El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

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El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva

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matón de la camisa negra roba una moto y se refugia en penumbras protectoras —ya quisieran muchos corruptos hacer otro tanto en sus paraísos fiscales.

      El coche patrulla arrolla a cuatro escolares que iban por donde no debían, el informe elude aclarar qué hacía el vehículo policial en el tejado de la escuela.

      La conversación de dos viejos conocidos acaba con uno de ellos en las vías, el superviviente aún agita el puño cerrado en el sepelio del colega.

      El tranvía va dejando caer cadáveres que a todo el mundo le suenan de algo, tal vez actores, literatos, periodistas, jueces, diputados, académicos, fauna de un zoo al que solo se entra de incógnito.

      La publicidad radiofónica promete descuentos de hasta un setenta y cinco por ciento en el alquiler de ataúdes con opción a compra —la oferta incluye una elegante mortaja de regalo.

      El todoterreno de media mañana dispara cajas de galletas caducadas, monederos, retales, pelucas, mocasines, lazos preparados para ahorcarse, instantáneas de crepúsculos lluviosos.

      Las ventas en frío dan lugar a morosos que aborrecen las chocolatinas, conductores alérgicos a la velocidad, partidarios de la no-violencia apaleados cuando ya se iban a sus casas.

      Un borracho agresivo lapida a su hija vestida con chilaba masculina, los amigos aplauden a rabiar, las mujeres del vecindario vocean el zaghareet con aspavientos de cigüeña.

      En el vado hay un vagabundo entorpeciendo la salida de los antidisturbios, emparejados como amantes uniformados los agentes hacen gala de plenipotenciario atletismo.

      La escoba mecánica desecha ganzúas, tuercas roscamadera, diosecillos aztecas, tendederos, cruces de hierro fundido, huevos para zurcir cotas de malla, púas de alambrada afiladas como cuchillos.

      Los detalles del alevoso crimen roban el sueño al pobre diablo que duerme en el 2CV abandonado hace medio siglo, cuando la niebla levanta se descubre atorado en el tubo de escape.

      El muerto que aún sueña se pregunta qué hace limpio y trajeado panzarriba viajando dentro de un baúl en la caja de una camioneta que no parece tener claro el trayecto al almacén.

      Los mirones se retiran frustrados, el mimo disfrazado de hamburguesa ya no volverá a extasiarse —el mimo disfrazado de indigente se la ha comido.

      El impresor no da crédito a lo que acaba de picar la vieja linotipia por su cuenta, un aviso de la patronal manda silenciar los tipos de caja alta y baja en favor de nuevas tecnologías.

      Rubén dice que la mitad más uno no solo es mayoría respecto a la mitad menos uno, también posee mayor número de armas.

      Simeón dice que los barcos hundidos se consumen hasta hacerse respetables fantasmas —alguno hay que aún navega cargado de chalecos salvavidas.

      Leví dice que no sabe nada de su mujer desde el trimestre pasado, tanto compararla con una diosa que ha debido buscarse algunos fieles.

      Dan dice que el puente del exilio desemboca en el pozo negro del paraíso, el atasco da fe de contagio autista.

      Neftalí dice que unos pandilleros le han robado la leche del café con leche mientras ojeaba el diario.

      Gar dice que duda entre apuntarse al traumatólogo, hacer penitencia o correr la maratón con muletas.

      Aser dice que los ladrillos de barro cocido se venderían mejor si llevaran logotipo —bueno, firmados por el autor ya sería el colmo.

      Isacar dice que para ir al concierto se pone un pijama suave y limpio, liso si es música de cámara, de rayas si se trata de un programa sinfónico.

      Zabulón dice que la primera vez tuvo que regalarle una maquinilla de afeitar eléctrica a su secretaria —el marido cumplía años el lunes.

      Dina dice que los ojos se le llenan de océanos cada vez que se cruza con un cojo por causa de una mina antipersona.

      José dice que traga saliva y se deja manosear por los aprovechados del metro, lo que no soporta es que se apropien la ropa íntima.

      Benjamín dice que merece la pena ir al centro para identificarse con la chusma, nunca falta un echaopa’lante que pregunta ¿y tú qué vendes, tío?

      NOTAS AL PIE

      El impresor toca el ukelele en un grupo que se junta de noche en un garaje, los muchachos se aplican hasta que la aurora les besa las ingles o el sueño acude a rescatarlos.

      El perito toma las huellas dactilares de la chica embarazada que se acaba de tirar del puente, llena eres de gracia susurra el sacerdote desplazado en patinete.

      El crupier besa la propina que el perdedor de la ruleta le arroja a la cara, el fulano se aleja dando puntapiés a la ruina —cree que es una oca husmeándole las nalgas.

      Transeúntes en sillas de ruedas se congregan para sacarse la lengua, improvisan gestos de intolerancia largos como velos de novia equis-equis-ele.

      El bombero suspendido de empleo y sueldo cavila en clave de tango, no sabe qué hacer con la amante que ha incendiado la pastelería para que a él no le falte trabajo.

      Por la megafonía se aconseja echar a correr sujetando fuerte la bebida para que no se derrame, los que además bailan un trompo se afanan en acrobáticas euforias.

      El todoterreno de las 13,30 reparte fotos de cadáveres sin identificar, es preciso evacuarlos de los hospitales confundidos con agradables hoteles.

      El gimoteo de las sirenas reclama paso libre a las ambulancias frigoríficas que trasladan a los quemados de la estufa anclada a la bombona de butano rellenada con gasolina.

      Ejecutivos con maletines negros se miran con odio asesino, la doble escalera mecánica no es lo bastante rápida para evitar el impacto de los escupitajos mentales.

      Los que todos los días comen se mofan de los que no comen ni una vez al día —no comprenden su inapetencia ni ese extravagante desafío a las leyes de Newton.

      El infierno urbanita está al final del celestial principio unidos ambos por los horrores del sórdido limbo.

      La versatilidad de la jaula no se parece a nada conocido, si en lugar de barrotes lleva espinos ya está resuelto el hábitat de los refugiados.

      En el salón de tiro al blanco se dispara contra la muerte —blanco deleznable pese a su aspecto de gran señora—, por lo que hay que disponer de sustitutos voluntarios que se la juegan por un día fuera de la celda.

      Ni son mascotas ni pían o cabalgan, ni ensucian la acera, la hierba o las alfombras, tampoco nadan, saltan ni cabriolean —estos humanos de compañía están bien enseñados

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