El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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abogado iba a inmiscuirse en la declaración cuando Vicente empezó a relatar los hechos para sí mismo, como si estuviese repasando en voz alta los resultados de la investigación, sin mirar al detenido, ni esperar contestación por su parte.

      —Está confirmado que el vehículo, marca BMW, propiedad del Sr. Poncel estuvo en el escenario del crimen. Tenemos confirmadas huellas y ADN de la joven asesinada, tanto dentro de dicho vehículo, como en el interior de su vivienda. También se encontró sobre la víctima, en el escenario del brutal crimen, restos de ADN de Alberto Poncel. Este móvil fue encontrado en el trastero que se encuentra junto a la plaza del aparcamiento de su propiedad. En él consta una continua relación de llamadas entre este teléfono y el de la joven asesinada. El arma homicida, un tubo de acero, estaba dentro del trastero antes mencionado. Las cerraduras de la vivienda y de este trastero no presentan indicios de haber sido forzadas ni manipuladas en modo alguno. —Dejó de hablar, levantó la mirada y sin pronunciar palabra, utilizando únicamente la comunicación visual, le inquirió a que negara lo que los hechos demostraban.

      —No contestes —se apresuró a pronunciar el abogado.

      —No puede ser —acertó a balbucear el detenido —. Ese móvil no es mío, todo eso que dice es mentira.

      —Te repito que no contestes. —El abogado se levantó en un intento desesperado por controlar la situación—. Mi defendido no tiene nada más que decirles. Salgan inmediatamente.

      —Son las pruebas quiénes le acusan, no es nada personal, créanme.

      El detenido se puso en pie. Iba a explotar, estaba descontrolado. Los inspectores conocían lo crucial de ese momento. Permanecieron en silencio esperando que, desbordado por la situación, con la mirada ida, se desmoronase. El abogado intervino. El momento era crítico para su defendido, conocía las argucias de los comisarios. Se interpuso entre los inspectores y su defendido.

      —Cállate —le gritó—. Salgan inmediatamente o los acuso de acoso e intimidación. Déjennos solos.

      Los inspectores se levantaron. Alberto se tapaba el rostro con ambas manos y empezaba a llorar desconsoladamente. Justo cuando ambos agentes salían, se escuchó como el detenido repetía: «Soy inocente».

      Por la tarde se presentaron los cargos. El juez dictaminó inmediatamente prisión provisional sin fianza. Su abogado recibió la documentación relacionada con la investigación. A las seis treinta, los inspectores se disponían a regresar a su casa cuando recibieron una llamada. Contestó Arturo.

      —Inspector Broseta, ¿dígame?

      —Buenas tardes. ¿Podría hablar con el inspector Vicente Zafra? —Arturo le pasó el teléfono a Zafra.

      —Buenas tardes —repitió quién llamaba—. ¿El inspector Vicente Zafra?

      —Soy yo. ¿Con quién hablo?

      —Perdone que le moleste tan tarde. Soy Jaime Poncel Peña, padre de Alberto. Soy consciente de lo irregular de contactar directamente con ustedes, pero necesito hablar con ustedes. Es muy importante.

      —No hay nada de irregular que usted hable con nosotros. Además, las dependencias policiales están abiertas al público. —Vicente dejaba constancia de que cualquier contacto entre ambos se enmarcaría dentro de los limites estrictamente profesionales. Si deseaba comunicar algo tendría que ser a ambos inspectores, descartando implicaciones a título personal. Recordaba lo que le comunicó el inspector Francisco del Monte sobre el posible chanchullo con la denuncia de la joven hacía dos años.

      —¿Se encuentran en la jefatura de Fernando el Católico?

      —Efectivamente.

      —¿Tienen algún inconveniente que nos reunamos dentro de un rato?

      —Estábamos terminando —contestó Vicente mirando el reloj.

      —Será un momento. Puedo estar ahí en diez minutos —insistió el padre del detenido.

      —De acuerdo. Le esperamos. Viene el padre de Alberto Poncel. Quiere hablar con nosotros —le dijo a Arturo después de colgar, que por cierto lo miraba con expresión de enojo.

      —No hay forma de terminar ningún día pronto. ¿Crees que tardaremos mucho? —preguntó—. He quedado con la joven de la que te hable para cenar.

      — No tengo ni idea de lo que querrá el buen hombre. Prepara la grabadora y hagámoslo de manera oficial.

      A los diez minutos exactos llamaron de la entrada. Jaime Poncel preguntaba por ellos. Dieron su consentimiento y Arturo se acercó a los ascensores a su encuentro. Tras las presentaciones, Vicente examinó detenidamente al hombre que se encontraba junto a Arturo. Tendría sobre sesenta y cinco años, vestía con un traje oscuro, camisa blanca y corbata a rayas, delgado. Mediría un metro setenta, pero se movía erguido y parecía ser más alto. De facciones duras e impasibles, sería un buen negociador o jugador de póquer. Pelo canoso, transmitía autoridad, dominio, tanto de sí mismo como de cuanto lo rodea. «Tenía que ser un buen manipulador», fue lo último que pensó Zafra de su rápido análisis.

      —Siéntese, por favor —le indicó Vicente señalando la única silla que se encontraba en el espacio entre las dos mesas. Arturo sacó su propia silla y se sentó junto a Vicente—. Usted dirá.

      —En primer lugar, quiero que sepan que estoy aquí en calidad de padre del detenido, con preocupación y angustia, como ustedes comprenderán.

      Los inspectores se limitaron a asentir con la cabeza y el otro continuó.

      —Tampoco quiero que interpreten mal mis palabras. No pretendo interferir en sus investigaciones, ni abusar de su comprensión. —Miraba sobre todo a Vicente. Si éste había realizado una rápida evaluación del Sr. Poncel al inicio de la entrevista, ahora quienes eran escrutados eran los inspectores.

      —¿Le importa si grabamos nuestra conversación? —preguntó Arturo—. Protocolos de trabajo.

      Este miró la grabadora un instante.

      —En absoluto —contestó con rapidez.

      —Díganos qué desea —preguntó Vicente.

      Volvió a mirarlos. Se observó un imperceptible cambio en su actitud; miró al suelo y sus hombros parecieron perder la tensión. Su rostro también sufrió una pequeña transformación, como si en cuestión de segundos cumpliese diez años de golpe. Cuando habló, su voz seguía siendo serena pero había perdido ese matiz de autoritarismo. Se apreciaba el profundo autocontrol que poseía. Metió la mano dentro del bolsillo interior de su chaqueta y sacó varias fotos. Una de ellas la dejo encima de la mesa, frente a los inspectores. Se veía a un joven de pelo moreno, bien parecido, con el rostro tostado por el sol, una media sonrisa y unos ojos claros y vivos.

      —Los ojos tan claros son de su madre. Se llamaba Jorge, era mi hijo. En 2001, después de visitar a un cliente en un polígono industrial, cuando cruzaba la calle para recoger su coche fue mortalmente atropellado.

      —Lo sentimos —contestó Zafra—. Pero no comprendo la relación con lo que nos ocupa.

      El padre, con una serenidad pasmosa, situó otra fotografía juntó a la anterior, de cara a los inspectores.

      —Ismael, mi segundo hijo. Falleció

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