El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

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El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva

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clonados, listos para perpetuarse.

      Proyectiles de boñigas frescas hacen recular a los huelguistas hasta las fallebas electrificadas de las bocas de metro, forma tangible de potenciar el aseo colectivo.

      Ahí va tan campante la mujer del César con los auriculares hundidos en las orejas, nadie diría que trafica con narcóticos manipulados unos, fotocopiados el resto.

      El candidato y sus guardaespaldas escuchan el soliloquio de un dedo enhiesto prometiendo venganza, días de ira santa, atentados sangrientos a cargo de bienaventurados mártires.

      Donde no cabe una muñeca decapitada duermen docenas de refugiados en turnos de media hora exacta, demasiado en opinión de la casera.

      Pisado el acelerador a fondo el todoterreno libera pizzas sancochadas, perritos calientes, tortillas con/sin cebolla, pisapapeles, calendarios de mesa, monederos, bragueros, regazos en demanda de corazones rotos.

      Siete gatos ahogados en la piscina adoctrinan a sediciosos y rebeldes, también comunican a las ratas armisticios en pendientes infortunios.

      El culebrón de la sobremesa permite la invasión del fregadero a cargo de deprimidas cucarachas adultas, la desconfianza es cáncer que merma la autoestima de tan fieles animales de compañía.

      El conformista vive convencido de que el fuego no arde sin motivo, un negocio que quema nunca es peligroso para siempre, la humareda también forma parte del mejor de los mundos.

      La muralla se ha vuelto muro, podredumbre la alcurnia y utopía la culpa —ahora ya es posible hablar con desconocidos y compartir nuestras miserias estacionados en el borde de la acera.

      Vehículos con forma de pianos conforman un carrusel de nómadas ataúdes en busca de usuarios derrotados, escoria de otoño circulando al ritmo de sonatas menguantes que tocan mano sobre mano.

      El siniestro fragor de los hornos crematorios cría islotes alrededor donde se citan lectores de diarios buscando su nombre en las listas necrológicas —cuando más cerca de la parrilla menos desquicia el embargo.

      En la fiesta de soltero el novio se siente perdido, no conoce a nadie, los invitados lucen batas blancas, unas monjas de traza antigua se encargan de servir las bebidas.

      Los emotivos abrazos abochornan a la viuda —acaba de esparcir las cenizas de su marido con dedos artríticos que abre uno por uno sorprendida al cabo porque no falta ninguno.

      Rubén dice que lleva un collar antiácaros por si tiene que bajar al suburbano, de las tentaciones ya se ocupa la brigada antivicio.

      Simeón dice que solo los votantes del partido que gana las elecciones deben asumir la subida de impuestos.

      Leví dice que sin chaleco salvavidas no es prudente salir a la calle, su prima lo olvidó y ahora le escribe desde el bosque de Sambisa, lago Chad, Nigeria.

      Judá dice que acaba de abrirse las venas y parece que lo hará todos los días, la sangre fluye invasiva encantadoramente aguerrida.

      Dan dice que no está contento consigo mismo porque apenas compra nada, las ofertas no le tientan y las hormonas andan por las nubes.

      Neftalí dice que podría morir por alguien siempre que no se trate de uno de sus amigos, parientes cercanos o tertulianos de televisión.

      Gar dice que una nuez de mantequilla da un sabor exquisito al seso de cordero —es aconsejable cocinarlo una vez el animal desnucado.

      Aser dice que si dice lo que piensa de los jueces más de uno le partiría la cara, bienaventurados los justos porque no tienen que demostrar nada.

      Isacar dice que el zumbido de las abejas libando es un armónico en fa sostenido —Joseph Hadyn era un apasionado de las tortitas con miel.

      Zabulón dice que no sabe qué ha venido a hacer aquí a estas horas en chanclas, el laxante recién puesto, las cejas a medio depilar.

      Dina dice que lo que más le gusta es espiar de noche las ventanas abiertas, los coitos interruptus veraniegos son el ofertorio de un sacrificio herético rendido al colchón de agua.

      José dice que su mujer se pasa el día organizando cuartetos de cuerda floja, además de sinfonietas de ropa íntima la orquestina interpreta obras maestras debidas a afamados urogallos.

      Benjamín dice que se peina hacia atrás porque eso denota dinamismo, ansia suasoria, autoestima y garbo existencial, cuatro de las pertenencias que el exilio le ha birlado.

      La viuda se bate en retirada disparando a bocajarro contra allegados y amigos de su extinto marido, ha dejado de llover, de casa al tanatorio ha contado 250 semáforos.

      En el tugurio hay clientes reducidos a polvo de traje porque ya no cabe un alma, la aglomeración propicia que una misma copa sume medio centenar de lenguas sedientas.

      Los árboles muertos del parque suspiran por un suspiro al menos por parte de los enamorados difuntos que disfrutaron de su umbría cuando aún no eran cadáveres.

      La hojarasca urbana riza en tirabuzones ventrudos calcetines impares, bronquios oxidados, cenicientos peluquines, volátiles preservativos, máscaras carnavalescas con mueca incorporada.

      La avioneta fumiga a los estorninos reunidos en magno concilio deliberando qué sembrado arrasan a modo de aperitivo, qué tendido eléctrico favorece la siesta, en qué cementerio dejarse caer hartos de ser pájaros.

      Los padres que no saben qué hacer con su hijo cuentan a la periodista que han acordado crucificarlo —ya han elegido ladera en una montaña a medias urbanizada y wifi gratuito.

      La divorciada se separa de su hija el fin de semana, un encapuchado la viola y mata cuando entra en casa —la divorciada, aclara el plumífero.

      El ordenanza interino sopesa el contenido de las papeleras antes de rescatar apetitosos cruasanes, rodajas de limón aún frescas, finas cortezas de beicon ahumado que plancha eufórico.

      En la franquicia de frutos secos hay ratones que distinguen una banana macho de otra con caderas de corista —los roedores preparan una fiesta-orgía.

      El furgón de los muertos sin nadie que se haga cargo de ellos viene hasta los topes esta soleada mañana, overbooking lo llaman los cronistas.

      Los zapatos caminan solos, patean la misma acera, la que solía patear acucioso el limpiabotas-camello.

      Algo ha cambiado a duras penas para los que hacen huelga de hambre abrazados bajo una manta algo más raída que en otras huelgas.

      La megafonía aprovecha el eclipse para difundir mensajes de busca y captura a niños de la calle constituidos en sindicato tutelado por el Fondo Monetario Internacional.

      Los optimistas se bañan desnudos en la margen derecha del río —una manera de saberse acompañados—, los pesimistas por contra lo hacen enfrente vestidos —una manera de saberse perseguidos.

      El pirómano intenta quemar las azoteas, ya que no alcanza a incendiar las nubes asume el capricho de crear un samovar para el té cuando le apetezca.

      A

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