El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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—Hace treinta y cinco años, junto con un socio, me dedicaba a la especulación con activos financieros. Teníamos contactos con personas clave en el mundo de la banca, Hacienda y ámbitos judiciales. Comprábamos lo más importante en el negocio especulativo, información. Por supuesto, todo legal. Pero si tengo que sincerarme con ustedes, les diré que rayábamos la ilegalidad, y por supuesto, algunos eran inmorales. Me volví un ser con escasos escrúpulos.
—Y a resultas de estar involucrado en ese tipo de negocios, usted piensa que puede haber gente resentida —afirmó Vicente, que por fin descubría el sentido del rumbo que pretendía marcar.
—Sí.
—Póngame un ejemplo de esos negocios tan turbios.
—Su empresa está pasando un mal momento, tiene pedidos, pero necesita liquidez para afrontarlos. Acude a los bancos y estos solicitan información sobre su situación. Usted no lo sabe, pero las naves adosadas a la suya están compradas para la construcción de fincas, compradas de forma muy discreta, para no encarecer el suelo. Nosotros suministramos información negativa sobre su solvencia, presionamos para que no se le renegocien los créditos. Podemos apoyar económicamente a la competencia de su negocio, necesitando menos costes por nuestra ayuda económica. Este podrá presentar presupuestos más competitivos a sus clientes por realizar el mismo trabajo que hasta ese momento hacía usted. Se preguntará cómo se ha enterado la competencia de su oferta. No podrá entender cómo puede trabajar a tan bajos precios. Hay mil chanchullos para joderlo sin que usted se entere de lo que realmente está pasando. Al final, nosotros, de una forma u otra, nos hacemos con su nave y los empleados se hunden con la empresa. Fueron quince años de febril actividad, y tremendamente lucrativos. Después dejé este tipo de negocios, invertí en empresas rentables y monté el despacho de abogados, como usted ya sabe.
«Tiene cojones el tío», pensó Vicente. Mientras exponía la procedencia miserable de su fortuna y de su denigrante catadura moral, no había parpadeado ni una sola vez, y sólo al principio realizó una fugaz mirada a la grabadora, tal vez sopesando las repercusiones de que sus palabras quedasen grabadas.
—Me está usted queriendo decir que cree que el dramático fallecimiento de sus hijos ocurridos en 2001 y en 2005, están relacionados con los hechos por los qué está detenido su hijo Alberto. Además, trata de decirme que los tres sucesos los han realizado una o varias personas en venganza hacia usted —le expuso Vicente.
—Yo no creo en las casualidades —contestó—. Hubo un testigo del atropello que se encontraba dentro de su coche averiado, esperando a la grúa. Testificó que el vehículo que lo atropelló era un todo terreno oscuro, con una parrilla frontal y creyó que el coche circulaba despacio, que aceleró en el momento que mi hijo pasaba por delante. De hecho, en el lugar no había marcas de frenada. No se pudo localizar al responsable del atropello. En el asesinato de mi segundo hijo tampoco se pudo arrestar a su asesino. Ni huellas, ni testigos, nada de nada.
—Pero este caso es diferente. Usted, como abogado, lo sabe. Hay innumerables pruebas que comprometen a su hijo.
—Nadie lo ha visto cometer el asesinato. Las pruebas pueden ser determinantes en un juicio, pero no dejan de ser pruebas circunstanciales. No han matado a mi hijo, pero si lo condenan, Alberto no soportará la presión de la cárcel y morirá. Lo conozco. Si lo condenan es igual que si le hubieran disparado. Su muerte únicamente la han demorado. Sería en este caso de una forma más sutil y cruel que en las anteriores, pero con idéntico resultado. El hijo de puta que me está haciendo esto lo sabe. — Por primera vez, el hombre perdió su autocontrol y afloró una agresividad innata, primaria y visceral.
—Cálmese —se apresuró a indicarle Arturo.
