El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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demás a través de Dios.

      La congregación poseía en la zona más humilde una mansión de principios del siglo XIX. Un enorme muro de piedra protegía todo el perímetro exterior; dentro de éste, la casa principal, de dos alturas, estilo colonial, porticada; en sus dos laterales y separadas de la pieza principal y pegadas al muro, unas viviendas más humildes de una sola altura, indudablemente destinadas en su día a la servidumbre; en la parte de detrás del edificio, lo que en su momento fueran unas amplias caballerizas y un huerto.

      Cuando llegaron las cuatro novicias a la mansión, excepto el muro perimetral que se conservaba en un estado extraordinario, el resto se encontraba en unas condiciones penosas y en algunas estancias su estado era ruinoso. La sacaban adelante quince monjas ayudadas por varias mujeres. Los servicios que prestaban a la comunidad eran básicos. Intentaban, a través de canales oficiales, conseguir recursos para mantener abierto un comedor donde al menos proporcionar una comida diaria a los que no tenían nada para llevarse a la boca. En una de las estancias, dos monjas con nociones elementales de medicina paliaban la carencia de cualquier tipo de asistencia médica por parte de las autoridades. La pobreza extrema y las condiciones de insalubridad en las que sobrevivían las gentes de la zona obligaba a las religiosas a una constante búsqueda de recursos que proporcionasen alimentos y medicinas.

      Cecilia pronto destacó por poseer una energía y vitalidad asombrosa. Empezaba el día muy temprano, limpiando las instalaciones, y seguidamente ayudaba en el improvisado dispensario a las dos monjas responsables de esta tarea. Después se dirigía al comedor. Al poco tiempo fue ganándose la confianza de las mujeres de las favelas. Estas preferían consultarle sus problemas personales e íntimos a Cecilia antes que a las otras religiosas. A pesar de su juventud, poseía un criterio repleto de sentido común. Pero donde Cecilia volcó toda su pasión fue en los niños.

      Con el paso del tiempo fue asumiendo responsabilidades más importantes. Asombraba a todas las compañeras y, sobre todo, a la responsable de la comunidad por proponer ideas originales para conseguir recursos. Esa capacidad innata de liderazgo, de organización e iniciativas, le llevó inevitablemente a asumir el control de la congregación con el paso del tiempo. Empezó a tejer una red de influencias en la ciudad, pulsando con absoluta destreza las teclas adecuadas en todo tipo de organizaciones, fuesen estatales, municipales o privadas. Descubrió que en todas las negociaciones que realizaba para conseguir los recursos necesarios, ella poseía incentivos importantes. Presionaba las conciencias de los ricos, ya fuesen estos por negocios lícitos o ilícitos; posteriormente alababa su generosidad con los más desfavorecidos en los círculos en los que se movían y así, su vanidad les hacía ser generosos. En los ámbitos municipales exponía las ventajas de ayudar a su congregación. Veladamente y con mucho tacto, les informaba de los problemas que tendrían en esa zona tan desfavorecida, a la cual el municipio destinaba tan pocos recursos. Las ventajas de la labor que realizaban sus monjas, llegados a este punto, brillaban con luz propia. Si su congregación disponía de medios, se paliaba el hambre, semilla de disturbios si no se solucionaban. Esta era su primera ventaja y si disponían de medicinas, su servicio a la comunidad evitaba implicarse de una forma más profunda al ayuntamiento, el cual tendría un gasto mucho mayor para cubrirlo. Segunda ventaja.

      Con esos y otros argumentos, Cecilia Padilla se había convertido en un grano en el culo para muchas personas. Pero había conseguido su propósito: comida y medicinas para sus niños.

      Habían pasado muchos años. Ahora la Casa Grande, como llamaban a su congregación, funcionaba con la eficacia de un cuartel. Se repartían más de un millar de bolsas con alimentos básicos diariamente. Habían habilitado aulas para la enseñanza de los niños de las favelas, donde además se les daba de comer. Disponían de un dispensario médico con un quirófano para operaciones básicas y sobre todo para partos, dirigido y tutelado por Médicos sin Fronteras y auxiliado por unas monjas con el titulo de enfermeras. La red de ayudas que recibía la congregación, tejida por Cecilia en primera instancia solo en la ciudad, ahora se extendía por todo el mundo.

