Nakerland. Maite Ruiz Ocaña

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Nakerland - Maite Ruiz Ocaña

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Alfred dejó de hablar, el silencio se hizo por un momento.

      —¡Vaya! —dijo Sack alucinando.

      —Una historia bonita, ¿verdad? —dijo Alfred a sus hijos.

      —Me ha encantado, papá —contestó Sack agitando su cabeza en sentido afirmativo.

      —¿A ti no te ha gustado, Sarah? —preguntó Mariah a su hija, que no había pronunciado palabra.

      Sarah se quedó pensando por un momento, recordando las palabras que había pronunciado su padre antes de iniciar la historia.

      —No entiendo una cosa —comenzó a hablar—. ¿Por qué has dicho entonces que hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó intrigada. Pensó qué podría tener de malo pedir un deseo.

      Los cuatro se quedaron en silencio. Ciertamente parecía que era algo bueno, no advertían nada de lo que se tuviese que tener cuidado.

      —Tiene razón Sarah, ¿por qué hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó Sack, también intrigado.

      Alfred se incorporó para poder hablar a sus hijos mirándoles fijamente a los ojos.

      —En realidad, sí hay que tener cuidado con lo que se desea. —Y entonces Alfred les contó la segunda parte de la historia a sus hijos—. La historia que os he relatado es la leyenda que se contaba al principio, pero desde hace algún tiempo, en realidad no hace tanto, ha cambiado. Se cuenta que ha habido personas que por desear cosas inapropiadas, y al pedirlas con el corazón lleno de odio, se encontraron con algo horrible que cambió sus vidas, llevándolas por un camino tortuoso y lleno de desgracias. —El tono con que Alfred lo había contado estaba lleno de intriga, suspense y misterio que, sumado al hecho de estar ambientado en un bosque, donde ellos se encontraban en ese momento, en plena noche, con el ruido de vete tú a saber qué animales que les rodeaban, con un fuego que les iluminaba y dibujaba sombras infernales… hacía que los escalofríos aflorasen.

      —¿Eso es verdad, papá? —preguntó Sack.

      —Es lo que la leyenda cuenta —respondió.

      Por un momento se quedaron mirando todos en silencio, invadidos por los ruidos del bosque, por la oscuridad de la noche y el misterio de la historia.

      De repente, una carcajada compartida rompió ese silencio. La tensión que había provocado la historia había desembocado, como el afluente de un río, en un mar de risas.

      Así estuvieron riendo durante un rato, mientras miraban el cielo, en el que de vez en cuando se veía alguna estrella fugaz.

      n

      Los días pasaron y las vacaciones terminaron. La vuelta a la rutina irrumpía en la vida de la familia de Sack.

      Vuelta a las clases, al trabajo, al monótono día a día. El tráfico, el estrés… ¿Dónde quedaron las vacaciones en esos parajes tranquilos? Ya se habían borrado de la mente de la familia Williams.

      Una tarde en la que Sack y Sarah volvían del colegio caminando, ocurrieron cosas muy extrañas. A mitad de camino comenzó a llover y Sarah sacó su paraguas de flores en el que los dos hermanos se guarecieron de las pequeñas gotas que caían animadas a su alrededor. De repente un fuerte viento sopló desde sus espaldas. Fue tan fuerte el golpe de aire que el paraguas de Sarah se volvió hacia arriba y los dos quedaron expuestos a la cortina de agua que ya caía sin cesar. Se miraron divertidos y comenzaron a correr juntos hacia casa, mojándose un poco más a cada paso que daban. Cuando llegaron a la esquina de la calle, pararon en la acera un momento para comprobar que no pasaban coches, con tan mala suerte que justo pasó uno a toda velocidad, levantando una nube de agua sucia desde el suelo que cubrió a los dos hermanos en una mezcla de agua con aceite y barro. Ahora sí que estaban empapados, sucios y muertos de frío.

      Para rematar, el viento no paraba de soplar a su alrededor, llevando el pelo de Sarah constantemente a su cara sin dejarle ver el camino que pisaba. En uno de esos momentos en el que el pelo le nublaba la vista, tropezó con una baldosa y cayó al suelo, rasgándose por el trasero el pantalón que llevaba y dejando a la vista unas braguitas de color rosa con dibujos. Sarah, en ese momento, miró a todos los lados de la calle con miedo a que alguien la hubiese visto y su reputación se hubiese ido al garete. Gracias a Dios estaban solos en la calle. Sack se quitó la chaqueta para que su hermana se la atase a la cintura. A él tampoco le gustaría que nadie viese en esas condiciones a su hermana.

      Pero ahí no quedó la cosa. Ya calados hasta los huesos, sucios, magullados y muertos de frío, a una manzana de su casa, una patrulla de la policía paró frente a ellos. Un agente muy amable les preguntó si necesitaban ayuda, a lo que ambos contestaron al unísono: «No, muchas gracias». Les explicaron que estaban a tan solo una manzana de casa. Los policías continuaron su camino pero cuando fueron a girar la calle, un camión que pasaba a toda velocidad chocó contra su coche, dejándolo destrozado. Sack y Sarah salieron corriendo en busca de ayuda pero no había nadie, solo los cientos y miles de gotas de agua les acompañaban. Sack sacó su móvil del bolsillo del pantalón, pero con los nervios resbaló de sus manos, con tan mala suerte que cayó al suelo justo en un charco que la lluvia había formado en el asfalto. Entonces Sarah miró en su bolsillo pero no encontró su móvil, debió de perderlo en la caída. Los dos hermanos se miraron asustados sin saber qué hacer. Se fijaron en que tanto los dos policías como el conductor del camión estaban inconscientes. Entonces Sack tomó la decisión de ir corriendo a su casa para pedir ayuda y le dijo a Sarah que se quedase por si aparecía alguien o alguno de los accidentados despertaba de su desmayo.

      Cuando entró por la puerta de casa, Mariah estaba bajando las escaleras y se lo encontró de frente, calado hasta los huesos y con una expresión en la cara que no dejaba lugar a dudas de que estaba aterrorizado.

      —¿Qué pasa, cariño?, ¿estás bien?, ¿dónde está tu hermana?, ¿qué…? —Pero Sack cortó a su madre en seco.

      —Llama a la policía, a la ambulancia, corriendo.

      A Mariah le cambió el color de la cara, síntoma del pánico que le estaba entrando en ese momento.

      Madre e hijo se quedaron quietos por un instante eterno, mirándose el uno al otro, hasta que Sack consiguió reaccionar.

      —Mamá, ha habido un accidente. Ha chocado un coche de policía con un camión y están todos inconscientes. ¡Hay que pedir ayuda! —dijo Sack entrecortadamente a su madre.

      —¿Dónde está tu hermana? —preguntó de repente Mariah al darse cuenta de que su hija no había llegado con su hermano a casa.

      —Se ha quedado allí.

      —Sal corriendo y vete con tu hermana, que no esté sola. Yo, mientras, voy a llamar a la policía.

      Sack obedeció a su madre y salió corriendo a buscar a su hermana pero cuando llegó allí solo estaban los bomberos y la policía. El señor del camión, los dos policías y su hermana habían desaparecido.

      Rápidamente se aproximó a uno de los policías que estaban acordonando la zona.

      —Perdone, agente. ¿Sabe usted dónde está una chica que había aquí hace un rato? Tiene los ojos verdes y el pelo castaño. ¿La ha visto?

      —Sí, chico, la he visto. Se la ha llevado una ambulancia —contestó el policía amablemente.

      —¿Y

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