El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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al otro lado de la línea.

      —¿Quieres decir si pudo tratarse de algo personal, aunque pareciese un robo?

      —Sí.

      —Todo apuntaba a un atraco y se investigó como tal. Nada nos hacía sospechar lo contrario. Se trataba de un joven de familia rica, con un buen trabajo, sin enemigos aparentes y limpio en todos los sentidos. Nadie de su círculo, ni familiar o amigos nos comentó tener sospechas de que podía tratarse de otra cosa diferente a un atraco que sale mal. Vicente, ¿hay algo que yo debería saber?

      —No, perdona mi curiosidad. Sólo es eso. Te agradezco tu amabilidad y perdona si te he entretenido.

      —Por un colega, lo que haga falta.

      —Gracias. —Y colgó.

      Después llamó por teléfono al número de contacto que constaba en el expediente sobre el atropello. Preguntó por el nombre del oficial de la Benemérita responsable de la investigación del caso y que también constaba en el expediente. Le dijeron que esperase y al momento se puso al teléfono un hombre con un tonó de voz grave.

      —¿Desea usted hablar con el teniente Pisuerga?

      —Efectivamente.

      —¿Puedo preguntarle el motivo?

      —Perdone por no presentarme. Soy el inspector Vicente Zafra.

      —Inspector Zafra. ¿No fue usted quién nos alertó sobre esa banda de atracadores de Ontinyent?

      —Efectivamente, pero no era la primera vez que colaborábamos conjuntamente. Suelo estar en contacto casi permanente con el capitán Santiago Olmos.

      —Buen elemento.

      —Ni que lo diga. Además, cuando me reúno con él, siempre le dejo que me lleve a comer.

      Vicente escucho cómo su interlocutor reía. No estaba de más un poco de camaradería.

      —Y jamás se equivocará. Soy el capitán Rogelio Pérez.

      —Encantado.

      —¿Qué quería del teniente Pisuerga?

      —Investigó un atropello ocurrido en 2001. Ya sé que hace mucho tiempo, pero supongo que podrá ayudarme.

      —El teniente Pisuerga se jubiló hace un par de años, pero estoy seguro de que todo lo relacionado con el suceso y su investigación posterior estará en el expediente. El teniente era un hombre extremadamente preciso en sus informes, muy meticuloso.

      —Sí, lo he observado al leer el expediente. Únicamente deseaba hablar con él no sobre lo que realmente ocurrió, que efectivamente está en el expediente sino más bien sobre esas deducciones que un profesional olfatea en el lugar del suceso. —Vicente no estaba seguro de que el capitán hubiese comprendido exactamente a qué se refería—. Necesito su opinión profesional. —Eso sí que lo comprendería.

      —Estoy convencido de que a pesar de estar jubilado, estará encantado de hablar con usted. ¿Le viene bien pasarse mañana sobre las diez y media por el cuartel?

      —Ningún problema.

      —Lo llamaré y de paso, almorzamos, si a usted no le importa que me sume a su charla.

      —No, por supuesto. Será un placer.

      —Pues le esperamos mañana a las diez y media.

      El hombre había sido bien aleccionado. También había que decir en su favor que se había tomado muy en serio todas y cada una de las lecciones que le había proporcionado el hombre con el que se iba a reunir. Se jugaba mucho en ello. El seguimiento de una persona sin que esta detecte que está siendo seguida, es un arte. Cuando se dispone de personal bien equipado e instruido la cosa era más sencilla y muy difícil de ser detectados. El hombre con el que se iba a reunir dedicó mucho tiempo en enseñarle cómo se realiza esa labor, tanto si te sigue una sola persona como si se trata de un grupo. El segundo paso es conocer técnicas que te permitan descubrir que estas siendo seguido. Por último, le insistió en que si quien te realiza el seguimiento es un o unos profesionales, también estarán atentos a las medidas de seguridad que adopta la persona que vigilan. Si detectan que la persona rastrea su entorno, adoptando tácticas de contra vigilancia, inmediatamente utilizarán otro medios.

      Cogió un taxi, paró junto a una boca de metro por la que bajó precipitadamente. Al pasar los tornos, se dio la vuelta y observó si alguien le seguía. Cuando estuvo convencido que nadie andaba tras sus pasos, tomó el tren. Al llegar a una de las estaciones, se apeó en el último momento y tampoco vio que nadie bajase después de él. Al salir paró otro taxi, de forma discreta miró atrás intentando descubrir si era seguido. Estaba convencido que no estaba bajo sospecha, pero las instrucciones por mantener la seguridad en sus contactos era prioritaria. Así se lo exigía el hombre.

      El taxi circulaba por la calle que le había indicado el pasajero y antes de llegar al número indicado:

      —Pare —le dijo al taxista—. Déjeme aquí mismo.

      Pagó con un billete que previamente había sacado de la cartera, le dijo que se quedara con el cambio y bajó apresuradamente. Cruzó la calle y entró en un establecimiento de comidas para llevar.

      El coche se encontraba estacionado con amplio margen entre el parachoques y el que se encontraba aparcado delante de él. En su interior, un hombre al volante. Llevaba unas gafas de vista algo grandes y pasadas de moda, de las que se oscurecen con el sol, una gorrita con visera que permitía ver parte de un pelo oscuro y un bigote fino que recordaba tiempos pasados. Aparentaba tener más edad de la que realmente tenía. En realidad, todo el conjunto estaba concebido para crear ese aspecto, el de un hombre mayor. Lo cierto era que llevaba el pelo cortado como un militar, no necesitaba gafas correctoras y el bigote era postizo. Entre sus muchas habilidades, la caracterización, la destreza en transformarse en otro hombre, de modificar sus rasgos camaleónicamente se habían convertido en su mejor seguro de vida. El hombre que se sentaría a su lado siempre le había visto con diferentes disfraces y dudaba que de cruzarse por la calle con sus verdaderos rasgos le reconociese. Tampoco nunca le había escuchado con su verdadera voz; modificar el acento formaba parte de su transformación. En cambio, él lo sabía todo de su cliente.

      Miró su reloj, se retrasaba varios minutos. Su mirada inspeccionaba la calle como si se tratase de un depredador pero por el momento, todo transcurría sin problemas. Vio aparecer por la calle, en el sentido contrario al que estaba parado, un taxi. Paró junto a la acera, en frente donde él estaba aparcado, le vio bajar del taxi, cruzar la calle y entrar en el establecimiento. Desde dentro del vehículo seguía examinando la calle. No observó nada anormal, ningún indicio de que lo estuvieran siguiendo.

      El establecimiento seleccionado para el encuentro disponía de una entrada principal y otra trasera por la que salió. Al momento apareció por la calle lateral. Según lo convenido, en caso de detectar cualquier tipo de problema, el hombre que se encontraba esperándole dentro del coche, hubiese puesto en marcha el motor y se habría marchado. Subió al vehículo y el conductor arrancó inmediatamente. Durante un rato ninguno de los dos habló. El conductor circulaba mirando por los espejos, evaluando a todos los coches que transitaban tanto detrás delante. Cuando estuvo seguro que nadie los seguía, habló.

      —¿Ha traído el dinero?

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