      En los últimos años, el principal objetivo de Cecilia Padilla consistía básicamente en obligar a las madres a que se comprometiesen en la educación de sus hijos. Las calles de las favelas es un semillero de delincuencia, prostitución y drogas. El grado de violencia es enorme. Apartar lo máximo posible a los niños de esas calles era primordial. Y no menos importante buscarles trabajo una vez terminados los estudios. El turismo en Río de Janeiro es el principal recurso de la ciudad. Les buscaba trabajo en hoteles, restaurantes etc. La mayor preocupación de Cecilia era labrarles un futuro.

      Indudablemente, no todos los niños de la zona acudían a las aulas. Cuando los miraba correr alborotados hacia el comedor, muchas veces se preguntaba a cuantos podría salvar del futuro que tenían predestinado. ¿Cuántos escaparían del mundo de las drogas, la prostitución y la delincuencia? Un submundo, por cierto, demasiado cercano a la realidad. La respuesta variaba dependiendo de su estado de ánimo. Si era un día en el que se encontraba positiva, la valoración podría ser del treinta por ciento; en cambio, si no se trataba de su mejor día, bajaba al quince por ciento. Lo cierto era que se conformaría con un diez por ciento; había aprendido a vivir con esa frustración.

      Bajó del autobús y se dirigió a la academia con paso decidido. Había coincidido con Gerardo Porto en diversos eventos, su prestigio como profesor de música era reconocido internacionalmente. Sus alumnos se repartían en orquestas de todo el mundo. Pero Cecilia también sabía que se trataba de una academia elitista y por lo tanto, solo accesible a quien pudiera pagarla. No sería fácil convencerlo para que le hiciese una prueba. Pero era una mujer de retos, estaba convencida que si accedía, quedaría asombrado del potencial del muchacho.

      Le atendió una secretaria. Preguntó por el señor Gerardo Porto.

      —¿Me dice su nombre? — le preguntó.

      —Cecilia Padilla.

      —¿Tiene usted cita? —consultando una agenda.

      —No.

      —Siéntese un momento, por favor. Se lo consultare a D. Gerardo.

      Estaba acostumbrada a esperar en mullidos sillones en frías salas de espera. Al momento salió Gerardo Porto. Se acercó a Cecilia con decisión, pero su cara reflejaba el escepticismo y recelo con que la recibía. Tendría unos sesenta años, pero se apreciaba que era un hombre que se preocupaba por su apariencia física; mediría sobre un metro setenta, delgado, de largos y finos dedos, era un extraordinario pianista; conservaba una melena blanca que terminaba en una coleta; su tez, con el moreno 1

      Porto puso cara de complacido. Cuando habló, su tono de voz grave denotaba superioridad.

      —Observo que tiene usted una fe en las cualidades del joven inquebrantable. De acuerdo, le realizaré la prueba mañana por la tarde, si le parece bien.

      —Dígame la hora, y aquí estaremos.

      —A las cinco.

      —Perfecto.

      —Otra cosa. Tiene que saber que si las cualidades del joven están a la altura de la fe que usted ha puesto en ellas y resulta que accedo a proporcionarle una plaza en esta academia, los costes son muy altos. No voy a cobrarle por hacer la prueba, pero ¿quién se responsabilizará de costear los honorarios de su aprendizaje?

      «Vanidoso y tacaño, posiblemente hasta miserable. Este hombre posee todas las reprochables cualidades que se pueden tener», pensó Cecilia. Pero al contestar, sonrió.

      —De eso no se preocupe caballero. Yo me haré cargó de todos los gastos.

      —Muy bien —respondió, suspicaz. Con todo, no terminaba de fiarse de

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