El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

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El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva

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se escudriñan con miradas asesinas, más de uno escupe cuando el botones acarrea el equipaje si no jalan del extremo de la alfombra para que cualquiera resbale y se mate.

      El recién nacido frunce el ceño consciente de donde ha venido, si pudiera elegir una etiqueta se inclinaría por un estatus clandestino.

      Taciturnos desmemoriados deambulan sin norte ni estilo, uncidos de dos en dos cabecean como bueyes de tiro cegatos.

      El disparo a discreción cercena cabezas y pechitos de paja de marionetas acodadas en las ventanas altas —gritan, pero no es grito lo que se oye repercutido por las fachadas.

      Atroces rompehielos acampan tras las esquinas por si acaso asoma el busto torvo del dilema mata o muere, aprieto sin el cual la humanidad no existiría.

      Un solitario pájaro desnortado es protagonista del pasmo metropolitano que saca escolares a la calle con sus lápices de colores, calcetines a media pierna, un rictus de extrañeza en las comisuras.

      El ejecutivo quiere verse, comprobar el peinado, arreglarse la corbata —el espejo se da la vuelta y huye por un resquicio que antes no estaba.

      Pasa un tanque maniobrero ojeando grafiteros embelesados con tan combativo oficio, quebradero estético maldito condenado a perpetuarse.

      El todoterreno escupe tiznes que agravan la asfixia, disciplinas para castigar la pobreza, oleadas de virus contagiosos, asma sin esperanza, desgracias que nunca se visten solas.

      El preso que va esposado en el furgón cabecea como si viajara en un acuario, el nudo en la garganta remonta hasta el oasis seco del cerebro.

      Puestos de ropa usada exhalan avinagrados hedores, salobres emulsiones de sus anteriores usuarios, desahucios parsimoniosos acordados con avispados ropavejeros.

      Un paso en falso descabala la marcialidad del desfile, los soldados besan la grava, avanzan a cuatro patas, se bayonetean por la espalda.

      Lanzadores de orina compiten esta vez a ver quién sobrepasa el carricoche de perritos calientes estacionado frente al atrio catedralicio.

      El cirujano ajusta a martillazos el implante de corazón rebelde que se resiste a acoplarse, que lo rechaza encorajinado.

      Las azafatas de la calle buscan caracoles mientras esperan, cuando el fulano se decide los liberan —son prostitutas, no depredadoras.

      La decoradora de interiores no sabe cómo redecorar la carnicería, todo lo que no sea la imagen del carnicero con media vaca al hombro se le antoja abstracto, atrevido, innegociable.

      Transeúntes testarudos reafirman su fe en el futuro pilotando triciclos sin sillines, la rueda delantera en curva de Moebius.

      Rubén dice que vivir, malvivir y sobrevivir ha sido lo mejor y lo peor que podría haberle ocurrido, más que si hubiera nacido muerto.

      Simeón dice que aspira a tener un mayordomo inglés que le ponga los calcetines y lo envenene con inteligencia novelera.

      Leví dice que desconfía de las fronteras donde un perro visa los pasaportes, ha visto chuchos guiñando el ojo a contrabandistas camuflados de exiliados.

      Judá dice que por si cuela va a registrar a su nombre la Novena Sinfonía de Beethoven, versión para silbato y batería.

      Dan dice que no se imagina a otro llevando la vida que él lleva —un tiro en la lengua le impide ser más explícito.

      Neftalí dice que de hoy no pasa que haga algo estúpido, injustificado si lo apuran —¿qué tal un salto sin alas ni paracaídas desde el último piso?

      Gar dice que puso a asar una berenjena y sacó un pavo relleno, lo mismo pone a freír una biela y consigue un camión cisterna.

      Aser dice que duerme en un ataúd para irse acostumbrando —¿a qué?, se pregunta indignado después de cada experiencia.

      Isacar dice que en el Paseo de los Tristes obsequian nanomisiles a viandantes quemados, lo más oportuno en días nefastos.

      Zabulón dice que los que llaman tierra al mundo aluden sin duda a otro planeta, lo malo es que no van a cambiar de criterio cuando aterricen.

      Dina dice que va a hacer valer el derecho a excavar una trinchera en casa para defenderse de los nuevos vecinos.

      José dice que de día duerme para no enterarse de lo que pasa, pero de noche vela para enterarse de lo que no ha pasado.

      Benjamín dice que no tiene miedo alguno al olvido, su huella lo sobrevivirá impresa en los nichos de los que lo han desahuciado.

      Transeúntes decapitados se espolvorean pimienta en las cicatrices, doce transeúntes convictos se organizan para celebrar la última cena, transeúntes sin rodillas compiten en un decatlón improvisado.

      Cuatro chicas de buena familia atracan un banco sin vigilancia, proliferan las sectas cuyo líder soberano pastorea el rebaño con preceptos cada vez más rentables.

      Astutos comensales brindan con cicuta para no pagar la cuenta, cuando van a celebrar la osadía se descubren reventadas las entrañas.

      Por ahí viene lanzado el tapacubos buscando una pierna que llevarse por delante, el motorista que se salta el semáforo se empotra en la vitrina de la perfumería.

      Pedrisco marrón oscuro provoca choques en cadena con saldos escalofriantes, las cajas vacías que impulsa el viento deslucen la foto de boda con la Sagrada Familia fotocopiada al fondo.

      El mensajero entrega pensativo el bulto, no tiene algo mejor que hacer en otro sitio, de buena gana pediría hospedaje para acabar con el suplicio de las entregas a domicilios siempre ajenos.

      El tipo gordo de la camisa rosa cede el paso a la tipa flaca de la cresta florida, uno que habla a gritos pregunta dónde diablos hay un mingitorio.

      Cascotes desprendidos del alero dejan nueve muertos en la terraza, dos cantaban y tocaban la guitarra, una docena de clientes se va de rositas.

      La alegoría de la paz se oxida en el lienzo, sangra por ser diosa femenina expuesta a trapaceros abusos, ya no es símbolo proverbial sino desatinada extravagancia.

      Despavoridos explotadores huyen hacia arriba escalando fachadas —sería más fácil ahorcarse, pero quién se haría cargo de vendettas, abusos, mala conciencia, ajustes, infamias aún pendientes.

      Por los túneles del subsuelo se abren paso kilométricos afluentes de excrementos entrenados para ser puntuales convidados al banquete nupcial de las ratas.

      Kamikazes psicópatas caen sobre sus víctimas con aterradora puntería, de aquí la proliferación de paraguas con conteras de afilados cuchillos.

      Tengo hambre, luego existo —reza el cartel manuscrito de un paria filosófico sentado en el bordillo que en lugar de una mano tiende las dos y las piernas cercenadas.

      La tristeza no es persona, animal o cosa, pero vive, camina y pesa —y si no que se lo pregunten a la angustia, su parienta más cercana.

      La

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