Santidad, falsa santidad y posesiones demoniacas en Perú y Chile. René Millar

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Santidad, falsa santidad y posesiones demoniacas en Perú y Chile - René Millar

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General de Indias; al Archivo Histórico de Madrid; a la Biblioteca Nacional de España, sección Manuscritos y Libros Raros y Valiosos; al Sistema de Bibliotecas de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de manera especial al personal y a la jefa, Amelia Silva, de la Biblioteca de Humanidades; y al personal y a la jefa, Javiera Bravo, de la Biblioteca de Teología. También vayan mis agradecimientos para la Vicerrectoría Adjunta de Investigación y Doctorado, que me ha ayudado a la presentación de proyectos Fondecyt y ha estimulado la publicación de los resultados de dichas investigaciones. Igualmente debo reconocer el apoyo que he tenido de parte de Ediciones UC, cuyas autoridades, desde la ex directora Gabriela Echeverría, hasta las actuales responsables, M. Angélica Zegers y Patricia Corona, han acogido con benevolencia e interés los proyectos editoriales que les he presentado. Además, tengo una deuda de gratitud con la señora Magdalena Urrejola, que ha trabajado conmigo como ayudante de investigación en varios proyectos y cuya eficiencia y responsabilidad a la hora de la revisión y recopilación de este material ha sido fundamental. Por cierto que merece una mención especial el director de nuestro Instituto de Historia, Patricio Bernedo, por haber otorgado todas las facilidades del caso para investigar con tranquilidad y por contribuir sin reservas a la publicación de este libro. Lo mismo debo decir respecto del decano de la facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política, José Ignacio González Leiva. Por último, no puedo dejar de agradecer a Visitación, mi esposa, que no sólo ha asumido con paciencia el menor tiempo que le he dedicado a la vida familiar, sino que además se ha dado el trabajo de leer y corregir los originales.

      PRIMERA PARTE

       Santidad

      CAPÍTULO I

       Rosa de Santa María.

       Génesis de su santidad y primera hagiografía*

      La santidad depende de numerosos factores y condiciones entre los que encuentra sin duda, como factor clave, una vida en la que se han practicado las virtudes cristianas en grado heroico1. En el caso de Rosa de Santa María eso fue así, como lo demuestran los más variados y concordantes testimonios que hacen referencia a hechos y comportamientos relacionados con su existencia. Con todo, estimamos que el proceso que culminó en su santificación tuvo su punto de partida, no tanto en su vida, como en las circunstancias que rodearon su muerte y entierro. Por lo demás, este es un fenómeno bastante común en el ámbito de la santidad de la época Moderna. Como señala Jean-Michel Salmann todo no se detiene con la muerte sino que todo comienza con ella. Tal acontecimiento no haría más que confirmar una opinión de santidad ya bien establecida2. Este planteamiento es válido para el caso de Rosa, pero sólo parcialmente porque en su muerte confluyen una serie de circunstancias que le otorgan a ese hecho una significación especial.

      En la historia de la virgen limeña se da una situación curiosa, que será importante en el proceso de canonización, y que hasta ahora no ha contado con una explicación mayor 3. Rosa tuvo una existencia bastante retraída, rehuyó el contacto con la gente y vivió su religiosidad de manera muy privada4. Sólo en los últimos cinco años de vida, cuando se vinculó al hogar del contador Gonzalo de la Maza, su persona comenzó a adquirir una cierta notoriedad, pero siempre muy limitada a pequeños grupos en el contexto de la sociedad de Lima. Ella no fue una mujer que gozara de gran popularidad, como aconteció con muchos otros personajes que tuvieron fama de santidad 5. Casi no estuvo asociada a hechos milagrosos que beneficiaran a otros sujetos. Pocas personas recurrían a ella buscando conocer el futuro mediante visiones o la cura de enfermedades. En vida no desempeñó un especial papel taumatúrgico, que era una de las actividades que hacía de alguien un personaje popular y valorado como hombre santo6.

