El santo amigo. Teófilo Viñas Román
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La persona humana, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre una sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y lo capacita para responder a su vocación[1].
Efectivamente, esa vida social, a la que alude el Concilio, no puede quedar en un mero y frío respetarse las personas, sino que deberá concretarse en un trato amable con los demás, en la reciprocidad de servicios y en el diálogo con los hermanos. Queda bien claro, pues, que la relación interpersonal ha de ser cálida y amistosa, porque solo así, la persona humana alcanza a satisfacer esa necesidad, ya que esta ha adquirido rango de auténtica necesidad primaria y que, por lo mismo, tiene que ser satisfecha, si la persona no quiere ver frustrada su esperanza de felicidad, tan estrechamente ligada a la relación amistosa. También el otro, los otros, nos necesitan de la misma manera que nosotros los necesitamos. Después de tratar amablemente a cuantos se relacionan con nosotros, nos podremos preguntar quiénes son o pueden ser nuestros amigos más íntimos.
Que la amistad sea algo necesario para la vida fue afirmado con rotundidad por los viejos escritores griegos y romanos. Basten solo estos cuatro nombres: Platón, Aristóteles, Cicerón y Horacio. El primero, haciendo suyas las palabras que pone en boca de su Maestro Sócrates, dice: «Tan grande es mi deseo de amistad que prefiero un amigo a todos los tesoros de Darío»[2]; Aristóteles afirmará que «la amistad es lo más necesario para la vida»[3]; de él también es la definición de dos amigos: «un alma en dos cuerpos»[4]. Cicerón, por su parte, se expresa en estos términos: «Sin amistad no hay vida digna de un hombre libre» y «suprimir la amistad de la vida es lo mismo que eliminar el sol del mundo»[5]; finalmente, Horacio considera al amigo como dimidium animae meae (=la mitad de mi alma)[6]. Por tanto, si te falta el amigo, caminarás incompleto por la vida.
Y después de estos importantes representantes de la antigüedad greco-romana, defensores entusiastas de la amistad, llegamos a los grandes pensadores del mundo occidental de todos los tiempos (creyentes cristianos o no). Llama la atención, sobre todo, que todos ellos comiencen afirmando que la amistad es una exigencia de la propia naturaleza humana, al estilo de los viejos filósofos griegos y romanos. Con toda intención quiero comenzar citando a tres personajes de la edad antigua y medieval: San Agustín de Hipona, Elredo de Rieval y santo Tomás de Aquino; los tres comenzarán afirmando que la amistad es un bien natural.
De hecho, según san Agustín, «en este mundo son necesarias estas dos cosas: la salud y el amigo; dos cosas, que son de gran valor y que no debemos despreciar. La salud y el amigo son bienes naturales. Dios hizo al hombre para que existiera y viviera: es la salud; mas para que no estuviera solo creó la amistad»[7]. Para el cisterciense Elredo de Rieval, «la naturaleza dio origen a la amistad, la costumbre la fortaleció y la ley (divina) puso orden en ella»; y más adelante añadirá: «Nada hay más dulce y nada más útil que la amistad»[8]. Por su parte, santo Tomás de Aquino nos dirá que «en la sociedad humana es máximamente necesario que haya amistad entre muchos»[9].
Para los siglos XV y XVI son suficientes estos tres nombres: Alonso de Madrigal (‘El Tostado’), santa Teresa de Jesús y Fray Luis de León. Siguiendo muy de cerca a san Agustín, El Tostado comienza estableciendo que «la amiçiçia mucho es conveniente a la vida humana» y que «syn amigos non puede alguno bien y delectablemente bevir»[10]. Santa Teresa, por su parte, no debió de ser poco lo que ella se llevó de las Agustinas de Ávila, expresándolo en estas palabras: «Todas estaban contentas conmigo… Holgábame de ver tan buenas monjas»[11]; hermanas y amigas, así querrá también a sus monjas carmelitas; «aquí —dice— todas han de ser amigas, todas se han de amar»[12]. Fray Luis de León nos dice: «La vida más feliz que acá se vive es la de dos que se aman…, y es una melodía suavísima que vence toda la música más artificiosa, la consonancia de dos voluntades, que amorosamente se responden… El que ama y es amado no desea más de lo que ama, ni le falta nada de lo que desea»[13].
