La dominación y lo cotidiano. Martha Rosler

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La dominación y lo cotidiano - Martha Rosler Paper

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noción operística de la obra, dotada de diversos niveles de texto y metáforas dominantes, es compartida por Laurel Klick, quien estudió con Rita Yokoi en el programa de Fresno y que actualmente enseña en el Woman’s Building. En Suicide [Suicidio], realizada en Fresno en 1972, representaba un suicidio, salpicando su cuerpo de pintura roja. Dos «hombres anónimos» (interpretados por mujeres) la rematan, otros dos la lloran y entierran bajo un plástico transparente. Los hombres entonan, en círculo, reacciones convencionales ante el suicidio: «¿Cómo ha podido hacer esto a su madre?». Aquí el lenguaje social se muestra rígido al extremo, negando cualquier motivo personal mediante una autoridad implacable. Al igual que el inválido Hipólito en El idiota de Dostoyevsky, la autoaniquilación busca impedir que una fuerza anónima ejerza el control total; elegir libremente —la supervivencia psíquica— adquiere prioridad sobre la supervivencia corporal real. Sin embargo, en Suicide la decisión personal se revela, con ironía, como una opción forzada.

      Consciousness-Unconsciousness [Conciencia-Inconciencia, 1974], una compleja performance desarrollada en la casa, explora también estos opuestos. Klick rechaza la suculenta comida que le ofrece una amiga, mientras unas diapositivas proyectadas detrás de ellas revelan sus peculiares menús de las semanas anteriores. Una cinta enumera los clichés descriptivos de un anuario de curso: «un buen chico», «un bocazas». Klick mete a ciertas personas en la cama bajo sábanas negras y luego las levanta. Suena otra cinta repetitiva sobre películas de terror, con dos pistas, una basada en definiciones de diccionario y otra expresiva: el lenguaje impersonal contra el discurso «orgánico». Mientras su amiga come, Klick cuenta secretos al público. Cuando se retiran todos los accesorios, Klick, sola, se dirige al público diciendo, mientras come una bolsa de patatas: «No soy perfecta». Parece obsesionada por los absolutos: ¿por qué, si no, se preocuparía por la perfección?

      La obra reciente de Klick depende incluso más del discurso directo. Habla a la audiencia, explicándose a sí misma. Durante una performance sobre la anorexia nerviosa, la auto-inanición que se infligen, sobre todo, jóvenes de buena familia, Klick habla de la relación con su madre. Después intenta vocalizar con un consolador en la boca. Comida y sexualidad aparecen unidas (una teoría sobre la anorexia la considera un intento de erradicar los signos de la madurez sexual). Boca y vagina se confunden: vagina dentata. Hay también otras confusiones: lo que significa meterse algo (un pene, comida) en el cuerpo (por la vagina, por la boca), lo que es la nutrición (del cuerpo, del yo)... Klick habla al público sobre la felación: ser obligada a comer, ser incapaz de hablar o comer. Parece más pesimista que la ingeniosa superviviente Lacy. Imagino que para Klick el «lenguaje del yo» es totalmente privado e incomunicable. Mientras Lacy urde historias góticas de sangre y carne (extrayéndose sangre en escena), y entremezcla sus fantasías defensivas entre seductoras narraciones, Klick, por el contrario, evita dar valor a las fantasías que ella —como muchas otras mujeres— ha inventado para evitar el dolor. Su intención es airear sus «secretos» en un entorno que le apoye. En una de sus obras comparte literalmente estos secretos con distintas mujeres, sentadas una frente a la otra. En un breve programa de radio de la cadena KPFK de Los Ángeles en 1976, ella y quienes llamaban por teléfono contaban secretos (en su mayoría sobre sexo). Al parecer, para Klick los secretos son signos de una opresión interiorizada, de la incorporación en el yo de las convenciones represivas. Ella nos fuerza a tomar conciencia de cómo la cultura individualista utiliza la «psicología» para oprimir a las personas, sobre todo a las mujeres. Pareciera que Klick recurre a la performance como medio de disipar colectivamente lo que ella denomina «malos sentimientos» —actitudes interiorizadas respecto al yo físicamente nocivas—, que ella considera enraizados en la sexualidad y la representación de los mecanismos más fuertes de control social.

