René Descartes: El método de las figuras. Pablo Chiuminatto
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Podemos decir que nuestro filósofo demuestra cierta cercanía a su propia doctrina de la imagen solo en algunos momentos, puesto que en otros, por ejemplo aquellos que competen a la publicación de sus libros, debe contravenir sus propias premisas para establecer aquel otro fin necesario de la demostración, por medio de ejemplos claros en términos gráficos, es decir, visuales: la elocuencia del razonamiento.
Descartes es antes que nada un filósofo, esto es indiscutible. Conocemos su pensamiento a través de sus escritos, los que permanecen como documentos de su investigación filosófica y científica, así como también de su vida como autor. Sus publicaciones son un testimonio fundamental de su trabajo como escritor y componen un conjunto bibliográfico de indudable riqueza.
Al inicio del siglo XVII el libro había evolucionado de manera relativamente homogénea en toda Europa y las corrientes de transferencia establecidas por los impresores y sus cónsules económicos generaban una intensa circulación, tanto al interior como al exterior del continente. La disposición de Descartes frente al libro como instrumento de conocimiento es, en cierto sentido, ambivalente. Su postura es favorable cuando el libro es entendido como herramienta de divulgación, pero negativa cuando considera que permite la sobrevivencia de antiguas doctrinas, las que por el solo hecho de pertenecer al pasado son consideradas verdaderas, cuando —desde su punto de vista radical— en realidad son solo antiguas6.
Aun así, después del período de su formación intelectual, Descartes reconoció la necesidad de imprimir sus escritos, siendo consciente de las posibles consecuencias que eso podría traer a su vida. Su primera obra aparece bajo la forma de un libro tipo misceláneo, sin nombre de autor: Discours pour bien conduir sa raison et chercher la vérité dans les sciences, seguido por tres ensayos científicos, la Dioptrique, los Météores y la Géométrie. Los tres ensayos fueron ampliamente ilustrados con más de un centenar de láminas concebidas por el joven Frans van Schooten (1615-1660), quien en ese momento tenía apenas 21 años y que trabajó en el Discours en los talleres de la imprenta de Jan Maire, en Leiden, empresa cuyo periodo de actividad se extiende entre 1605 y 1662 aproximadamente7.
Si bien se sabe poco respecto de las láminas de los ensayos científicos que acompañan el Discours y todavía menos sobre aquellas publicadas después por Descartes para la edición de los Principia de prima Philosophiae (1664), sí es posible rastrear algunas noticias a través de la correspondencia sostenida entre nuestro filósofo y Constantijn Huygens (1596-1687), entre el mes de junio de 1635 y el mes de enero de 1637, y de otros pasajes extraídos de las cartas enviadas a su principal interlocutor, Marin Mersenne (1588-1648) en distintos momentos de una larga relación epistolar, en la que Descartes refiere las vicisitudes experimentadas con sus impresores8.
Con estos indicios como base, en este estudio examinaremos los elementos figurativos usados por Descartes en sus libros como “material histórico concreto”, para usar la expresión empleada por F. Saxl9. El repertorio de láminas corresponde principalmente a los ensayos que acompañan el Discours, y será puesto en diálogo con algunas de las imágenes de las publicaciones póstumas, como la versión en latín de De Homine, de 1662, hecha por Florent Schuyl (1619-1669), y aquella que hizo Claude Clerselier (1614-1684), L’Homme, 1664. En la parte final del libro, con la misma metodología, presento dos recorridos: el primero indaga sobre algunos de los dichos usados por Descartes en el Compendium Musicæ (escrito en el año 1618 pero publicado solo después de su muerte, en 1650); y, el segundo pone en evidencia la riqueza simbólica que se concentra —entre líneas— en sus escritos, a partir del estudio de una frase que aparece en una carta dirigida a Mersenne. Todo esto, pensado como el conjunto más adecuado para integrar un aspecto de la argumentación teórica de aquella disciplina —usando las palabras de Robert Klein para referirse a la propuesta de Aby Warburg— que, al contrario de tantas otras, “existe pero no tiene nombre”, y que es la “historia de las imágenes”10.
