El santo amigo. Teófilo Viñas Román
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Ya sabemos que, más tarde, para que pueda hacerse plena realidad esta «fusión de almas», el Santo afirmará la absoluta necesidad de la presencia de Dios-amigo entre los que se dicen amigos. Es la fórmula que Agustín empleará cuando, después de su conversión, hable de la misma experiencia con algunos de sus amigos. Es paradigmático este pasaje de una carta que escribe a san Jerónimo, hablando de Alipio: «Cuando él te veía ahí, yo mismo te veía por sus ojos. Quien nos conozca a ambos diría que somos dos, más que por el alma, por solo el cuerpo, tales son nuestra concordia y fiel amistad»[22]. «A mí —le dice a Severo, ya obispo y antes cohermano en el monasterio—, cuando me alaba un sincero y grande amigo de mi alma, me parece como si me alabara yo a mí mismo… Y siendo tú como otra alma mía, o mejor, siendo una tu alma y la mía…»[23]
«Tener un alma sola y un solo corazón», pasaje que tomará del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 4, 32), será finalmente una de las tres expresiones de amistad que figuran en el primer párrafo de la Regla y que expresará el ideal que Agustín señale a cuantos vivan en sus monasterios[24]. Añadamos también que en el citado párrafo podemos ver la mejor formulación de lo que hoy se llama en la Teología de la Vida Consagrada carisma fundacional de una Institución religiosa que, en este caso, es la Orden de san Agustín. Concretamente, el doble sintagma anima una et cor unum in Deum es la mejor traducción de lo que Agustín entendía por vera amicitia[25].
5. «EL AMIGO ES OTRO YO»
En línea con la fórmula anterior se encuentra esta otra, que venía a ser un lugar común en el pensamiento greco-romano. En efecto, según Cicerón, habría sido Pitágoras el que había definido al amigo como «el otro yo»[26]. Y él mismo nos va a decir que el verdadero amigo es aquel «que es como otro yo»[27]. San Agustín, por su parte, hará uso de esta definición varias veces en sus obras, particularmente en las Cartas dirigidas a algunos amigos, sobre todo con los que él había compartido la experiencia monástica, como fueron: Alipio, Posidio, Evodio, Severo, Profuturo…
Por lo demás, bien sabían todos ellos que era verdad lo que expresaban aquellas palabras. «Puesto que eres como otro yo (se dirige a Profuturo), ¿qué podré decirte con mayor placer que lo que me digo a mí mismo?»[28]. Alipio, por su parte, será considerado como «su otro yo» o «el hermano de su corazón»; «en su pecho sabes que habito», le dice Agustín a Antonino, amigo de ambos[29].
6. «HACERSE UNO». «CONGREGARSE EN UNO»
En estrecha relación con las dos fórmulas anteriores, Agustín nos ofrece también estas otras dos portadoras de inspiración plotiniana. Y es que la idea del Uno y la Unidad es una constante en no pequeña parte de los escritos agustinianos. No es necesario añadir que tales expresiones, usadas por él, adquieren nueva densidad, ya que ahora el Uno, en el que se realiza plenamente la aspiración del hombre a la Unidad, se identifica con el Dios cristiano. De tal manera que, amigos son aquellos que se hacen una sola cosa en Aquel que es el Uno de Dios, Cristo el Señor. Predicando en cierta ocasión en Cartago, dijo a la multitud de los fieles: «Venga sobre nosotros el fuego de la caridad para perseguir al Uno (Unum) con un solo corazón, no sea que, abandonado lo uno, nos dispersemos en lo múltiple»[30].
Relacionado con este mismo tema, en el primer párrafo de la Regla recuerda Agustín que los que han entrado en el monasterio lo han hecho buscando el «unum» («in unum estis congregati»), unidad esta que tendrá su explicitación en la «unión de almas y corazones», dinámicamente dirigidos «hacia Dios». «Unus in uno ad Deum», tal era la fórmula de corte plotiniano que encajaba, a la perfección, en la visión agustiniana de toda la vida cristiana, pero de manera especial en su proyecto de vida monástica: «Hacerse uno en el Cristo único hacia el Padre», afirma un experto agustinólogo[31]. Paradigma monástico debía servir de ejemplo a seguir para toda familia humana.
7. «LOS AMIGOS TIENEN TODO EN COMÚN»
«Los amigos moralmente perfectos —había escrito Cicerón— han de poner en común todos sus bienes, proyectos y deseos sin excepción alguna»[32]. En el ilusionante, pero fracasado, proyecto laico de vida en común con el grupo de amigos de Milán (recuérdese que Agustín aún no se había convertido), una de las cláusulas estipulaba: «En virtud de la amistad no habría cosa de este ni de aquel, sino que de lo de todos se haría una hacienda común y el conjunto sería de cada uno y todas las cosas, de todos»[33]. Más tarde, al comienzo de su documento monástico, la Regula ad servos Dei, recogerá la misma exigencia con estas palabras: «No considerar nada como propio, sino tener todo en común»[34].
Es claro que el Santo se refiere, en primer lugar, a la posesión en común de los bienes materiales, como «sacramento visibilizador de la amistad», pero por aquello de que «tu alma no es tuya sino de todos los hermanos», en ese «tener todo en común», la intención de Agustín iba más allá, sin duda: puesto que si el monje de Agustín está llamado a «hacerse uno» con quien convive en el monasterio, es decir, a «unir sus almas», consecuentemente «tu alma no te es propia, sino de cada uno los hermanos, cuyas almas son tuyas también». Es esto lo que le recuerda a aquel joven que ya había estado en el monasterio y lo había abandonado por presiones de su madre, anhelando quizá volver de nuevo a él: (en el monasterio) —le dice— «tu alma no es tuya propia, sino de todos tus hermanos; y las almas de ellos son tuyas; o, mejor dicho, las almas de ellos y la tuya no son almas, sino la única alma de Cristo»[35].
8. «LA VERDADERA AMISTAD». LA DEFINICIÓN ACUÑADA POR SAN AGUSTÍN
Sin negar, en absoluto, la validez de las fórmulas forjadas por los filósofos de la antigüedad greco-romana, que, aceptadas por el Santo, las llenó de sentido, quiso él acuñar una más, al reflexionar sobre la experiencia amical que tuvo con aquel joven, conocido como «el amigo anónimo». En las páginas que sobre él escribe, tantos años más tarde, nos trasmite con fidelidad los más limpios sentimientos que lo embargaron con motivo de la pérdida de aquel amigo entrañable, ofreciéndonos, a continuación, la reflexión en la que somete los hechos, para concluir con una original definición de la que él considera como «verdadera amistad». Se lo dice, orando, al Señor:
En aquellos años, al tiempo en que por primera vez abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo a quien amé sobremanera por haber sido condiscípulo mío, de mi misma ciudad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como lo exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú, (Señor), unes entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado[36].
El texto es antológico; sin pretenderlo, quizás, nuestro Santo nos ha dado en las palabras que van en cursiva la definición más hermosa y completa de lo que él entendía, cuando escribe las Confesiones, por verdadera amistad, es decir, la plena y perfecta amistad. Pues bien, a la hora de hacer un breve análisis de la definición hay que comenzar reconociendo la radical validez y bondad de su amistad con aquel joven que, sin embargo, cuando escriba este pasaje no era, para él, una amistad «verdadera», es decir, plena, ya que «no era tan amigo como exige la verdadera amistad», y es que en ella estaba ausente el Dios cristiano. Hay que añadir, pues, que el adjetivo «verdadera» (vera, en latín) aquí no tiene