      Lacy apela al poder del discurso compartido para recuperar el control en una «obra de desarrollo comunitario». Junto a otras mujeres artistas, realizó una acción en la que cada una elegía a otra mujer ajena al mundo del arte para crear, dentro del espacio de la galería, una comunidad temporal simbolizada por algo que cada una de ellas hacía para expresar su yo. Lacy se refiere a esta obra como «nombrar» y como «acto de autodefinición». Para Lacy la obra culminaba cuando ella misma se autodenominaba «la mujer que es violada», «prostituta» y «la mujer que ama a las mujeres». El propósito de Lacy era identificar la solidaridad con las mujeres con la solidaridad con los menos favorecidos. Al nombrarse con lo que ella no es realmente, pretendía ir en contra de la táctica de división social que lleva a las mujeres a identificar a diferentes categorías de mujeres con el Otro.

      Merece la pena reflexionar sobre el hecho de que las definiciones de Lacy fueran específicamente sexuales. La identificación de su propia esencia con las definiciones sociales de la mujer más viles y sexuales es un tema recurrente que algo tiene que ver con aquella idea del artista como un perpetuo marginal, pero también se relaciona con el énfasis feminista en la identidad de la mujer explotada, del mismo modo que el «tercermundismo» de la política de la nueva izquierda pretende incitar a un debate sobre el oportunismo, la explotación y la ceguera ante las condiciones de vida de la clase trabajadora. La realidad vital de las mujeres de clase baja es, sin duda, un tema honorable, pero en el mundo del arte de autor su significado es frecuentemente objeto de inversión y distorsión, por la misma razón que a la bohemia no le atraen tradicionalmente los duros trabajadores de fábrica sino los «seres inferiores»: el «lumpen» y los «desviados». Tomemos, por ejemplo, la obra de Diane Arbus. Se suele decir que sus retratos son imágenes metafóricas de sí misma y que lleva a cabo un proceso de autoobjetivación que logra hacer invisibles a los individuos que aparecen en sus fotografías, vaciándolos de realidad y convirtiéndolos en signos. Si esto se logra mediante una simple fotografía, seguro que se puede conseguir con cualquier otro medio.

      El arte sobre los desposeídos es un tema complejo. El interés que provocan las prostitutas o, por ejemplo, las bailarinas de topless en el feminismo de clase media es la negación de su subjetividad y su autodeterminación, especialmente en lo que respecta a sus propios cuerpos. Se puede admirar o envidiar a aquella artista privilegiada que abandona la seguridad de su mundo para entrar en el de lo «opuesto», sin que nadie le engañe haciéndole creer que la vida es fácil o le haga sentirse culpable por odiarlo. Pero existe el peligro de hacer de esta realidad un equivalente turístico de la opresión psicológica de una misma y, en el caso de las artistas, de convertirla en materia prima para labrar su carrera. Hay mujeres cuya obra se alimenta de la victimización (sobre todo sexual) de las mujeres de clase baja, uniéndose así a los muchos hombres que hacen lo mismo. Lo que hace este tema tan confuso es el intentar sustituir la causalidad psicológica por la económica.

      Acabo de describir el lado negativo de la atracción que despierta el tema de la prostitución en las mujeres artistas. Pero aún se puede decir más: la idea de la mujer «sin nada que perder», solo con su cuerpo como garantía, la convierte en una heroína y a su vida en una aventura. Ello lleva fácilmente a una interpretación romántica de la prostituta como renegada individualista, como aquella heroína-víctima que, en un gesto de agridulce autodeterminación, al menos, cae luchando: Nana en Vivir su vida de Godard y la suicida sin nombre de la performance de Klick. Al conquistar el amor, ella se alza con un poder mayor que su «cliente», quien debe ceder a la pasión y pagarle por permitírsela. O, en una versión menos romántica: la prostituta como una racionalista con ideas muy claras respecto al intercambio de sexo por dinero.

      Hace un par de años, Suzanne Lacy comenzó a hacer una obra sobre prostitutas, investigando el modo en que su vida «convergía con la de ellas». Esta obra, aún en proceso, consiste hasta el momento en una representación del mundo social de las prostitutas. Lacy ha visitado a algunas de ellas, ha tratado a sus conocidos y ha adquirido su lenguaje (en el que la prostitución se denomina «el juego» o «la vía rápida»). De momento, ha observado sus actividades más que compartirlas. En los primeros esbozos que ella ha expuesto —mapas donde aparecen anotados lugares y movimientos— no realiza ningún tipo de análisis moral ni económico. La ausencia de este meta-nivel evita la condescendencia, pero deja en la sombra la realidad de estas mujeres, basada en condiciones de explotación determinadas en función de su clase, e ignora también las diferencias de clase y de raza

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