Descartes tiene un rol eminente en la historia del pensamiento occidental y representa un lugar de autoridad bien preciso. J. Burckhardt, reflexionando sobre la figura de Pitágoras, en 1884, recuerda cómo en el siglo VI a. de C. la figura mítica del pensador jónico emerge bajo el efecto de una “fuerza irresistible”, representada por la tendencia, tanto de los antiguos como de los modernos, para adaptar su figura “a propósitos establecidos sólo posteriormente”. Así, personajes de este género, no solo nos obligan a superar cierto velo épico, sino que nos empujan a considerar —continúa Burckhart— que ciertos aspectos necesariamente deben enfrentarse con la “invención”, no como si se tratase de una novela histórica, pero sí “con la arbitrariedad de la selección subjetiva del material, en la distribución de los acentos y en la tentativa de adivinar los motivos, en el caso de que éstos no nos hayan sido transmitidos aún”11.
De esta manera, si se intenta estudiar la herencia de Descartes, debemos considerar principalmente al propio autor como figura. No la representada por los retratos que nos permiten imaginar su apariencia, sino otra, aquella presencia que ha sido fijada a través de la historia de la filosofía y de la ciencia, hasta volverse una figura de autoridad en sí misma, con todos los matices —o ausencia de ellos— que esto implica.
La figura de Descartes —tal como decía antes— se asocia a la historia de la filosofía y la ciencia, y esto, de algún modo, define su rol como entidad intransferible a otros aspectos del estudio de la cultura. Esta situación es más bien contradictoria si se considera que fue precisamente él quien combatió algunas de las formas más monolíticas de autoridad, ante el consenso filosófico y científico de inicios del siglo XVII. Podemos ver, retrospectivamente, cómo aquella disposición que en su tiempo era reconocida como original, rebelde y crítica, se vuelve exactamente lo contrario. Su estilo —caracterizado por la transformación del método del conocimiento, por su innovadora búsqueda de la verdad, y principalmente por su rol como promotor de una orientación vital fundada en la experiencia personal, en cuanto dimensión de diálogo y disputa interna frente a las doctrinas establecidas—, se vuelve en sí mismo modelo de rigidez e inflexibilidad canónica, tanto en términos teóricos como formales, encarnado en el racionalismo cartesiano. Esta catalogación sufre transformaciones durante el proceso —digamos histórico— de constitución de su figura como autoridad, y fija la silueta de Descartes y la impronta de su pensamiento bajo la rigidez de una doctrina inamovible, la que, a veces, logra dominar incluso aquellos otros aspectos de su obra, científicos y también humanistas, si me permiten el uso de este término.
Por otra parte, la figura de Descartes ha generado ciertos relatos fabulosos y míticos derivados de anécdotas más o menos precisas. En el caso de la celebridad de Descartes, se observa un tránsito similar entre vida y doctrina, donde sus afirmaciones como autor son consideradas prácticas de vida, hecho que transforma la conducta histórica del personaje, bajo el halo de la ilusión de una transitividad total al interior de su obra. Vida y obra del autor son supeditadas a la óptica de la autoridad y del prestigio que sus epígonos proyectan retrospectivamente, buscando convertir a Descartes en un cartesiano, dualista, racionalista, entre otras encarnaciones.
Es en este punto donde encontramos uno de los nudos que podrían servirnos para explicar el hecho que ha permitido el retraso en la llegada a un análisis en torno a las imágenes científicas de los libros de Descartes. Se trata, precisamente, de un efecto de autoridad, una especie de retorno a cierta prohibición, la que actuaría sobre la obra y la doctrina cartesiana e impondría la imposibilidad de combinar algunos aspectos fuera de esta consecuencialidad —idealizada— al interior de su doctrina filosófica. Una lógica imposible, representada por la coincidencia