El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

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El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva

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al responsable de la sanidad pública.

      Reporteros y camarógrafos aguardan la salida por la puerta de atrás del juez que deja en libertad sin cargos al violador del ascensor que no funciona pero le sirve de picadero.

      El apuñalado en el callejón sin salida se promete no volver a merodear esos peligrosos burdeles, la diversión acaba en depredadora bancarrota, la lujuria puede esperar liturgias menos exasperantes.

      Rubén dice que jamás se comprará una cazadora de corte paramilitar no sea que lo confundan y lo manden a enjaular niños sin acompañantes.

      Simeón dice que mejor espera en la barra —se le está ocurriendo una idea y no quiere compartirla con tipos de su misma calaña.

      Leví dice que duda entre comprar algo impensado donde siempre o lo de siempre en un lugar impensado.

      Dan dice que el vigilante jurado graba a los clientes peor vestidos, a saber si es la parte de su trabajo que más placer le procura.

      Neftalí dice que de poder elegir optaría por un mundo sin centros comerciales, hamburgueserías ni mares sin playas desnudistas.

      Gar dice que los perfumes de marca alimentan el ego de los más ricos —el ego y la excelsitud, que no hay un solo pobre que huela bien y camine erecto.

      Aser dice que de todos los rigores el más infame es la hambruna, los que comen tierra lo hacen porque es gratuita, no por necesidad extrema.

      Isacar dice que no ve mucha diferencia entre él y un delincuente con solo alejarse un poco, de cerca en cambio tiene pinta de forastero canalla.

      Zabulón dice que los fines de semana renta una bicicleta sin frenos, enfila la autopista y desafía a la muerte —la muy desgraciada pilota una ambulancia.

      Dina dice que el jueves se va de compras con una compañera de la residencia en coma, los médicos insisten en que haga vida normal y no se amilane.

      José dice que cuando hay más humo que llamas es porque arde un libro de poemas.

      Benjamín dice que la femoral suele reventar en décimas de segundo pero que las consecuencias son lo de menos, lo que de verdad importa es registrar el hecho en Record Guinness.

      El apuñalado en el callejón sin salida se desangra en la rampa que conduce a Urgencias, los camilleros afrontan como pueden abucheos y cuchilladas de los pacientes que forman cola.

      La maestra explica lo de la gran explosión, la bola de fuego que acabará con el mundo, lo que pasó con los dinosaurios —los peques de la guardería salen al recreo mohínos.

      Activistas extremos pinchan las bolsas conectadas al intestino de los ostomizados en cuclillas tras los bancos del parque, los delfines de la fuente relucen con el rocío de heces frescas sobre sus corpachones de bronce.

      Ventolera de monederos, atizadores, baúles, sonajas, cuberterías, piernas ortopédicas, envases con medicamentos caducados —la ayuda humanitaria da lugar a compromisos entre parejas que de otro modo ni se saludarían, mucho menos acoplarse un rato.

      Un minuto basta para que el fuego de la gasolinera se propague al tiovivo, un minuto es suficiente para que la amenaza de bomba expulse a los clientes a la calle, en un minuto se pone en pie de guerra la maquinaria belicista, los muertos previstos en la estadística se asean en un minuto para la foto.

      El policía municipal propina una paliza a un tetra, el muy pendejo se ha saltado el semáforo —aún se queda con legítimas ganas de arrastrarlo al cuartelillo y reventarle el tímpano.

      Los héroes del monumento exhiben una protuberancia púbica ayer inexistente, las autoridades locales discuten si conviene el empleo de la llave inglesa o el bisturí con fórceps.

      El ladronzuelo pillado infraganti deja en el mostrador la tortuga laúd que pretendía llevarse bajo el brazo, de este ingenioso truco se vale para afanar la lata de sardinas oculta en el entremuslo.

      De los pisos altos vuelan hombrecitos en paracaídas chasqueando los dedos porque el partido ya ha empezado —es difícil regular el canto del gallo disecado de modo que avise justo a tiempo.

      El cepillo eléctrico de la familia genera una gingivitis de aquí te espero, como las desdichas nunca viajan solas también heredan una versión desgarradora de palabras soeces impensables, raras en una familia que se friega los dientes.

      La megafonía aconseja ir en una sola dirección para evitar la polarización de la emancipación librepensadora, quienes no asimilan el trabalenguas —plebeyos sin duda— son dados de baja en el subconsciente colectivo.

      El olor de la presa guía los pasos del acosador furtivo, el olfato capta enfermedades infantiles, malformación de un hueso, infecciones bucales, el rastro que deja la radioterapia —no importa, es una buena pieza pese a todo.

      El matón de la camisa negra se ensaña cuchillo en mano con un maniquí en bragas, entrenamiento comparable al que efectúa el bombero regando melilotos en su día libre.

      Rubén dice que los indeseables no pueden desear nada que no esté al alcance de sus indeseables necesidades, una de ellas supeditada a lo que deja ver el ojo de la cerradura.

      Simeón dice que no sabe qué hacer con la sierra mecánica comprada en las rebajas —por suerte rechazó la oferta 2x1 exclusiva para quienes pagan al contado.

      Leví dice que algo es algo para el pobre a quien socorren con una moneda falsa y otra con tres caras, la de non con la faz esculpida de Mahatma Gandhi.

      Judá dice que vivir para sobrevivir es el credo de la mayoría por más interventores que controlen ese desvelo —¿desvelo dices?, preguntan los terceros dándose patadas en el culo.

      Neftalí dice que no recuerda si a la ópera se puede ir armado hasta los dientes, solo o acompañado de un esqueleto bailongo.

      Gar dice que detesta los impulsos desamortiguados de esos amantes en los asientos traseros del autocine visionando Lolita.

      Aser dice que la noche de los tiempos es un agujero negro atestado de sucesos que nadie quiere atribuirse —la ley de la gravedad por ejemplo, aplicación que maldita falta que hace.

      Isacar dice que los desencantados solo pueden juntarse lejos de la verdad que diseñan los gestores del encanto, gestores a su vez encantados de reconocerse aun de lejos.

      Zabulón dice que socorrer a un tirado en la cuneta atrae la mala suerte, no digamos si además lo metes en casa, lo acunas y le das un vaso de leche.

      Dina dice que va a echar un vistazo al armario a ver si tiene un vestido indecente que ponerse —últimamente luce sobria pinta de fantasma surrealista arrastrando el halo de un reloj blandengue.

      José dice que lo que molesta a los acomodados no es el acoso de los pedigüeños, sino que lo hagan sincronizados, bullangueros y bien vestidos.

      Benjamín dice que de sus dos personalidades una odia a muerte a la otra, esta última partidaria de si hay que matar para sobrevivir, se mata y punto.

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