El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

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El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva

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una pista que lo lleve donde se supone que debe llegar tarde o temprano, seguro que es una trampa, un malentendido, la telaraña jadeante de un túnel baboso.

      Benjamín dice que no le sorprendería que la barbarie terrorista acabe debajo de la alfombra, así terminan los trapos sucios después de lavar la cara a la Historia.

      Esfinges descabezadas por todas partes (astronautas de cera, trozos de delfines, caparazones de tortuga, monos disecados, huesos milenarios), despanzurrados autobuses empotrados en las vitrinas —los neumáticos son rodajas de merluza congeladas, anillos de gelatina los faros de invierno.

      El resorte oxidado de los cierres metálicos rechina acordes patibularios, música de dentaduras apareándose ramplonas, malversación desafinada el melancólico arpegio.

      La megafonía difunde el mensaje mañanero —el uso desmedido de la solidaridad no debe causar daños colaterales, un contingente de ahorcados es pésimo icono de cara al turismo.

      Ahí viene el comprador compulsivo cargado de libros de segunda mano —¡paso libre a la polvareda, que nadie tire a dar al individuo! El recaudador de mendrugos da traspiés de hombre-orquesta, no sabe si reír o llorar abrazado al trozo de suculenta empanada rescatado de un zapato pieldesapo. Pasa el todoterreno cargado de monederos, sonajas, bandejas de pollo frito, medios sándwiches de yogur y pepino —la población pasiva se abastece con cínica apatía, nada defrauda más que el ágape equivocado. Algarada de enfermos con descomunales flemones necesitados de sidecar para trasladarlos, tumores como cerdos cebados, virus galopantes por abusos narcolácteos. Asistentes sociales recién diplomados se entrenan con alumnos del colegio de huérfanos —clama al cielo el capullo cerebral de los chicos hinchado, reblandecidas barrigas derramadas en el asfalto. Hortalizas manufacturadas con billetes de curso legal pegados con engrudo, naturalezas medio muertas con apoltronados gusanos, tristes desnudos con la pierna panzarriba —el mural preside un palacio de congresos desaprovechado por carecer de foso. Reparto de sardinas plastificadas, monederos, sonajas, fiambreras de alubias pintas, flan a las finas hierbas, libros de mediopelo, huesos de jamón aún potables, tiras de salami con caracoles excomulgados. Se avistan telesillas invasoras transportando manadas de pobres diablos desalojadas del santuario, secta de canecos asociada al rescoldo de la sopa boba con picatostes al vino. La emboscada da por resultado que el hígado cambie de dueño mientras el donante despierta en otro continente mirando libros en una biblioteca. Insumisos párvulos se desprenden de mochilas repletas de cuadernos, lápices, salchichas, borradores, monigotes, avioncitos, sacapuntas, cuentos de hada obscenos, citas secretas con el monitor de gimnasia. Corredores de la maratón para enfermos terminales adelantan la línea de meta a pocos pasos de la salida, es de rigor que el ganador copule con la organizadora que otorga la medalla.

      Rubén dice que nadie está a salvo de los sobresaltos que comporta la vida, la eutrapelia uno de ellos.

      Simeón dice que hay que dar de comer a las ratas, lo contrario es crueldad extrema en una civilización avanzada.

      Leví dice que su hija de cuatro años le ha prohibido hacerlo en casa.

      Judá dice que la culpa de haber nacido se salda con suplicios inconfesables, a qué achacar si no la diligencia por evadirse.

      Dan dice que lo han multado por sentarse en un banco controlado, dos que estaban con él ya disfrutan de antecedentes penales.

      Neftalí dice que la cochambre va por delante de la variable consumo, con los huesos de pollo triturados se fabrica un sucedáneo de caviar, con las sobras se rellenan colchonetas para recién nacidos.

      Zabulón dice que mejor fruta corrompida que nada a la taza, muchos van a contrapelo y prefieren sarna poco hecha, mejor al dente.

      Gar dice que los siete signos del cáncer se han multiplicado por cuatro, el último síntoma maligno proviene de los náufragos que los peces se comen, un maná para el que solo hay que estar de cuerpo ausente.

      Aser dice que sufrir por un ideario no debe sobrepasar los cinco minutos, los que restan del día se pueden dedicar a aligerar la roña de las estatuas, pulir las señales de tráfico, lamer las piedras de añosos monasterios.

      Isacar dice que con la comida desechada se podría engordar a varios millones de muertos de hambre incluidos los que están a dieta.

      Zabulón dice que todos alguna vez hemos vivido antes de haber nacido, en su caso tiene pruebas de no haber sido engendrado del todo.

      Dina dice que trabajar siete días a la semana pudre la autoestima, la provocación comienza con la carnaza de un sobresueldo, le sigue una invitación a probar la hondura de un precipicio acolchado.

      José dice que no todas las personas son conscientes de tener cuerpo, hay quien se da cuenta cuando se busca la sombra.

      Benjamín dice que los entarimados crujen porque despertamos a los parásitos más de uno recién llegado al exilio.

      Corredores de una sola pierna compiten por el puesto de camarero vacante en el figón del hipódromo —los mutilados pueden llevar sus alas siempre que no sean crines de yegua.

      Tras los vehículos transitan baúles, monederos, sonajas, atizadores, almas sin dueño ni pena, memorias de presos manuscritas en toallitas desechables, escobas de bruja con licencia de taxista.

      La avenida numerada se convierte en ojo de cerradura con el edificio número cero encabezando la acera de los pares, la de enfrente en cambio se enumera a capricho de un grafitero trashumante que ya tiene fichado la policía.

      En la pantalla gigante se ve un hombre sin trabajo saboreando rollitos de papel higiénico que moja en un bote de leche condensada, la barba de varias semanas da a entender que no alcanza a alquilarse una mísera limusina.

      El fotógrafo se acuesta en el bordillo para retratar el cadáver bajo las ruedas —un aprovechado se las ingenia para robarle los zapatos recién estrenados.

      Comoquiera que el bolso se resiste el descuidero arrampla con el hombro ortopédico de la sordomuda —llanto, hipo, tumbos y desmayo se suceden a cámara lenta.

      Los que pernoctan en el invernadero amanecen borrachos de cócteles gratuitos —zanahorias, tomates, pimientos, melones, calabacines, todo licuado por las patas de un penco.

      En su día libre el cartero deambula por la calzada zapateando un envase medio lleno de cerveza, de vez en cuando se para y hace el gesto de colocarse como es debido la cartera sobre la chepa.

      Los soladores traslapan un damero de baldosas blancas y negras en el vestíbulo de la funeraria abierta veinticuatro horas, no se sabe si es un señuelo metafísico o una suerte de lúdico escapismo.

      El prestamista valora la calidad del oro canjeado por una papeleta, el desesperado la mira por detrás al trasluz de la bombilla contrastando la autenticidad del trofeo.

      El bocinazo de la caravana provoca un infarto al ciego que vende loterías —algo diferente de lo que se espera en una soleada mañana que augura horrores asequibles, sorpresas asépticas.

      Llegar a su hora no es fácil ni probable para los atropellados de la jornada, alguno hay citado en la posdata del notario, no menos abiertos de brazos se quedan quienes iban a celebrar festejo onomástico.

      La

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