El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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casa y continuar con el juego. Aún así, él paró en un solar, la golpeo e intentó violarla. En el forcejeo ella consiguió salir, corrió hacia la carretera y paró un taxi. Hablamos con el taxista, confirmó la declaración de la joven y comentó que además de faltarle un zapato, no paró de llorar en todo el trayecto.

      —¿No buscaría sencillamente sacarle pasta?

      —Lo normal cuando el motivo es sacar pasta al chico rico es ir acompañada de un buen informe del hospital, un abogado y llorando como una magdalena. En este caso concreto, fue Clara la que le insistió en que denunciase. Una vez puso la denuncia, la llevamos al médico forense.

      —¿Qué dijo el médico?

      —Presentaba lesiones leves en cara, cuello, brazos y en la pierna izquierda. También confirmó que dichas lesiones se habían producido en un espacio de tiempo de entre doce y veinticuatro horas.

      — Llegasteis a hablar con él?

      —Sí. Reconoció que, efectivamente,habían cenado juntos, que tomaron una copa y después la dejó en Blasco Ibáñez. Justo cuando iniciábamos los trámites judiciales, ella retiró la denuncia y todo se paralizó.

      —Gracias por la información. Si te parece, esta semana te llamo, tomamos un café y hablamos.

      —Claro, lo que necesites.

      —Dame tu número de teléfono.

      —Tomate nota.

      Vicente anotó el número y se despidieron. Recostó la cabeza en el mullido sillón. Cerró el libro, había perdido la concentración necesaria para poder disfrutar de la lectura.

      Hacía mucho tiempo que había dejado de preguntarse qué ocurría en la mente de personas aparentemente normales, para cometer actos tan execrables, qué engranaje se rompía para desencadenar acciones tan despreciables. Desde lejos, con la visión del suceso sentado en el sofá y viéndolo por televisión en el telediario, tenemos la sensación de que hay algo irreal y lejano en la noticia. Escuchamos al vecino que comenta: «se trataba de un joven tranquilo y educado, llevaba todas las mañanas a los niños al colegio y parecía adorable. Pero esta mañana ha estrangulado a su mujer tras una discusión y luego ha tirado a los niños por la ventana». Tenemos la sensación que es parte de una película, pero cuando eres policía y tienes que cubrir con la manta a los niños desmembrados en la acera, tu visión del mundo es otra realidad, una realidad que no puedes contar. Te la tienes que tragar.

      Alberto Poncel era un hombre joven, bien situado, sin problemas económicos, con un futuro prometedor y con un físico aceptable. No tendría problemas para relacionarse con mujeres. Pero Vicente hacía tiempo que había dejado de preguntarse los motivos por los que se cometen estos actos. No era menos cierto que Vicente Zafra tenía la obligación de buscar, como una pieza más de ese rompecabezas indescifrable y cruel, el móvil de todo crimen.

      En muchas ocasiones, localizar el motivo conduce al culpable. Pero cuando el móvil es solo la excusa, nada tiene sentido. Por eso no dejaba de preguntarse: «¿qué le mueve a usted a matar, Sr. Poncel?».

      El lunes, a media mañana, fueron llegando los informes sobre los resultados de todas las pruebas forenses que se habían realizado en el transcurso de la investigación. Todas ratificaban las pruebas aportadas la semana anterior.

      Confirmaban muestras de ADN y huellas dactilares de Mónica Ortega, no sólo de dentro del vehículo, sino también del apartamento de Alberto Poncel. En unos zapatos encontrados en el registro de su vivienda se hallaron muestras de tierra con composición química idéntica a la analizada en el lugar del crimen. Pero lo que más ansiaban recibir los inspectores, eran los relativos a los seis tubos metálicos encontrados en el trastero. Los informes indicaban que en un primer examen les llamó la atención que uno de los seis presentaba una limpieza extraordinaria respecto a los cinco restantes. Estos cinco tenían el polvo propio de estar guardados durante un tiempo en el trastero, a pesar de estar dentro de una bolsa. Pero en uno de ellos se había realizado una limpieza concienzuda, tanto en su exterior, como en su interior. No obstante, en la rosca interior se había hallado restos de sangre. Fue necesario un meticuloso proceso de extracción para conseguir una pequeña muestra de ADN. Al compararla con la de la joven asesinada, esta dio positivo. Esa prueba, más las marcas dejadas sobre la piel, confirmaba sin ninguna duda que se trataba del arma utilizada en el crimen.

      Tras leerlos detenidamente, los inspectores se dirigieron al despacho de su superior. Como el viernes anterior, dentro les esperaba él, Córdoba y el fiscal. Tras examinar todos los informes se centraron en el que más interés despertaba, el relativo al arma homicida. Después, Vicente les relató la conversación mantenida el domingo con Francisco del Monte. El Comisario puso el grito en el cielo y prometió que esa misma tarde contaría con toda la documentación relativa a esa denuncia. Era impensable que hubiera desaparecido por muchas presiones e influencias que hubiera ejercido el padre. Eso supondría que el detenido era reincidente. El fiscal comunicó que presentaría los cargos por asesinato esa misma tarde.

      El sábado, dos inspectores habían tomado declaración al detenido. Negó todos los hechos y también ratificó no conocer a la joven. En ese primer interrogatorio el detenido estuvo acompañado por su abogado y, a excepción de esas negativas, no contestó a ninguna otra pregunta.

      No obstante, Vicente y Arturo quedaron con el Comisario en realizar otro interrogatorio. Llamaron a su abogado y a los treinta minutos este se presentó en comisaría. Cuando los inspectores entraron en el cuarto de interrogatorios, los esperaba demacrado, con barba de dos días, la misma ropa que cuando lo detuvieron el viernes y recibiendo instrucciones de su abogado en susurros.

      —Buenos días —saludaron los inspectores. Se sentaron frente al detenido y su abogado. Poncel tenía la mirada perdida —. ¿Cómo se encuentra? —preguntó Vicente.

      —Está usted muy irónico, Sr. Inspector —le respondió el detenido sin levantar la mirada.

      —Perdone, no era mi intención parecerlo. ¿Quiere un café?

      —No.

      —Mi defendido ya hizo la correspondiente declaración el sábado, señores. Hasta que no se presenten los cargos no realizaremos ninguna otra declaración y mucho menos contestará a ninguna pregunta. Y sepan, señores inspectores, que mi defendido ha permanecido todo el fin de semana detenido por su inoperancia. Espero que los cargos tengan alguna consistencia porque de no ser así, los vamos a denunciar. Utilizaré toda la fuerza de la ley para que ustedes no vuelvan a abusar de su autoridad. ¿Me han entendido?

      —Le hemos entendido y le comprendemos. Necesitamos hacerle sólo dos preguntas.

      —Creo que no me he explicado con la suficiente claridad. —Poncel puso una mano sobre el brazo de su abogado y este asintió con la cabeza—. No creo que sea lo más conveniente —le aconsejó.

      El detenido movió la cabeza afirmativamente. Su abogado levantó los hombros en un acto de impotencia y con las manos le indicó al inspector que preguntase. Vicente le escrutó con la mirada y decidió disparar con artillería pesada. De todo lo que les revelase, el abogado tendría constancia esa misma tarde cuando se presentaran los cargos.

      —¿Es suyo esté móvil? —Dentro de una bolsa transparente se encontraba el móvil encontrado en el trastero.

      —No —contestó, tras mirarlo detenidamente sin llegar a tocarlo.

      —Niega categóricamente conocer a esta joven y haber mantenido una relación

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