      No obstante lo anterior, Rosa tuvo un entierro multitudinario y la sociedad limeña se volcó en sus exequias, en las que participaron incluso las más altas autoridades civiles y eclesiásticas del virreinato. Personas que nunca la conocieron se abalanzaron sobre el féretro para tratar de tocarla u obtener alguna reliquia. ¿A qué se debió ese fenómeno? En gran medida dicha situación está vinculada a los confesores de la joven, que se encargaron de difundir sus virtudes y de comprometer a las órdenes religiosas en una participación activa e institucional en las exequias. Esto es especialmente clave en lo que respecta a la Orden de Santo Domingo. Un miembro de ella tomó nota puntual de las revelaciones de Luisa de Melgarejo, durante el velatorio, y otro escribió a los pocos días una breve relación de su vida. Los dominicos asumieron a la difunta como un miembro de la orden y el procurador general de ella, a la semana de la muerte, solicitó al arzobispo que se recibiera información de testigos acerca de “su santa vida”.

      La noticia de la muerte de Rosa de Santa María se extendió como un reguero por la ciudad debido a esa relativa fama que tenía. Pero sin duda, que también influyó de manera muy decisiva la visión que a las pocas horas de su deceso, y delante del féretro, tuvo Luisa de Melgarejo. La mujer, arrobada ante quienes allí estaban, fue narrando durante horas la entrada al cielo de la difunta y la recepción que la divinidad hizo de ella. Luisa era la esposa del doctor Juan de Soto, abogado, relator de la Audiencia de Lima y ex rector de la Universidad de San Marcos7. Dicha señora, desde hacía algún tiempo, gozaba de gran fama como mujer de acendrada espiritualidad. Los padres jesuitas le tenían especial consideración y miembros de la orden fueron sus confesores y guías espirituales. Incluso más, algunos de estos fueron profundos admiradores de ella por estimar que llevaba una vida virtuosa ejemplar y que gozaba de ciertos dones especiales, indicadores del favor divino que le agraciaba. El ex provincial de la Compañía y místico de renombre, Diego Álvarez de Paz, fue su confesor y la estimuló para que pusiera por escrito sus experiencias místicas8. Varios otros miembros de la orden, entre los que estaba Juan de Villalobos, rector del colegio de San Pablo, Joseph de Arriagada, Diego Martínez y Juan Sebastián Parra, la tenían en gran estima sobre todo por sus condiciones como visionaria9. Pero si la apreciaban numerosos religiosos, con mayor razón era admirada por el común de los fieles. Así, Isabel de Soto, testigo en las causas inquisitoriales contra las ilusas de Lima, declaraba en 1623 que hacía unos nueve años estuvo viviendo en casa del doctor Soto “y como era recién venida de España y vide tanta santidad en su mujer doña Luisa, andaba yo envidiosa por saber su vida, veíala tomar muchas disciplinas y mucha oración” 10. Por su parte, Ana María Pérez, cocinera de la familia de la Maza, por la misma época reconocía que tenía una gran admiración por doña Luisa, a la que trataba de imitar en sus prácticas piadosas11. Como lo constata el vecino limeño Francisco de la Carrera, por ahí todos andaban diciendo que doña Luisa de Soto “es grandísima santa” 12.

      Dicha mujer se relacionó con varias de las personas que en la época tenían fama de virtuosas, como el médico Juan del Castillo13, el contador Lorenzo de la Maza y su mujer María de Uzátegui, y con Rosa de Santa María, entre otras. A esta la conoció cuando se fue a vivir a la casa del contador, unos cinco años antes de su muerte14 y llegó a tener con ella un trato relativamente frecuente15. Luisa de Melgarejo tenía gran admiración por Rosa y siempre que se encontraban le hacía ostentosas manifestaciones de respeto. Leonardo Hansen dice al respecto que “la saluda de rodillas… y si la veía pasar no se podía contener sin fijarse en las huellas de sus pies, y besar el sitio en donde los había puesto en señal de reverencia” 16.

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      Retratos de Don Gonzalo de la Maza y de su esposa doña María de Uzátegui. EN Lima religiosa DE ISMAEL PORTAL.

      Rosa de Santa María falleció poco después de las doce de la noche, al empezar el 24 de agosto, día de San Bartolomé. Su cuerpo, después de vestido con el hábito de Santo Domingo, fue llevado de la habitación en que murió, a una cuadra o sala más amplia en la que se juntaron alrededor de

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