El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva
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VI
Rubén dice que antes de una hora tiene que abonar el soborno de la quincena, si no lo hace le cortarán el dedo que le queda.
Simeón dice que piensa hacer caso a todos los vendedores de electrodomésticos —lo han convencido, no piensa desairarlos.
Leví dice que en su apartamento viven cuatro desconocidos y un perro de presa que se alimenta de salmón ahumado.
Judá dice que no tiene por qué envejecer si esto es lo que más lo exaspera, acaso podría asumir la senectud si solo durara un rato.
Dan dice que piensa organizar una fiesta para que los parados del barrio confraternicen, no es justo que disfruten del maldito azar solos y en el mayor anonimato.
Neftalí dice que le duelen los embriones por tanto tiempo apalancado en el taburete —ya no llueve y el brote de ébola parece controlado.
Gar dice que el miedo a perderse aglutina rebaños urbanitas donde los que caen se notan menos.
Aser dice que las mujeres de celuloide seducen a espectadores solitarios que se devanan el sexo.
Isacar dice que más de una vez pisa las pisadas de su oscura sombra en la acera de enfrente.
Zabulón dice que le encandila una canoa que huye sin nadie remando, a saber en qué remolino místico se ha ahogado el náufrago.
Dina dice que las ratas nos adoran desde antes de inventarse el queso, historiadores hay que las culpan de roer el maderamen del Arca de Noé.
José dice que ha visto robar un cabaré con todas las chicas dentro y Toulouse Lautrec dormido.
Benjamín dice que la división en dos del planeta dejará en medio a los pobres, a la intemperie, colgados de sus harapos, con el culo al aire.
6
Transeúntes deprimidos celebran el Día del Orgullo Melancólico, la mayoría con la cabeza un poco más hundida entre las ingles.
Mechones de pelo trenzados engalanan los barrotes que aíslan los altares de desesperanzados fieles, el rezo continuo tiene algo de travieso folclore digno de figurar entre las sinfonías discotequeras.
Debajo del maquillaje el payaso de circo solo lleva la calavera desnuda, por la tarde se calza un samovar y trabaja de asistente con un urólogo.
En el internado se habilita una suite para cuando lo visiten los inspectores —se suspenden las actividades taciturnas, los hornos no dan abasto a tantos panes esmerilados, manitas de cerdo, alitas de pollo al curry.
El mancebo sustrae una píldora de cada envase y sella el frasco con baba, la saliva de las cucarachas termina por sellar estrías aún rebeldes.
La foto sobre la repisa muestra al abuelo condecorado firmes ante la bandera, las mondas de naranja a sus pies explican el lustre de las botas.
El todoterreno reparte cloro para piscinas, monederos, chuzos, regazos, pintalabios, rulos, bragas, conejos disecados, suero de leche, cartapacios para archivarlo todo.
Los rayos de sol se encienden y se apagan según disponga la madre abadesa, las penumbras que se adueñan del convento propician abismales arrobamientos al fulgor de las velas.
En el viejo baúl se pudren el vestido de novia, las flores secas de aquel aciago día, los zapatos acharolados dos números más pequeños, la arcaica escafandra que lució el contrayente.
Una oreja inalámbrica escucha y graba lo que traman los presos encamados en sus literas, fabulosos planes de evasión que los escuchas convierten en guiones cinematográficos, chistes televisivos.
El cocinero raspa la piel chamuscada del besugo pegada a la llanda —es mejor perder el tiempo en tareas infructuosas que inventarse remedios caseros.
El atropellado al que daban por muerto se prepara un sándwich vegetal en la cocina, es la primera vez que lo mata un inválido motorizado sin fuerzas para bostezar siquiera.
Flota un vaho rancio en las calles sin lluvia hacendosa ni hojas otoñales que sirvan de coartada al viento para barrerlas, las flores del papel pintado se agostan envejecidas sin proponerse otra temporada.
El miedo anquilosa las ingles, las ingles retroceden hasta los pies, los pies se vuelven gachas, ¿qué es sino una mujer acosada saliéndose del mapa mientras el mundo es testigo pasivo?
Los tenistas de piel blanca y los tenistas de piel negra ya se han puesto de acuerdo, el juez de silla será siempre entreverado.
En las cavernas otra vez de moda lo primero que aprenden los cavernícolas es a subirse y bajarse la cremallera tras evacuar en la montaña de los ocho mil metros de excrementos ambientando el paisaje.
VII
Rubén dice que las cosas son como son porque no son auténticas cosas —hoy se falsifica hasta lo ya falsificado.
Simeón dice que se ha dejado la corona de espinas en el paragüero de la oficina.
Leví dice que ya es proeza madrugar todos los días para verse despierto, si fuera al revés no habría tanto sonámbulo.
Judá dice que mañana sin falta —ahora mismo si pudiera dejar el vicio— va a sumarse a los disidentes acampados bajo el viaducto.
Dan dice que prefiere la doncella de hierro a uno de esos exorcismos de película, de todos modos no piensa confesarse.
Neftalí dice que para cambiar el mundo en principio hay que demolerlo todo dos veces, una para disfrutar de la nada, otra por si la nada rebrota.
Gar dice que sospecha que le van a impedir acongojarse en privado, ni bajo tierra lo dejan a uno rascarse a gusto.
Aser dice que de buena gana dejaría las manos hundidas en los bolsillos para siempre, ya le gustaría hacer otro tanto con los talones.
Isacar dice que el corte en la cara se lo ha hecho abriendo el paraguas, en vez de varillas el suyo despliega navajas.
Zabulón dice que el mal olor de sus pies se debe a que calza zapatos levógiros.
Dina dice que sueña con tener un hijo antes de que nazca el primero, a ver si el desorden de los factores tampoco altera el producto.
José dice que se está matando a beber por nada que merezca la pena, a este paso acabará tomándose el jarabe del perro a ver si ladra y lo apedrean.
Benjamín dice que el élan vital no desaparece con el muerto, lo sigue al más allá con terquedad de sabueso.
7
Los cavernícolas se preguntan qué nueva desgracia les aguarda ahora —han perdido el teléfono, el 4x4, las tarjetas de crédito, la biblia de bolsillo, el hábito de despiojarse.
En la cometa viaja una cuerda de