El santo amigo. Teófilo Viñas Román
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Baste por ahora la breve presentación de estos dos amigos suyos, con los que iba a convivir muy de cerca en Milán. Y aunque no tan íntimos como estos, sí serán amigos para Agustín aquellos que, desde su llegada a la ciudad, muy pronto se sintieron atraídos por sus dotes naturales. Todos ellos comenzaron a compartir las mismas inquietudes intelectuales, morales y religiosas que, aunque no les dejaban llevar una vida tranquila y feliz, sí podían servirles de acicate en la búsqueda de los medios adecuados para conseguirlo. Pues bien, en una de aquellas reuniones, dialogando sobre todo ello aparecieron las líneas de un proyecto verdaderamente ilusionante para todos. Así nos lo cuenta Agustín:
También muchos amigos, hablando y detestando las turbulentas molestias de la vida humana, habíamos pensado, y casi ya resuelto, apartarnos de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este ocio lo habíamos trazado de tal suerte que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo pondríamos en común y formaríamos con ello una hacienda familiar, de tal modo que, en virtud de la amistad, no hubiese cosa de este ni de aquel, sino que de lo de todos se haría una cosa, y el conjunto sería de cada uno y todas las cosas de todos.
Seríamos como unos diez hombres los que habíamos de formar tal sociedad, algunos de ellos muy ricos, como Romaniano, nuestro paisano, a quien algunos motivos graves de sus negocios lo habían traído al Condado, muy amigo mío desde niño, y uno de los que más insistían en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad por ser su capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en que todos los años se nombrarían a dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo necesario, estando los demás tranquilos. Pero cuando se empezó a discutir si vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos tener, todo aquel proyecto, tan bien formado, se desvaneció entre las manos, se hizo pedazos y fue desechado[62].
A continuación, tras lamentar el fracaso de tan hermoso proyecto, nos dirá Agustín que a ello vinieron a añadirse viejos y nuevos problemas, angustias y preocupaciones, morales y religiosas; y nos recuerda, en primer lugar, que la fiel compañera y madre de su hijo, al no poder casarse con ella (la ley civil lo prohibía, dada la condición social de ella y el alto puesto de Agustín), había regresado a África; con lo que su corazón «había quedado llagado y manaba sangre». En medio de su profundo sentimiento, la alaba y la admira por el voto que ella había hecho de «no conocer otro varón». Abrumado por todo ello, Agustín buscará alivio en el diálogo, sobre todo, con sus dos íntimos amigos:
Y discutía —dice— con mis amigos Alipio y Nebridio sobre el sumo bien y el sumo mal; y hubiera dado, fácilmente, en mi corazón la palma a Epicuro de no estar convencido de que después de la muerte del cuerpo resta la vida del alma y la sanción de las acciones, cosa que no quiso creer Epicuro. Pero yo les preguntaba: ‘Si fuésemos inmortales y viviésemos en perpetuo deleite del cuerpo, sin temor alguno de perderlo, ¿no seríamos felices? o ¿qué más podríamos desear?’ Y no sabía yo que esto era una gran miseria…
Ni consideraba yo, miserable, de qué fuente me venía el que, siendo estos temas tan feos, sintiera yo gusto el tratarlos con los amigos y que, según el modo de pensar entonces, no podía ser feliz sin tratar de aquella fuente, por más grande que fuese la abundancia de los deleites carnales. Porque amaba yo desinteresadamente a mis amigos y me sentía a la vez desinteresadamente amado por ellos[63].
El «amar desinteresadamente a los amigos y ser amado por ellos del mismo modo», con que termina el pasaje, era una hermosa expresión de lo que debía ser la amistad y que Agustín había hecho muy suya, no pocas veces; en estos momentos constituía, de manera especial, una gozosa y elocuente manifestación de lo que ella continuaba siendo para él: una mutua respuesta amical entre él y cuantos compartían sus anhelos e inquietudes. Por otra parte, el problema del origen del mal continuaba vivamente presente en medio del diálogo con sus amigos y es que no acababan de desaparecer los fantasmas inventados por los maniqueos. Acompañado o solo, así le presentaba a Dios su reflexión:
Imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: ‘He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas, como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ved cómo las abraza y llena. Pero si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué se ha colado en el mundo?[64].
Y aunque sin aclararse del todo, confiesa que, cada vez más, se le iba pegando al corazón la creencia en Jesucristo y en la Iglesia. Es lo que le dice al Señor al final del citado capítulo:
Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina; mas, con todo, no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más en ella[65].
5.4. Alipio y Nebridio, los amigos íntimos de Agustín
Aunque muy brevemente, ya se ha hecho la presentación de uno y otro, como miembros de aquel numeroso grupo de amigos de Milán que trazaron el fracasado proyecto de vida en común; el hecho de ser los amigos más íntimos y predilectos de Agustín y estrechos copartícipes de sus angustias e inquietudes, hallazgos y alegrías vividas con él, obliga a añadir algo más de lo mucho que él nos cuenta sobre estos dos jóvenes amigos.
Alipio, «el otro yo de Agustín»
Algo más joven que Agustín, su relación amistosa con él se inició, siendo alumno suyo, cuando su paisano abrió escuela en Tagaste. Posteriormente, al tener que marchar Agustín a Cartago, después de la muerte del «amigo anónimo», allí se encontró con Alipio, que estaba cursando leyes; y será en esta misma ciudad donde se forjará definitivamente una estrecha amistad entre los dos, a pesar de que el padre de Alipio le había prohibido la asistencia a las clases de Agustín por causa de una «cierta discusión» que había tenido con él[66]. La vuelta a la anterior amistad se dio así:
Alipio era muy aficionado a los espectáculos circenses, afición que Agustín detestaba profundamente. Este no se atrevía, sin embargo, a censurárselo, por pensar que el joven estaría enfadado con él por lo de su padre, «aunque, en realidad, no era así, puesto que, dejada a un lado la voluntad paterna en este asunto, había empezado a saludarme, viniendo incluso a mi aula, donde me oía y luego se iba»[67]. Cierto día criticaba Agustín en una de sus clases los males del circo, al tiempo que entraba Alipio y se sentaba, como de costumbre, entre los demás alumnos. Las palabras del maestro calaron tan hondamente en su corazón, que «tomó para sí lo que yo había dicho y creyó que sólo por él lo había dicho, y, así, lo que hubiera sido para otro motivo de enojo para conmigo, él, joven virtuoso, lo tomó para enojarse contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí»[68].
Agustín había ganado al amigo por antonomasia, al que se referiría muchas veces como el inseparable «hermano de mi corazón». De inmediato la amistad y la admiración por él le llevó a profesar con él la doctrina maniquea, cuyos tortuosos caminos hasta salir de ella correrán conjuntamente. Ya se ha dicho que, por dar gusto a sus padres, más que por gusto personal, hubo de trasladarse a Roma, con el fin de terminar allí sus estudios de jurisprudencia y quizás con la secreta esperanza de que su amigo Agustín le siguiera más tarde. Y, en efecto, no mucho después allí arribaba este, lleno de ambiciones y proyectos.
Nos dice Agustín que en algunos juicios en que participó Alipio, tanto en Milán como en Roma, «su integridad fue probada, no solo con el cebo de la avaricia, sino también con el estímulo del temor…. Pero consultada la justicia, se inclinó por lo mejor, prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, al poder que se lo consentía… Así era entonces —terminará diciendo Agustín— este amigo tan íntimamente unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que habríamos de seguir»[69]. Hay que añadir que todo lo que este escriba sobre Alipio en las Confesiones