisa y le dijo: «Hermosa dama de las estrellas, tú que has descendido de los cielos como una estrella fugaz, ¿eres acaso mi hada madrina?, ¿vas a concederme el deseo que más anhelo?, ¿has venido a devolverme lo que tanto amo y deseo?».

      El hada, sin dejar de sonreír, le dijo: «Hola, Claude, vengo de Nakerland, la ciudad de los deseos. He podido escuchar tus plegarias y la pena que tu corazón alberga desde hace tanto tiempo. Tus sentimientos son tan puros y limpios que mereces una vida mejor. Vengo a ayudarte a recuperar la felicidad perdida. No desesperes dejando que la pena inunde tu ser, tu alma, tu corazón. Siento todo por lo que has pasado y el amor que has perdido, tu mujer, tu hijo. Lamento no poder ayudarte a recuperarlos porque se han ido, y ni tú ni yo podemos hacer nada. Pero la vida continúa y te ayudaré a superarlo y a encontrar la felicidad perdida. Tus días de pena han terminado. Volverás a sonreír de nuevo».

      Del cuello del hada colgaba una estrella blanca que comenzó a iluminarla, su pelo rizado, su rostro de ángel, su cuerpo esbelto, y como un soplo de viento agitando las hojas de los árboles, la luz abrazó a Claude, envolviéndole en esperanza e ilusión por vivir.

      Claude cerró los ojos, aspirando la tranquilidad que había perdido hacía tanto tiempo. Y cuando volvió a abrirlos, vio que la luz perdía intensidad y se alejaba de él, desapareciendo de la misma manera que había llegado, como una estrella fugaz surcando el cielo.

      A partir de aquel día Claude volvió a ser un hombre feliz. Partió con los supervivientes de su poblado en busca de una nueva vida. Llevaron consigo las pocas pertenencias que habían sobrevivido al ataque y, después de unas semanas de travesía por senderos, entre montañas, cruzando ríos y atravesando valles, llegaron a un nuevo poblado donde habitaban unas gentes que les acogieron amablemente.

      Claude comenzó a construir su nuevo hogar en aquel apartado lugar, en lo alto de un acantilado, donde todas las noches se acercaba al borde para ver las estrellas y escuchar el sonido del mar.

      Una de las noches en las que disfrutaba de su lugar secreto, escuchó a sus espaldas algo que se movía entre la maleza. Asustado, se levantó de un salto y sacó su arma. Ante él apareció un niño de unos seis años, que se asustó al ver la imagen de Claude en la oscuridad de la noche, empuñando un arma en su mano. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces Claude le dijo: «¿Qué haces aquí, tú tan pequeño, en este lugar y a estas horas?». El niño, con voz entrecortada, le respondió: «Sentía curiosidad y te he seguido». Claude se acercó al pequeño y se agachó para ponerse a su altura: «Vamos, te llevaré de vuelta a tu casa, tus padres deben de estar muy preocupados».

      Claude y su pequeño acompañante caminaron de vuelta al poblado. Las estrellas iluminaban su camino.

      Cuando llegaron, una mujer preguntaba asustada a los que se cruzaba si habían visto a su hijo. Claude se acercó a ella llevando de la mano a su pequeño perdido. La madre le abrazó con entusiasmo y le dijo: «No vuelvas a hacerme esto, hijo». Enseguida se incorporó y le dio las gracias a Claude: «Me llamo Mirele. Gracias por haber encontrado a mi hijo». Se miraron fijamente y entre ellos brilló algo especial que a ninguno de los dos les sucedía desde hacía mucho tiempo.

      Mirele había perdido a su marido hacía poco tiempo y también se había sumido en la pena. Pero cuando conoció a Claude, la felicidad volvió a aparecer de nuevo en sus vidas.

      Después de un tiempo en el que Claude sentía que había recuperado la alegría al lado de Mirele y su hijo, volvió a su poblado, al mismo lugar desde el que pidió su deseo. Miró al cielo y, fijándose en la estrella que más brillaba, dio las gracias llorando de felicidad, porque su hada madrina había cumplido la promesa

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