Nakerland. Maite Ruiz Ocaña

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Nakerland - Maite Ruiz Ocaña

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se le acercó primero y, tocándole la mano, susurró su nombre. Sack miraba desde los pies de la cama a su hermana con la cara de culpabilidad que cualquier hermano podría tener en esas circunstancias.

      Su hermana ya había estado en varias ocasiones ingresada, ese último año, por asma.

      Desde bien pequeña Sarah sufría de asma, por eso siempre llevaba encima su inhalador, que había sido suficiente, hasta entonces, para solventar los pequeños ataques que le daban muy de vez en cuando. Aunque ese último año esos ataques se habían incrementado en el tiempo y en intensidad. El médico les dijo a sus padres que no se preocuparan, que no revestía mucha importancia, aunque sí tendría que tener cuidado para evitar crisis y que fuese a peor su situación.

      En ese momento el médico entró en la habitación para ver cómo se encontraba Sarah y saludó a Sack y a su madre.

      —Buenas tardes. Soy el médico que ha atendido a Sarah, usted debe de ser su madre. —En la solapa del médico colgaba una chapa donde podía leerse «Dr. Parker». El doctor era un hombre alto y fuerte, con la cara cruzada de arrugas. Debía de tener no más de cincuenta años, pero estaba claro que su ocupación le había dado tantos disgustos como surcos tenía en su frente y en el contorno de sus ojos. Debía de llevar trabajando muchas horas seguidas porque además tenía cara de estar muy cansado.

      —Buenas tardes, doctor —contestó Mariah—, ¿cómo está? —preguntó sin dejar de soltar la mano de su hija.

      —Su hija se encuentra estable. Ha sufrido un ataque de asma importante. Aunque cuando llegó la ambulancia ya estaba inconsciente, consiguieron reanimarla a tiempo y no ha sufrido daños cerebrales. Lo que sí tendrá es que guardar reposo durante unos días y tendrá que dejar de hacer deporte o esfuerzos o someterse a estrés durante una larga temporada. Debe evitar que se produzca otro ataque de asma para poder recuperarse bien.

      —Mamá… —Sarah se había despertado, aunque se la veía cansada y su voz era apagada.

      —Hija mía, ¿cómo te encuentras?

      —Muy cansada, mamá. Me cuesta hablar mucho, me falta el aire.

      —No te preocupes, mi vida. No hables. Descansa y te pondrás bien muy pronto. Doctor, ¿cuándo considera que podrán darle el alta?

      —Necesitamos que se quede en observación esta noche y mañana veremos cómo ha evolucionado. Aquí no pueden quedarse. Les recomiendo que se vayan a casa y descansen. Vuelvan mañana por la mañana. Pasaré a examinar a Sarah a primera hora para ver cómo está.

      —Gracias por todo, doctor Parker.

      Mariah se despidió de su hija dándole un beso en la frente.

      —Descansa, cariño, mañana por la mañana vendremos temprano para llevarte a casa. Ya verás cómo descansando esta noche te podrás bien. Las enfermeras cuidarán muy bien de ti.

      Sarah apenas tenía fuerzas para abrir los ojos, pero alcanzó a ver a su hermano, que seguía a los pies de la cama sin decir nada.

      Lo que Sack pudo leer en los ojos de su hermana fue una mezcla entre odio, rencor, enfado y dolor. Eso hizo que se sintiese todavía más culpable.

      n

      A la mañana siguiente Mariah, Alfred y Sack fueron al hospital muy temprano. Prácticamente no habían podido dormir.

      Cuando llegaron a casa la noche anterior, Alfred estaba esperándoles muy preocupado porque no encontró a nadie cuando regresó del trabajo y algunas luces estaban encendidas. Mariah le explicó todo lo que había pasado, tranquilizándole con respecto a la situación en la que se encontraba su hija.

      Sack, sin embargo, seguía sumido en el silencio, taladrando su conciencia por haber provocado esa situación y que su hermana estuviese en el hospital. «¡Podía haber muerto!», se decía una y otra vez. Y le venía a la mente la imagen de su hermana mirándole desde la cama.

      Esto le mantuvo en vela toda la noche.

      El médico, como prometió, había examinado a Sarah justo antes de que llegaran, y firmó el alta de la niña para que pudiese volver con su familia a casa. Ya no necesitaba oxígeno y su saturación estaba bien.

      —Ya te puedes marchar, Sarah —le dijo dulcemente el médico. A lo que ella le respondió con una amplia sonrisa. Estaba deseando salir de allí.

      En ese momento la familia se fundió en un abrazo. Todos menos Sack, que no se atrevió ni siquiera a mirar a su hermana. Él se mantuvo al margen, sabiendo que su hermana le odiaba.

      Lo peor fue la vuelta en el coche, cada uno mirando por una ventanilla.

      Sack no quería decir nada a su hermana, para que no se alterase. Sabía cómo era el carácter de Sarah y temía provocarle otro ataque de asma.

      Y así trascurrieron todo el camino, sin hablarse. Además, Sack tuvo que soportar de vez en cuando la mirada fulminante de su hermana.

      Sarah pasó aquel día entero en la cama, recuperándose. Su madre se encargó de atenderla para que no le faltase de nada y cuidó de ella.

      Pero fueron transcurriendo los días y durante una semana Sack no se atrevió a acercarse a su hermana. Cada vez que pasaba por delante de la puerta cerrada de su habitación se paraba un instante, tratando de reunir fuerzas para abrirla. «¡Eh, Sarah!, ¿te encuentras mejor?, ¡lamento tanto lo sucedido! Jamás volveré a dejarte sola…». «No te preocupes, Sack, sé que no querías que me sucediese nada malo, no estoy enfadada…», se imaginaba Sack la conversación con su hermana. Pero ninguna de las tantas veces que pasó se atrevió a abrirla.

      En el colegio, las amigas de Sarah se acercaban cada día a Sack para preguntarle cómo se encontraba su hermana, a lo que él contestaba que «mejor», una y otra vez, sin saber qué más decir.

      Meter y Robert también le preguntaron por su hermana. Eran los mejores amigos de Sack, con los que compartía todos sus secretos, aunque esta vez no quiso contarles lo sucedido.

      En el barrio no se hablaba de otra cosa. La noticia había corrido como la pólvora y todos habían escuchado la historia de aquella tarde de lluvia y de los dos hermanos.

      Intrigados, querían saber más acerca de lo sucedido pero Sack no quería contar nada al respecto. Lejos de sentirse importante por haber formado parte de algo tan «alucinante», como decían sus amigos, sus sentimientos eran de arrepentimiento y pesar.

      n

      El sábado por la mañana, y de manera inesperada, su madre le pidió que hiciese una cosa de lo menos oportuna.

      —Por favor, lleva a tu hermana el desayuno. Mira, he dejado la bandeja preparada. Súbesela a su habitación.

      ¡Horror!, tendría que enfrentarse a Sarah, y todavía no había pensado cómo.

      Mariah sabía de sobra lo que sucedía entre los hermanos, y era de lo más normal que quisiera solucionarlo. ¿A qué madre le gusta ver a sus hijos enfrentados? Por eso había tomado la decisión de que sería ella la que intercediese y provocase un acercamiento.

      Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea de cómo hacerlo y, después de analizarlo bien, creyó que una situación como la de dejarle el desayuno

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