—No pretendo decirles cómo hacer su trabajo. Únicamente les ruego encarecidamente que sopesen lo que acabo de decirles. Por favor, investiguen también esta otra posibilidad. Gracias por prestarme su atención. —Se levantó dando por terminada la conversación—. Si necesitan algo de mí, no duden en llamarme. Estoy a su entera disposición. Tengan mi tarjeta.
—Una pregunta —añadió Vicente.
—Sí, por supuesto.
—¿Puede decirnos algo sobre una denuncia contra su hijo hace aproximadamente dos años presentada por una joven?
—Sí. —Se tensó como si hubiera tocado un cable de alta tensión. Frunció el ceño, concentrándose en su respuesta—. Esa joven estaba muy bien asesorada, cumplió con su papel de forma extraordinaria. ¿Podemos hablar de forma más confidencial?
—Claro —contestó Vicente, comprendiendo a lo que se refería. Apagó la grabadora.
—Como les he dicho, esa joven cumplió un papel determinado, como una actriz. Le ofrecí dinero, lo cogió, retiró la denuncia y desapareció. En su día no lo comprendí, pensé que el objetivo era simplemente económico. Ahora lo veo con absoluta claridad, era parte de una estrategia, de un plan con un propósito más amplio y letal. Esa denuncia cumplirá su verdadero papel ahora. Junto a todas las pruebas que se han encontrado, se sumará esa denuncia, intrascendente en su momento y ahora crucial, pues sitúa a mi hijo como reincidente. Quien estaba detrás de esa joven, es el artífice de que mi hijo esté detenido. Ha matado a esa joven. Pero antes, también ha asesinado a mis otros dos hijos. Me miran ustedes como si esto que les estoy diciendo fuera cháchara de padre poderoso y manipulador. Pero creo a pies juntillas todo lo que les he dicho. Les prometo que haré todo lo que esté en mí mano para descubrir a ese mal nacido, y si puedo, lo desollaré vivo.
Se marchó.
La mujer iba sentada en el autobús, sumida en sus pensamientos, reflexionando sobre las palabras adecuadas que tendría que pronunciar para convencer a Gerardo Porto de que incluyese como alumno en su prestigiosa escuela de música a un joven de once años, salido de las más humildes favelas, sin más recursos que un extraordinario e innato virtuosismo con el violín. Por lo menos, eso pensaban Cecilia y el maestro de música del chico. Vestía de religiosa, un hábito de color crema con una cofia del mismo color, un cinturón marrón y un crucifijo de madera cogido con un simple cordón de cuerda alrededor del cuello. Habitualmente no utilizaba el hábito; solía vestir con vaqueros y suéter de cuello redondo, normalmente de color oscuros, prendas cómodas. Únicamente la cofia, que portaba siempre, indicaba que era una religiosa. Pero a diferencia del dicho, la cofia no la hacía monja, la hacían sus actos. Cecilia Padilla era la mujer más conocida y respetada de las favelas situadas en la zona norte de Río de Janeiro.
Se dirigía a la zona sur. A través de la ventanilla del autobús,observaba pasar la triste realidad de esta impresionante ciudad. Río de Janeiro cuenta con una población de algo más de once millones de habitantes en su área metropolitana. Al sur de la ciudad, su escaparate: las playas de Copacabana, Ipanema, Botofago y Flamengo. En Cosme Velho está la estación Ferro da Corcovado, el tren que sube al Cristo Redentor. En esa zona se encuentran los grandes hoteles, las centrales de bancos y grandes empresas, donde lucen los escaparates de multitud de tiendas, restaurantes y espectáculos para acoger a un turismo propio y extranjero. Todo rueda alrededor del turista y por supuesto, de su dinero. En el extrarradio de ese mundo de luz y sonrisas, las favelas. Al norte de esa inmensa ciudad, el estadio de fútbol del Maracaná y el de Vasco de Gama. Y también, la miseria en toda la extensión de la palabra.
Cecilia Padilla llegó a Río de Janeiro una lluviosa mañana hacía ya casi treinta