El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

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El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva

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serlo.

      Rompe amenazador el día, los añicos se esparcen viscerales sobre los reacios a morir bajo techo enterrados a la sombra de discretos cipreses.

      Los congresistas se reaniman celebrando el consenso alcanzado tras la conclusión del ponente —es posible regresar huyendo, ha dicho.

      El equilibrista se deja caer inerte sobre los mirones, convencido de estar abajo para recogerse se espera con los brazos cruzados.

      El mercachifle oferta a la baja esclavas de las que nadie habla ni toca ni abraza ni besa a menos que apetezca asesinarlas.

      El todoterreno reparte mendrugos, salchichas, monederos, regazos, paraguas, tiendas de campaña, bandejas de setas en filamentos —venidos a menos tardan en dejar el brasero.

      Los salones llenos de literas son para que los huéspedes duerman juntos, las suites del hotel están reservadas para los palmeros del presidente.

      La megafonía pide moderación a los criminales ansiosos, en la gran ciudad hay sitio para todo —no hace falta hacer cola en el tanatorio.

      Liberado del tapón el frasco recupera su misión y humidifica las calvas de los que han ido a hacerse un trasplante de cabello con descuento.

      Ahí me molieron a palos, de ese rincón me echaron a patadas, en esa celda me incomunicaron —el desahuciado de todos los sitios rememora hechos gloriosos de los últimos lustros—: hoy solo me han escupido —resume.

      Si el hambre fuera habitación onírica, girasoles el decorado tercermundista, estrellas la lluvia del hongo atómico, más de uno creería vivir incrustado en un cuadro de Vincent van Gogh.

      Abrazados de seis en fondo —codo con codo— mutilados de la última guerra desfilan mohínos por la avenida, los miembros amputados los siguen con aturdido desorden, se burlan de la marcialidad que la parada exige.

      Los taciturnos se muestran descontentos con este calificativo, bastante tienen con ir detrás del autobús si quieren desplazarse o emborracharse con el sobrante de las copas que dejan beodos ahítos.

      ¡Con qué parsimonia se echa la noche encima, qué pésima colaboradora nos ha salido esta puritana enemiga del vicio, cuándo dejará de intoxicarnos con sus prédicas sobre salud mental, enfermedades venéreas, piscinas sin agua!

      Poco importa lo que diga el manual, para abrir botes de cerveza existe un código que sin mirarlo ya se sabe —facilidades para analfabetos y de rechazo confianza en uno mismo, autoestima.

      El lenguaje intimista de los muertos callejeros incluye gritos nunca oídos, ayes lastimosos de cándidas calaveras empotradas en bloques de carne de membrillo.

      Rubén dice que piensa estar un día sin hablar porque esto ayuda a reciclar el ruido y convertirlo en silencio.

      Simeón dice que los de la funeraria le han prometido un lugar destacado en la inhumación de sus restos —le va mal por la hora, pero no encuentra quien lo sustituya.

      Leví dice que solo ve pobres diablos donde otros creen ver ejecutivos de éxito conduciendo monopatines con la mochila al hombro.

      Judá dice que para llegar a ningún sitio va demasiado deprisa, el fracaso se ceba con los infelices y la infelicidad se ceba con los fracasados.

      Dan dice que ha perdido la cabeza y las ganas de recuperarla, mejor sería darle otro nombre y una disposición menos importante, que pueda llevarse en el bolsillo, por ejemplo.

      Neftalí dice que se ve madurando día a día con la indiferencia de un mueble y menos resistencia por su parte.

      Gar dice que nunca sale de casa sin estar seguro de volver a la hora de siempre —no solo eso sino armado con las mismas fatigas habituales.

      Aser dice que él es su propio profesor en eso de pulsarse el pulso, de éste depende también el futuro del discípulo.

      Isacar dice que si se va para siempre —un paseo por el porvenir— no significa que menosprecie la alegría del retorno.

      Zabulón dice que qué queda de la pobreza de los pobres encumbrados al podio de la miseria.

      Dina dice que tiene otra vida más interesante que la que muestran los retratos —ahora se monta su propio reloj, su propio calendario, su trabajo es cosa suya, como el aseo del esqueleto y la comida.

      José dice que su suerte tiene que cambiar —ha heredado una maleta, ganas le dan de regalar por ahí lo que sea que contenga.

      Benjamín dice que ya morimos degollados como inocentes animales, ¿y ahora qué sino remplazarnos?, se plantea.

      Los muertos callejeros esperan cohibidos en el arcén de estaciones fantasmas, el tren escoba los descarrila en la fosa común del olvido.

      Estúpida primavera espolea raíces, hierbas, brotes y tallos por las llagas infecundas del aglomerado asfáltico —estúpida primavera donde las hagan.

      En la factoría de cuerpos raros cualquiera puede cambiar de aspecto si alcanza a costeárselo, incluso llevarse un par de repuesto.

      Herida la mano que tantas veces ha herido difícil convalecencia aguarda a quien pretende usarla para fines menos piadosos, tal vez amables vilezas aprendidas en el autocine.

      El perito en huellas criminales intuye que los gritos de la víctima son breves mensajes cifrados para que nadie malinterprete su desacuerdo.

      Las palabras que apenas se usan agonizan en huelga de celo resignadas a morir en la hoguera de algunos putrefactos poemas.

      Arde el asfalto con sus árboles secos soliviantando raigones de transitorios siglos, mascotas peludas marcando esquinas con unción de enmohecido espectáculo.

      La casa del muerto aguarda el día señalado en que alguien se dé cuenta del tiempo que hace que no se abren las ventanas, que tampoco respiran los viejos volúmenes, las teclas del piano abarquilladas.

      Los solitarios se reúnen a regañadientes, se dispersan escandalizados, se reagrupan de nuevo en frascos individuales con etiquetas poco fiables.

      La película del atentado terrorista descubre una silueta extenuada que huye entre la lluvia de cristales del restaurante en llamas, el estruendo de platos y vasos al estallar tumba a los que aguardan en la parada del tranvía.

      En la pantalla se ve una pelea de parias sin trabajo que se disputan la oportunidad de una jornada de contrato recogiendo naranjas malogradas a consecuencia del último pedrisco.

      El ciego no se mueve, sin perro lazarillo ni bastón se deja cachear por la pandilla de niños de la calle cuyo líder sigue de lejos el progreso de la emboscada.

      En la protesta de los pensionistas nadie respira hondo, obligados a economizar lo imprescindible cualquier exceso vitalista se considera delito medioambiental.

      El grito se puede pintar, esculpir o cantar, pero está prohibido hacer de ello profesión u oficio que menoscabe el trabajo del asesino, tampoco sirve de prueba en el juzgado si se trata de condenar al condenado.

      El

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