El santo amigo. Teófilo Viñas Román

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El santo amigo - Teófilo Viñas Román Cuestiones Fundamentales

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que el esclavo, no habiendo podido sacudir el yugo de su condición, tenía que servir a sus señores[37].

      El argumento tenía, ciertamente, poder de convicción en el estado de alma en que se encontraba Agustín y, de hecho, esta fue su reacción:

      Oídas y creídas por mí estas cosas —por ser tal quien me las contaba— toda aquella resistencia mía, resquebrajada, se vino a tierra, y luego, en primer lugar, intenté apartar de aquella curiosidad al mismo Fermín[38].

      Gracias, pues, a Vindiciano y Fermín y gracias también, ¿cómo no?, a la sorna con que argumentaba Nebridio en la intimidad, pudo Agustín superar aquellas falsas creencias. La amistad que, en su sentido clásico, exigía compartir la verdad con los amigos, tras haberla buscado con ellos, había tenido mucho que ver con aquel hallazgo. Era un primer paso en el largo camino que aún tendría que recorrer hasta llegar no solo a la verdad plena sino a la verdadera felicidad que él buscaba con ahínco; el Señor le proporcionará otros amigos que le ayudarán a conseguir una y otra.

      Por aquellos mismos días, sus amigos le aconsejaron irse a Roma, donde «podría enseñar lo que enseñaba en Cartago» y «alcanzar mayor gloria»[39]. A pesar de la interpretación providencialista que Agustín le dará más tarde, su decisión de ir a Roma no iba más allá de las ventajas sugeridas por ellos. Sin duda que, por entonces, para él contaba el ideal de todo provinciano: ir a triunfar en el corazón del Imperio o, al menos, buscar en Roma un alumnado más pacífico que el que frecuentaba sus clases en Cartago. Las travesuras y fechorías de aquellos alumnos nos las cuenta en el citado capítulo.

      Y a Roma se fue, tras engañar a su madre diciéndole que iba al puerto a despedirse de un amigo; allí quedaba ella desolada, «llorando atrozmente su partida». Junto con Mónica allí dejaba también a su compañera y a su hijo Adeodato; si las cosas le salían bien, esperaba llevarlos más tarde. Corría el año 383.

      Esta es la noticia inicial: «Aquí fui recibido con el azote de una enfermedad corporal, que estuvo a punto de mandarme al sepulcro»[40]. Nos hablará, después, del encuentro con su amigo Alipio, que se le había anticipado por motivos de estudio y por el deseo de sus padres de que triunfase en el corazón del Imperio. Mientras Agustín permaneció en Roma, Alipio compartió trabajos y preocupaciones con él. Recordando aquellos días, añadirá Agustín: «Se unió a mí con vínculo tan estrecho que marchó conmigo a Milán, ya por no separarse de mí, ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto era más por voluntad de sus padres que suya»[41].

      Su condición de maniqueo le valió a Agustín el hospedaje en casa de un correligionario y tan pronto como se recuperó, se puso a buscar alumnos para sus clases. Por cierto, que muy pronto pudo constatar que los estudiantes romanos practicaban también otras travesuras con los maestros, ya que aquí «se concertaban para dejar de repente de asistir a las clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido»[42].

      Como oyente maniqueo que había llegado a ser, por muy decepcionado que estuviese, decidió acudir a los miembros más importantes de la secta, los electos, que eran los más expertos entre las distintas clases existentes entre ellos, en busca de luces para sus viejos problemas. Al no encontrar solución alguna, añade: «Desesperando ya de poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, aun las mismas cosas que había determinado conservar hasta no hallar algo mejor, las profesaba ya con tibieza y desgana»[43].

      Y, sin embargo, aunque desengañado de sus doctrinas, Agustín no había dejado de relacionarse con ellos, o mejor, ellos con él por considerarlo todavía miembro de la secta; y ellos fueron los que intervinieron ante el prefecto de Roma, Símaco, para que incluyese a Agustín entre los candidatos que aspiraban al cargo de Maestro de Retórica en la ciudad de Milán, a la sazón Capital del Imperio. Estas son sus palabras:

      Cuando la ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de maestro de Retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité presuroso, por medio de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas —de los que, con eso, iba a separarme, sin saberlo ellos ni yo—, que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto, a la sazón, Símaco[44].

      Apuntado, pues, en la lista del concurso, organizado por el propio Símaco y con la recomendación de los maniqueos, que también eran amigos del prefecto, el triunfo era casi seguro; en todo caso, su discurso había sido el mejor. De modo que, tanto Símaco como los maniqueos, enemigos todos de los católicos, se alegraron de su elección, pensando que sería un buen adversario contra el obispo de la ciudad, Ambrosio.

      Sin embargo, la satisfacción de Agustín en aquellos momentos iba por otros derroteros: lo más importante para él era: haber conseguido, por fin, su independencia económica y haber llegado a ser un funcionario importante. Muy pronto iba a tener la prueba, ya que el viaje corrió por cuenta de la municipalidad milanesa, y en los vehículos imperiales atravesó Italia para incorporarse a su nuevo cargo.

      En llegando a Milán, Ambrosio fue la primera persona a la que visitó Agustín; a ello le obligaba la cortesía, dado el alto cargo que venía a desempeñar en la ciudad. Sin duda alguna, ya había oído hablar de él, de su fama, antes de llegar a Milán. Era, por tato, muy lógica esta primera visita. Se ha apuntado también que probablemente Agustín buscaba orientación en aquellos momentos en los que no sabía a qué atenerse, sobre todo, en el campo religioso. De esta manera sencilla se lo cuenta él al Señor:

      Llegué a Milán y visité al obispo Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo la flor de trigo, la alegría del óleo y la sobria embriaguez de tu vino. A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti, sabiéndolo.

      Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje, por su condición de obispo. Yo comencé a amarlo; al principio, no ciertamente como doctor de la verdad, una verdad que yo no esperaba hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo…[45].

      Y estos fueron los motivos iniciales que le llevaron, desde el primer momento, a asistir a sus sermones que, aunque eran menos elegantes literariamente que los del maniqueo Fausto, los superaba con mucho en su contenido, «puesto que, mientras este erraba por entre fábulas, Ambrosio enseñaba saludablemente la salud eterna», interpretación esta que hará una vez convertido, porque entonces «no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía». Sin embargo, a pesar de la decepción que había sufrido en su entrevista con Fausto, no acababa de desprenderse de las doctrinas de los maniqueos, aunque reconocía que la doctrina sobre la salvación, predicada por el obispo Ambrosio, lo «acercaba a ella insensiblemente y sin saberlo»[46].

      Si no como amigo, sí como pastor prudente y amable, Ambrosio sabía cómo actuar con un intelectual del nivel de Agustín, de cuyas andanzas se fue enterando paulatinamente a través de quienes lo conocían y, sobre todo, por parte de Mónica, su madre, que había llegado ya a Milán juntamente con su nuera y el pequeño Adeodato.

      Después de la amable recepción que le había dispensado Ambrosio y el interés mostrado por su viaje, le dirá Agustín al Señor: «Yo comencé a sentir por él gran estima; al principio, no ciertamente por considerarlo como doctor de la verdad, que no esperaba encontrar en tu Iglesia, sino por ser un hombre afable conmigo». Y añadirá que, tras esta primera visita, comenzó a asistir a sus sermones, «no con la intención que debía, sino como queriendo ver si su elocuencia estaba a la altura de su fama». Ahora bien, lejos de defraudarle, confesará: «me deleitaba con

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