Paisaje con tumbas pintadas en rosa. José Ricardo Chaves

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Paisaje con tumbas pintadas en rosa - José Ricardo Chaves Sulayom

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bostezo, chiquito! Casi me tragás.

      —Perdoname, pero es que tengo mucho sueño. Mañana hablamos más.

      —Está bien, yo también estoy cansado. Buenas noches.

      —Buenas noches, mi amor.

      Beso. Las luces de las mesitas de noche se apagan.

      A pesar de haberse dormido tarde, Óscar se despertó temprano. Se bañó con agua fría, desayunó unos huevos revueltos, pan tostado y café negro bien cargado. Dejó los platos en el lavadero y se dispuso a estudiar. La sensación gozosa de unas horas antes con Mario aún no lo abandonaba, solo que después del sueño se había tornado más tranquila, más serena, pero no por esto menos intensa. Mario fue el pensamiento siempre presente de Óscar, mientras se rasuró, mientras se enjabonó, mientras pasó la toalla por su cuerpo húmedo, mientras revolvió los huevos, mientras sorbió su café caliente.

      Con dificultad logró apartar el rostro de Mario de su cerebro y abocarse a la estadística. Si en la tarde de ayer la melancolía había sido el impedimento para estudiar, hoy lo era su furor de enamorado, tan ferino, tan leonino.

      A las dos de la tarde se presentó en el salón de clases. Aún no llegaba el profesor, por lo que aprovechó para platicar con los compañeros. Muchos estaban nerviosos por la inminencia del examen, pero Óscar no, esa prueba no era tan poderosa como para afectar su entusiasmo amoroso. En esos momentos lo que más quería era correr al teléfono público y hablar con Mario, decirle que lo quería, que le encantaría verlo esa misma jornada, a cualquier hora, pero no, no era posible, si seguía así lo iba a ahogar con tanto delirio; sería, eso sí, el próximo miércoles, tanananaaannnn…, ¡la gran noche!, ¡qué delicia!, y buenas tardes profesor.

      El examen empezó. El profesor separó a los estudiantes que estaban demasiado cerca entre sí. La hoja poligrafiada tenía cinco puntos para resolver. No sabía por dónde empezar. