El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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—Como si alguien te da paso y cuando cruzas, acelera.
—Posiblemente. Pero cuando hablamos con los familiares y el cliente, no observamos nada que nos indicase esa posibilidad. En el transcurso de la investigación no descubrimos nada que indicase que el hecho no había sido fortuito.
—Gracias otra vez. Despídame de sus compañeros. —Se estrecharon las manos y se marchó.
Por la tarde, el Comisario les entregó un expediente con todo lo relacionado sobre la denuncia que en su día presentó una joven portorriqueña contra Alberto Poncel por agresión e intento de violación. Las presiones de los abogados de la familia Poncel para enterrar todo lo relacionado con la denuncia, al retirarla la joven, fueron sorprendentes. Pero la inspectora Clara Fornes mantenía en sus archivos toda la documentación relativa a la denuncia. Durante dos días Vicente y Arturo estuvieron indagando sobre las dos jóvenes relacionadas con Alberto. Al segundo día, por la tarde, los dos inspectores se reunieron en el cubículo que tenían como despacho. Eran casi las ocho de la tarde. Juntaron las dos mesas y como si de un puzzle se tratase desplegaron toda la información que ambos habían reunido: datos suministrados por diferentes organismos, inmigración, seguridad social, catastro, tráfico, etc. También solicitaron información de si existía algún antecedente policial, tanto tramitado por la Policía Nacional como Municipal. La solicitaron por los conductos reglamentarios. También, informes de sus respectivos países de origen, los cuales tardarían unos días en suministrárselos.
En una mesa, todo lo relacionado con María del Carmen Aranda del Río: veinticinco años; entró a España en agosto de 2005 por el aeropuerto de Barcelona, procedente de San Juan, capital de Puerto Rico, donde además, nació; con visado de turista. Nada consta de la joven hasta septiembre de 2006, un año después: ni domicilio, ni trabajo; tampoco datos bancarios, ni policiales; no requirió asistencia médica en ningún centro público. Nada de nada hasta que aparece en Valencia. Solicita un permiso de trabajo y en las tramitaciones empieza a trabajar en una cafetería de la calle Colón, frente al gabinete donde trabaja Poncel. Abre una cuenta bancaria y alquila un piso para ella sola. Dos meses después de ponerse a trabajar, presenta una denuncia contra Alberto y la retira a los ocho días. Al día siguiente, se marcha a su país.
La denuncia fue presentada por agresión e intento de violación. La declaración del taxista ratificaba lo que la joven manifestó.
Entre los informes policiales constaba el realizado por el médico forense, que dictaminó unas agresiones que se ajustaban a las declaradas en la denuncia.
Alberto Poncel asumió que cenó con la joven y después la dejó cerca de su casa. Negaba todo lo demás.
La joven fue a trabajar al día siguiente, pero el propietario declaró a la policía en las investigaciones posteriores que la chica no estaba en condiciones de trabajar, a pesar de que ella intentaba terminar su jornada. Volvió unos días después y solicitó la baja voluntaria. El dueño del establecimiento expresó que la joven la solicitaba porque quería volver a su país.
En la mesa de al lado trabajaban con lo que habían averiguado previamente de Mónica Ortega Valdés. La tarea de dos días no aportó prácticamente nada nuevo a lo que ya sabían.
Se miraron.
—Dime que no puede ser verdad.
—Esto me huele a gato encerrado.
—¿Cómo huele un gato encerrado? —preguntó Arturo.
—Mal, muy mal.
Sufur Kalan vivía en un piso alquilado en Valencia. Llevaba dos días intentando localizar por teléfono a su primo Salín. Estaba preocupado. No era para menos. Sus chanchullos les dejaban una buena pasta, pero los riesgos eran terribles.
Omar Salín trabajaba para Mustafá Hassan.
Mustafá Hassan, conocido como el Sr. Zagora, era uno de los hombres más importantes del mundo de la droga en Marruecos. Nunca salía del país, tenía su centro de operaciones en Casablanca, una ciudad cosmopolita, la mayor ciudad del país con más de tres millones de habitantes, y el principal puerto marítimo de Marruecos. Junto con Casablanca, las ciudades de Marrakech, Fez y Tánger eran los centros neurálgicos de su extensa organización.
Empezó con pequeños envíos de marihuana y hachís a España. Poco a poco amplió los destinos de su mercancía a Italia, Francia, Alemania, etc.
Contactaba con mafias de la zona y él se convirtió en un mero suministrador. Los beneficios eran menores, pero los riesgos también. Además, Hassan se despreocupaba de los canales externos de distribución. Con el tiempo contactó con proveedores de cocaína, todos de Sudamérica. Cambiar a las nuevas drogas era más arriesgado, pero los beneficios también eran mucho mayores. A estos les era más fácil y menos arriesgado mandar la mercancía a países africanos donde Hassan la recogía que mandarlos a Europa, donde los controles aduaneros eran muy estrictos. Luego Hassan la suministraba por los canales que previamente había formado y utilizaba los mismos contactos que poseía en Europa. Pagando enormes cantidades de dinero para sobornos, creó un paraguas de protección en los países de su entorno.
Investigó formas para cultivar en zonas desérticas. La cocaína era un filón de oro. En ese momento poseía plantaciones de marihuana y coca en los lugares más inhóspitos de Marruecos y sobre todo, del país vecino, Argelia. Con dinero todos los problemas se solucionaban y Mustafá Hassan tenía mucho, mucho dinero. Si en la zona de su plantación no había agua, se transportaba en tráiler.
Seguía manteniendo contactos con diferentes cárteles de la droga en Colombia y Brasil, pero si antes le suministraban toda la cocaína, ahora necesitaba de ellos solo un treinta por ciento de lo que servía. El setenta por ciento restante lo recogía de sus propias plantaciones. También había creado laboratorios de mezcla de sustancias químicas para poder servir drogas sintéticas.
Tenía por norma no salir de Marruecos, principalmente por seguridad y después por comodidad. Itinerantemente cambiaba de residencia por diferentes ciudades de Marruecos, todas ellas mansiones de lujo, apartadas del mundanal ruido. En su interior acumulaba hasta el último detalle de lo que su imaginación le pudiese pedir. Él organizaba y supervisaba todo, contaba con cuatro hombres de su más absoluta confianza; ellos eran sus ojos, sus oídos, su voz y también sus manos. Estos hombres eran los responsables de las diferentes estructuras de una impresionante maquinaria de hacer dinero. Mustafá había aprendido mucho de los cárteles colombianos, sobre todo a dividir los riesgos en departamentos independientes
Él y sus cuatro hombres de confianza se reunían como lo haría una junta de una gran multinacional. Mustafá les había enseñado, como si de un credo se tratase, que su principal misión era crear varias redes, cada una de ellas divididas en demarcaciones que se gestionaban de forma autónoma y estanca, sin tener conocimiento de la existencia y funcionamiento del resto. Al frente de esos departamentos, había individuos que se responsabilizaban con su vida de la buena gestión de su parcela. Esas personas y todos los que trabajasen en la organización, aunque no supiesen a ciencia cierta que pertenecían a un proyecto mucho más amplio, tenían que saber que por su trabajo, su lealtad y su silencio, cobrarían un muy buen sueldo y que nada les faltaría a sus familias. Los hombres de confianza de Mustafá insistían a sus responsables en las diferentes áreas dentro de la organización que no escatimaran esfuerzos y dinero con los miembros inferiores.