El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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y cuando se disponía a salir, se giró, sonrió y le dio las gracias. Luego se marchó sin más.

      Los técnicos estaban terminando de analizar el lugar, ahora más despejado de personas. Se retiró el cadáver minutos antes, cuando finalizó su labor el forense. La cinta policial delimitaba la zona del suceso, como si se tratase del escenario de un teatro. Fuera de la cinta varios agentes y un grupo de personas comentaban lo ocurrido unas horas antes. Los inspectores también habían terminado de tomar declaración a testigos presenciales, incluso a varios se les trasladó a comisaría con el fin de tomarles la declaración de forma más exhaustiva, puesto que ellos mismos no solo vieron lo ocurrido sino que detuvieron al hombre que apuñaló a la mujer.

      Vicente se encontraba apoyado en su coche. Miró al personal de limpieza, preparados para que cuando todo terminase y retiraran la cinta, pudiesen hacer su trabajo. Todos los crímenes son terribles pero los denominados de violencia de género son los más incomprensibles, los más absurdos. Un hombre mata a otra persona únicamente porque la víctima ha dejado de amarle, o simplemente ha dejado de soportar su denigrante comportamiento, su maltrato. El agresor nunca la ha amado. Sonó el móvil y Vicente, inmerso en sus pensamientos, contestó.

      —¿Dígame?

      —¿Vicente? Soy Carmona. Tengo lo que me has pedido.

      —Estupendo. ¿Estarás esta tarde?

      —Me marcharé a las tres. Pero no te preocupes, le dejaré al relevo las instrucciones para que no tengas problemas. El atropello lo investigó la Guardia Civil, pero nos han remitido el expediente. Los dos casos te los he grabado en dos discos.

      —Gracias. Esta tarde pasaré sobre las cuatro y los recogeré.

      —Vale. Si necesitas algo llámame.

      Una vez en comisaría realizaron todo el papeleo relativo al homicidio. El individuo asumió el asesinato en su declaración, acompañado de su abogado. Al informe se añadirían las declaraciones de los numerosos testigos presenciales y los informes de los peritos. Y asunto concluido.

      Terminaron antes de lo previsto. Vicente se despidió de Arturo y de los otros inspectores y se marchó. Pasó a recoger los discos y se fue a comer a casa.

      Durante toda la tarde se dedicó a estudiar los informes de los sucesos en que habían fallecido los hijos de Jaime Poncel. El primero de ellos, realizado por investigadores de la Guardia Civil, estaba redactado de forma concisa, clara y metódica, acompañado de diversas fotografías. Se trataba de un atropello con fuga. Como consecuencia del atropello había fallecido de forma inmediata, según la autopsia, Jorge, de treinta y tres años.

      Sucedió en marzo de 2001. A última hora de la tarde, en un polígono industrial desierto, un testigo que se encontraba dentro de un coche averiado esperando a la grúa, levantó la vista justo cuando el vehículo atropellaba al joven. Se trataba de un cuatro por cuatro con una parrilla protectora frontal, de color oscuro. El testigo sólo pudo aportar esos exiguos datos. Los técnicos policiales no encontraron ningún fragmento del vehículo ni tampoco ninguna huella de frenada. Quien lo atropelló no tocó el freno. La investigación fue exhaustiva. Se contrastaron cintas de seguridad de varia naves y gasolineras que se encontraban en las carreteras de acceso al polígono; se investigaron todos los vehículos de esas características, propiedad de personas que trabajaban en dicho polígono y pueblos cercanos, en muchos casos inspeccionando el coche físicamente; se contactó con innumerables talleres por si un cuatro por cuatro oscuro solicitaba algún tipo de reparación como consecuencia del impacto; a talleres de pintura para que comunicasen si se presentaba para cambiar de color. Todas las líneas de investigación fueron infructuosas.

      Terminó examinando con detenimiento las fotografías. Se veían las realizadas al lugar del atropello y por último, al cuerpo, tendido en el asfalto como un muñeco roto. Tomó varias notas y pasó al siguiente caso.

      Ismael Poncel. Asesinado en una fría noche de noviembre de 2005 cuando después de aparcar el vehículo andaba camino del portal de su casa pasada la media noche, a la edad de treinta y cinco años.

      Por los datos que se desprendían de la investigación, se deducía que se trataba de un intento de atraco al posiblemente la víctima se resistió. La autopsia especificaba dos heridas de bala en el pecho a bocajarro. Las dos heridas mortales, puesto que la munición utilizada eran balas chatas, y los daños en el interior del cuerpo del joven fueron terribles. Le faltaba la cartera, el reloj y dos anillos de los tres que portaba. El anillo que no le robaron le estaba muy justo, por lo que con la precipitación del momento no se lo llevaron.

      Los investigadores presumían que había sido un atraco rápido y limpio. La víctima era un joven deportista, en buen estado físico. Por ese motivo los investigadores dedujeron que el asaltante, a pesar de portar un arma de fuego, no sería un drogata famélico y con el mono.

      No se pudieron localizar testigos ni huellas. El lugar se inspeccionó con lupa y no se encontró ningún vestigio que sirviera a los investigadores, a excepción de dos casquillos de una marca muy común en el mercado. En la carpeta encontró resultados periciales y datos de la propia investigación.

      Tanto en un expediente como en el otro costaban los nombres de los investigadores encargados de tramitarlos.

      A los que trabajaron en el homicidio de Ismael, Vicente los conocía personalmente. Levantó el auricular y marcó la extensión de personal. Tras identificarse preguntó por el número de teléfono del inspector José Luis Prieto. Al tercer tono contestaron.

      —Inspector Prieto. ¿Dígame?

      —Buenos días, inspector. Soy Vicente Zafra.

      —Hombre Zafra, hacía tiempo que no hablábamos. ¿En qué puedo ayudarte?

      —Se trata de un caso que llevasteis en 2005. Un robo con homicidio. La víctima se llamaba Ismael Poncel Parraga.

      —Sí, claro que me acuerdo. No pudimos detener al hijo de puta que lo mató. Le metieron dos tiros en el pecho. ¿Qué ocurre?

      —Hemos detenido al hermano del fallecido por estar relacionado con un homicidio. —Era absurdo ponerle ninguna otra excusa al inspector Prieto. Cuando leyese en el periódico que el hermano estaba detenido, irremediablemente ataría cabos—. Estaba investigando por si teníamos algún otro tema relacionado con el detenido, y al introducir los apellidos me han salido dos hermanos fallecidos. Simple curiosidad

      —Ya —respondió el detective—. ¿Y qué quieres saber?

      —¿No se localizó al responsable?

      —No. Únicamente localizamos dos casquillos del nueve parabelum, pero no nos llevaron a ninguna parte. El escenario, a excepción de los dos casquillos, estaba limpio. No pudimos extraer nada más de utilidad: ni huellas, ni testigos, nada de nada. Cogería el dinero de la cartera y la tiraría a un contenedor, no intentó utilizar las tarjetas. Hablamos con los informadores habituales; no sabían nada y les dijimos que estuvieran al loro. Alertamos a todas las casas de compra de oro y joyas. Les dimos la descripción de los anillos, uno de ellos tenía inscrita en su interior unas iníciales y una fecha. El reloj que le robaron era un rolex, valía una pasta; sabes que tienen un número de serie individual. También advertimos a los informadores y a las tiendas por si alguien quería desprenderse de ese reloj. En definitiva, lo habitual.

      —Comprendo —Vicente asintió. Él hubiese actuado de la misma manera.

      —Periódicamente insistimos con circulares internas por si con el tiempo

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