El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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cuenta del don innato que poseía el chico y lo aceptaría. Pero también comprendía que este, como muchos otros al principio, se sentía reticente a realizar ningún favor a Cecilia por miedo a que en un futuro se viesen obligados a volver a ayudar a la congregación. La fama de persistente y tenaz que se había creado en conseguir recursos para sus necesitados le precedía.

      Había accedido a realizar la prueba al joven pero el coste, por muy portentoso que resultase ser, era harina de otro costal. No quería sentar precedentes.

      Bajó dos paradas después de la que se encontraba la Casa Grande.

      Cecilia Padilla había diversificado la procedencia de los recursos que recibía tanto como había podido. No solo recibía comida, ropa y medicinas por diferentes canales. También contaba con apoyo permanente por mediación de Médicos sin Fronteras. No había ni un solo día del año que no trabajara en el dispensario al menos un médico. Contaba, además, con la colaboración de personas de la comunidad, sobre todo mujeres. Ahora el comedor era utilizado exclusivamente por los jóvenes que estudiaban en el centro y algunas madres con niños pequeños; al resto se le repartía la comida en bolsas individualizadas; de esa forma se descongestionaba la actividad del centro. También les llegaba regularmente la contribución de empresas y personas de clase media-alta ingresando sus donativos en cuentas gestionadas por la congregación. Y en ocasiones concretas, Cecilia requería otro tipo de cooperaciones, como en esta ocasión.

      —¿Cuál es el problema? —preguntó Arturo Do Silva. En su despacho se encontraba, de pie y a su derecha, su hombre de confianza, Ernesto Domao. Sentados frente a ellos, el encargado de uno de los clubes de Arturo y una joven empleada que ejercía la prostitución en él.

      —Explícaselo tú misma —le dijo el encargado.

      —Es por mí exmarido. —A la joven se le quebró la voz, se ruborizó y su indecisión aumentó. Era la primera vez que hablaba con su jefe.

      —Serénate —le tranquilizó Arturo. Sacó una hoja de una carpeta—. Tú nombre es María Oliveira. Conozco a tu madre desde hace mucho tiempo. ¿Cómo se encuentra?

      —Bien, gracias.

      —También conocí a tu padre, que en gloria esté. Buen hombre. —María se relajó, levantó los ojos y lo miró a la cara—. Tómate tú tiempo y explícame qué ocurre.

      —Yo vivo con mi madre, mi hermano pequeño y mis dos hijos. —Eso constaba en la ficha que tenía Arturo en sus manos—. Mi marido nos abandonó hace más de tres años, maldito el día que lo conocí. Nos dejó con una mano delante y otra detrás, pero yo me alegré. Era muy violento y se le iba la mano conmigo y con los pequeños. Entonces empecé a trabajar para usted.

      —Continúa.

      —Estoy muy contenta de trabajar en el club, ¿sabe? —La prostitución es una de las mayores formas de buscarse la vida entre las mujeres de Río. Y en ese mundo trabajar para Arturo era un lujo. Una furgoneta recogía a las chicas, y las dejaba en sus diferentes clubs, la mayoría en zonas turísticas. Al finalizar, las recogía y las devolvía al mismo lugar. Tenían un sueldo más unos incentivos. Trabajaban en un sólo lugar, limpio, con sus revisiones médicas y no tenían que aguantar a ningún chulo. No podía quejarse—. Como le decía, se fue hace más de tres años. Bien, pues el muy cabrón hace mes y medio apareció por casa, me pidió dinero y se marchó. Volvió a los tres días, quería más dinero y se lo negué. Lo necesitaba para drogarse, iba muy pasado. Nos pegó y le tuvimos que dar lo que teníamos. Ahora está viniendo por el club, quiere obligarme a que lo deje y trabaje para él.

      —Ayer volvió y nos montó una pajarraca. He averiguado que tiene amigos en la zona oeste —explicó el encargado.

      —¿Qué amigos tiene? —preguntó Arturo.

      —Los hermanos Boa Vista. Pero también me han comentado que están hasta los cojones del pringado este. La droga lo ha echado a perder.

      —¿Qué quieres que haga yo? —le preguntó a la joven. Domao, de pie, sonrió. Siempre hacía esa pregunta, pero él sabía que su jefe ya había decidido lo que se tenía que hacer.

      —Sé que es un hombre muy ocupado. Pero también sé que usted se preocupa por sus chicas, por eso estoy aquí. Necesito que me ayude. No quiero saber nada de ese cabrón.

      —Yo no tengo chicas, tengo empleadas.

      —Perdone.

      —Vete y veré que se puede hacer.

      —Gracias otra vez —dijo la joven mientras se levantaba. Justo cuando salía acompañada del encargado, se asomó un hombre por la puerta abierta.

      —Arturo, tenemos abajo a la monja. Pregunta por ti.

      La monja. Era innecesario especificar a qué monja se refería. Estuvo tentado de decirle al hombre que se encontraba en el marco esperando una respuesta que pusiera una excusa para no recibirla. Siempre su primer impulso era el mismo, pero sin tener una explicación razonable, terminaba recibiéndola, aún sabiendo que venía a pedirle algo. Y él siempre terminaba cediendo y concediéndoselo.

      —Dile que espere dos minutos.

      —De acuerdo.

      —Terminemos esto —apremió a su hombre de confianza una vez estuvieron solos—. Habla con los Boa Vista. Nuestra relación con ellos es de mutuo respeto, no quiero que por esta mierda existan malos rollos. Diles directamente el problema que tenemos y tantea a ver el grado de unión que tienen.

      —¿Si detecto que lo apoyan?

      —Me lo dices y hablaré personalmente con ellos. No creo que haga falta, pero ándate con tiento. Esos hijos de puta son muy susceptibles.

      —¿Y si pasan del pringado?

      —Entonces contactas con los hermanos Siqueira. —Ni eran hermanos ni ese era ninguno de sus apellidos. Eran dos policías militares corruptos. Estaban en la nómina de Do Silva y lo que más apreciaba Arturo de esta pareja es que comprendían e interpretaban lo que se les pedía a la perfección. Eran profesionales, trabajaban siempre juntos, sabían lo que tenían que hacer y lo realizaban de forma fría, sin impulsos. El procedimiento uno era disuasorio: una conversación con el sujeto, acompañado de un par de hostias para que comprendiesen el mensaje y a volar. El número dos era, tal vez, el más complejo: debía ser expeditivo, enérgico y concluyente. El individuo tenía que comprender sin ambages lo que se le exigía y sus consecuencias si no lo hacía. Era importante no pasarse, pero también no quedarse corto. Los hermanos terminaban normalmente rompiéndole una pierna. Consideraban que dejarle una leve cojera era el mejor recordatorio del mensaje que le habían transmitido. El número tres era el más sencillo: lo coges de una forma discreta, lo matas sin provocar ningún escándalo, lo metes en una bolsa de lona trenzada con un buen peso y lo tiras al mar. Los hermanos disponían de una barca para ese cometido y además, se consideraban unos buenos pescadores. En pocas palabras, total desaparición del problema.

      En ocasiones, la propia muerte de un hombre era el mensaje destinado a otra persona. Pero eso exigía órdenes más concretas y no tenía nada que ver con el procedimiento número tres.

      —¿Qué tratamiento le damos al amigo? —preguntó, mirándose las uñas y adivinando de antemano qué respondería su jefe.

      —Con el número dos creo que se resolverá el problema.

      —De

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