En tiempos más cercanos a nosotros, E. Kant es tajante en sus afirmaciones sobre la amistad: «Todo hombre cabal trata de hacerse digno de un amigo; de tal manera ello es así, que la amistad acaba siendo para él un auténtico imperativo categórico»[14]. De sorprendentes hay que calificar las palabras de L. Feuerbach sobre la amistad, aunque no diga nada de su necesidad: «Verdadera amistad sólo existe allí donde los límites de ella son observados con una conciencia religiosa, con la conciencia del creyente, cuando venera la dignidad de Dios. Sagrada es, y sea para ti la sagrada amistad»[15]. F. Nietzsche viene definido por Laín Entralgo como un descomunal apologista de la amistad: «La amistad —dice— es una constitutiva necesidad de la existencia humana»[16] .
Para la filosofía personalista (E. Mounier, M. Nedoncelle, M. Buber), la persona humana no puede ser definida sino en una dimensión de esencial alteridad, es decir, de una relación amistosa con una o más personas. Dice M. Nedoncelle: «La relación del yo y el tú entra como algo esencial en el ser mismo del yo»[17]. En esta misma línea hay que interpretar la conocida definición de Ortega y Gasset: «yo soy yo y mi circunstancia», es decir, yo no puedo ser yo si no estoy unido estrechamente a la circunstancia más importante y cercana: el otro, los otros.
Ahora bien, si esta necesidad de la amistad se afirma desde la simple consideración de lo que es el ser humano, ¿qué no será si este, además, es un creyente cristiano? Sabe este, o debe saberlo, que tal vocación la ha depositado Dios en lo más íntimo de sí mismo y que en la respuesta positiva a ella se descubre, más que en cualquier otra dimensión, en el haber sido creado a su imagen y semejanza. Ahora bien, si «Dios es amistad» (ad intra y ad extra), como afirma el citado Elredo de Rieval, parafraseando con acierto el texto de san Juan —Dios es amor (1 Jn 16), Dios es amistad—, el hombre solamente realizará esta imagen en la medida en que viva el amor mutuo, preconizado por Jesús en la noche de su despedida: Vosotros sois mis amigos (Jn. 15, 14).
Tampoco se pueden omitir, a este respecto, los testimonios de algunos autores de nuestros días. Entre los muchos que figuran en mi Florilegio, he aquí los que me parecen más significativos y elocuentes, en orden a mostrar la absoluta necesidad de la amistad en toda vida humana:
La amistad es algo grande y hermoso. Es, sin duda, algo indispensable para la perfección del hombre. Y, por tanto, no puedo concebir que un hombre sin amigos pueda ser perfecto. En todo caso, sé que será profundamente desgraciado[18].
Ignorar la amistad es una de las grandes traiciones a sí mismo y a los demás. Es darse la espalda a sí mismo, dar vueltas enloquecidamente para encontrar su propia cola, estrenar un infierno, ser radicalmente absurdo. Ahora ha llegado a decir la investigación humana lo que en definitiva hace mucho había dicho Cristo: Que os améis los unos a los otros (Jn 15, 17). La amistad es vocación radical del hombre y no puede ser él mismo sin construirla[19].
Si vivimos creando vínculos de verdadera amistad, otorgamos un valor inmenso a cada momento de nuestra vida; lo convertimos en un instante eterno, por así decir, y nos encaminamos hacia una plenitud futura que no podemos ahora vislumbrar[20].
Valiosísima, a este respecto, es la experiencia personal del psicoanalista Ignacio Lepp, el cual en el prólogo de una de sus obras nos manifiesta su propósito, como psicólogo y pedagogo, de persuadir a todos a «hacer amigos». Dice así:
Ya en mi primera juventud, gracias a la amistad, experimenté las alegrías más profundas y más puras, y me fue posible triunfar sobre numerosos obstáculos que obstruían el camino de mi vida. Si hoy, en la edad madura,