El santo amigo. Teófilo Viñas Román
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En aquellos días adquirí un amigo, a quien amé con exceso por ser de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú (Señor) unes entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Con todo, era para mí aquella amistad, conocida al calor de estudios semejantes, dulce sobremanera… Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe… Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él… Mas he aquí que Tú (Señor) lo arrebataste de esta vida cuando apenas había gozado yo un año de su amistad, más dulce para mí que todas las dulzuras de aquella vida mía[15].
Las páginas que siguen, en las que lamenta la temprana e inesperada muerte de este «amigo del alma», son de un lirismo sin par en la literatura universal sobre la amistad. Remito al lector a las Confesiones y le invito a leer el pasaje entero. Aquí solamente irán unos breves pasajes que encenderán, sin duda, el ánimo del lector:
¡Con qué dolor se entenebreció entonces mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él tormento cruel. Lo buscaban mis ojos por todas partes y no lo encontraban. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no lo tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía, después de una ausencia: he aquí que ya viene… Solo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón[16].
Y con un vivísimo sentimiento de lo que había sido aquel joven para él —«la mitad de mí mismo»—, se maravillaba y no terminaba de comprender ni aceptar que
viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo que era otro él. Bien dijo alguien de su amigo que era la mitad de su alma. Porque yo sentí que mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos, y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo me daba miedo morir, para que no muriese del todo aquel a quien yo había amado tanto[17].
El hecho de que tanto tiempo después de esta dolorosa experiencia nos diga Agustín que «apenas si se ha suavizado la herida»[18], es una prueba de hasta qué punto esta amistad había penetrado tan hondamente en su vida. No importa que en las Retractaciones juzgue un tanto severamente el pasaje[19]; después de todo, aquella amistad, aunque limpia y noble, carecía de una presencia absolutamente necesaria, para que tal amistad adquiriese una plenitud, como ya lo había reconocido al comienzo del relato: la presencia del Dios-amigo, «puesto que solo existe amistad verdadera (=plena) entre aquellos a quienes aglutina el Señor por la caridad, derramada en el corazón de los amigos por el Espíritu Santo»[20].
El Agustín convertido terminará expresando estos sentimientos que, ciertamente, se prolongaban, de alguna manera, al describirlos tantos años más tarde:
¡Oh locura, que no sabe amar humanamente a los hombres! ¡Oh necio del hombre que sufre inmoderadamente por las cosas humanas! Todo esto era yo entonces, y así me abrasaba, suspiraba, lloraba, turbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba el alma rota y ensangrentada, impaciente de ser llevada por mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en los lugares olorosos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni, finalmente, en los libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y cuanto no era él me resultaba insoportable y odioso, fuera de gemir y llorar, pues solo en esto hallaba algún descanso. Y si apartaba de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria[21].
4. SEGUNDA ETAPA DE LA JUVENTUD (CARTAGO)
Se inicia esta etapa con su segunda estancia en Cartago. Roto y maltrecho en lo más profundo del alma por la pérdida de aquel amigo entrañable, decide abandonar su ciudad natal. «Huí de mi patria —dice— porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verle; así que me fui de Tagaste a Cartago»[22]. Pero, «no en balde corren los tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en el alma efectos maravillosos»[23]. La importancia que todo ello tuvo hasta su conversión vendrá subrayada oportunamente en su relato, como se podrá ver. Ahora nos encontraremos con un grupo de amigos y un bondadoso consejero.
El grupo amigo de Cartago
Un papel, más que importante, decisivo, en esta recuperación se debió a los numerosos amigos de los que se vio rodeado, desde el primer momento. Entre ellos estaban algunos de los que habían sido discípulos suyos en Tagaste y varios más que, como alumnos o simplemente como amigos, se le juntaron en la misma ciudad de Cartago. Todos ellos formarán un grupo, cuyo retrato nos ha dejado en este inolvidable pasaje amical de las Confesiones:
Había otras cosas que cautivaban fuertemente mi alma con ellos, como era el conversar, reír, servirnos mutuamente con placer, leer, juntos, libros bien escritos, bromear unos con otros y divertirnos en compañía; discutir a veces, pero sin animosidad, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales discusiones, muy raras, condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y recibir a los que llegaban con alegría. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del corazón de los que aman y son amados, y se manifiestan con la boca, la lengua, los ojos y mil otros movimientos gratísimos se derretían, como con otros tantos incentivos, nuestras almas, y de muchas se hacía una sola[24].
Entre los que conformaron este grupo estaban: Alipio, Nebridio, Eulogio, Honorato y quizás los jóvenes Licencio y Trigecio, todos ellos alumnos suyos; a ellos debieron de añadirse algunos de los que habían sido compañeros y amigos en su primera estancia en Cartago. De todos ellos se sentirá deudor por los más variados motivos y, ahora concretamente por haberle ayudado a salir de su triste situación anímica, tras la muerte del amigo de Tagaste. Téngase en cuenta también que, al continuar profesando las creencias de los maniqueos, podrían haber formado parte del grupo algunos de los miembros de la secta.
A continuación del perfecto y apasionado retrato de aquel grupo de amigos Agustín nos ofrecerá unas luminosas reflexiones sobre la amistad y los amigos, desde una comprensión cristiana de todo aquello:
Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal modo se ama que la conciencia humana se considera rea de culpa si no ama al que lo ama o no corresponde al que lo amó primero, sin buscar de él otra cosa exterior que tales signos de benevolencia. De aquí el llanto cuando muere alguno y las tinieblas de dolores y el afligirse el corazón, trocada la dulzura en amargura; y de aquí la muerte de los vivos por la pérdida de la vida de los que mueren. Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque no podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en Aquel que no puede perderse[25].
Huelga, por lo mismo, ponderar la gran importancia que tienen estos pasajes en orden a mostrar, no solo la dimensión profundamente amical de Agustín, sino también que, habiendo escrito estas páginas tantos años después de su conversión, aquella amistad continuaba siendo para él, sin duda, un nobilísimo valor humano, al que solamente le había faltado para llegar a ser verdadera (plena) amistad la presencia del Espíritu, por considerarla como un precioso don del mismo Espíritu, pero esta sería una conclusión a la que llegaría más tarde, desde su propia vivencia cristiana.
En sus clases de Retórica podían aparecer diversos temas de discusión por los que se interesaban también los alumnos. Uno de los temas fue el de la belleza (¿qué es o en