El santo amigo. Teófilo Viñas Román
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La exégesis bíblica con el método alegórico, aplicado por san Ambrosio al Antiguo Testamento, comenzó a parecerle a Agustín una respuesta cabal a los burdos errores de los maniqueos, «de modo que, declarados en sentido espiritual muchos pasajes de aquellos Libros, comencé a poner freno a aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la Ley y de los Profetas»[49]. El libro V de las Confesiones terminará con estas dos decisiones:
Determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta… En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto adonde dirigir mis pasos[50].
Comenzaba, por tanto, a apuntar una triple conquista de Agustín: la espiritualidad de Dios, la espiritualidad del alma y una cierta posibilidad de confianza en la Iglesia Católica, que defendía estos principios. Pero solamente se vislumbraba por entonces la posibilidad de esta conquista, ya que en medio de la confusión al tener que abandonar las doctrinas maniqueas, optó por el escepticismo de los académicos. No obstante, decidió mantenerse en la lista de los catecúmenos. El testimonio de Agustín respecto a san Ambrosio en aquellos momentos es elocuente: «Por él, en aquel intermedio, había venido yo a dar en aquella fluctuante indecisión»[51]. Y esto ya era mucho.
Era aquella la mejor ocasión en que Agustín bien podría haber expuesto su situación al santo obispo, pero le faltaron ánimos para ello; pensó, además, que le robaría el poco tiempo que le quedaba de sus otras tareas. Ambrosio, por su parte, que debió de darse cuenta de los deseos de Agustín, tampoco habría querido discutir con él. Podemos pensar, sin embargo, que esa actitud suya pudo ser intencionada: como aquel otro obispo al que había acudido Mónica en Cartago, Ambrosio debió de pensar que no sería por la discusión y la refutación de las falsas ideas del joven intelectual la manera de conducirlo a la ortodoxia católica.
Lo cierto es que Agustín estaba siendo llevado por Ambrosio casi insensiblemente a la verdad por sus sermones, los elogios que dedicaba a Mónica y las breves respuestas que le daba a él de vez en cuando; y, aunque todo ello le hacía sentir una profunda veneración por el santo obispo, sin embargo, se quejará ante el Señor de que a él «no se le daba tiempo para consultar a tan santo oráculo tuyo, su pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino solo cuando podía darme una respuesta breve»[52]. Ciertamente que las relaciones entre Ambrosio y Agustín no fueron íntimas, incluso después de la conversión de este; y a ello alude en una de sus obras, como una queja, cuando dice: «Me duele sobremanera el no haber podido manifestarle mi afecto hacia él y mi deseo de la sabiduría»[53].
Lo cierto es que los numerosos y magníficos elogios que Agustín le tributa en algunas de sus obras, sus sinceras manifestaciones de veneración y afecto, considerándolo como uno de los principales responsables de su conversión[54], nos muestran con claridad lo hondo que había calado en su corazón la figura de aquel pastor ejemplar. Nada menos que 115 veces lo citará en muchas de sus obras. El grato recuerdo, en fin, del santo obispo de Milán, de quien recibirá las aguas bautismales el 24 de abril del año 387, le acompañará toda su vida. Póngasele el nombre que se quiera a lo que Agustín sentía por Ambrosio después de leer este sincero y emocionado pasaje que rezuma amor, gratitud y admiración, dirigido al hereje Julián:
Escucha aún lo que dice un dispensador de la palabra de Dios, al que yo venero como a padre, pues me engendró en Cristo por el Evangelio y de sus manos, como ministro de Cristo, recibí el baño de la regeneración. Este es el siervo de Dios, a quien yo venero como padre, porque él me ha engendrado en Jesucristo por el Evangelio; por su ministerio yo recibí las aguas de la regeneración. Hablo del bienaventurado Ambrosio, de cuyos trabajos y peligros en defensa de la fe católica con sus escritos y discursos soy testigo y, conmigo, no duda en proclamarlo todo el imperio romano[55].
5.3. Los amigos de Agustín en Milán
Ya hemos visto que, en medio de aquella decepción a que había llegado en su profesión del maniqueísmo, Agustín optó por un escepticismo filosófico-religioso, opción que no le impedía continuar inscrito entre los catecúmenos y mucho menos continuar escuchando los sermones del obispo Ambrosio; en medio de todo ello, nos dice que comenzó «a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia»[56].
Confiesa, además, que andaba con mil otras preocupaciones materiales, como eran: el ansia de honores y riquezas junto con el deseo de contraer legítimo matrimonio, puesto que la ley civil le impedía casarse con quien era su compañera y madre de su hijo, impedimento legal para la ley romana; y todo ello le hacía profundamente infeliz. En cierta ocasión, acompañado de algunos de sus amigos repararon en un mendigo que, al parecer, se sentía feliz con su miseria y embriaguez. Aquello los llevó a esta reflexión:
Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, como eran los que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la que, tal vez, no llegaríamos nosotros[57].
¿Quiénes eran estos amigos que le acompañaban entonces? Agustín nos dirá que eran muchos; inicialmente nos presentará a dos, que nos son ya muy conocidos: Alipio y Nebridio. Ellos son los que más de cerca lo acompañarán, unidos por una amistad que había comenzado en su patria africana y se prolongará ya a lo largo de sus vidas. Dejemos que nos lo diga el propio Agustín, con motivo de tratar de aquellos problemas que traía planteados y que le impedían sentirse feliz:
Lamentábamos estas cosas —nos dice— los que vivíamos amigablemente juntos, pero de modo especial y familiarísimo trataba de ellas con Alipio y Nebridio, de los cuales Alipio era, como yo, del municipio de Tagaste, y nacido de una de las primeras familias municipales del mismo, y más joven que yo, pues había sido discípulo mío cuando empecé a enseñar en nuestra ciudad y después en Cartago. Él me quería a mí mucho por parecerle bueno y docto, así como yo a él por la excelente índole de virtud, que tanto mostraba en su no mucha edad[58].
Alipio era un joven provinciano más, a quien su padre había enviado a Roma a estudiar Derecho con intención de que triunfase en el corazón del imperio. «Lo hallé yo ya en Roma —dice Agustín— y se unió a mí con vínculo tan estrecho de amistad que se fue conmigo a Milán, tanto por no separarse de mí, como también por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto era más por voluntad de sus padres que por su propia voluntad»[59]. En el retrato que nos haga de él más adelante subrayará siempre su ejemplar probidad y, sobre todo, su amistad, anticipándonos ya que: «Estaba entonces este amigo tan íntimamente unido a mí que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que íbamos a seguir»[60].
Sobre Nebridio nos dirá Agustín que, tras haberlo conocido en Cartago, no quería sino acompañarlo para buscar con él la verdad. Este, junto con Alipio fue, entre todos sus amigos, quien más hondamente penetró en su corazón y a lo largo de las Confesiones se podrá comprobar que ello fue así. Esta es la cálida presentación que hace de él en esta ocasión:
También Nebridio —que había dejado su patria, vecina de Cartago, donde solía vivir muy frecuentemente—, abandonada la magnífica finca rural de su padre y abandonada la casa y hasta a su madre que no podía seguirle, no había venido a Milán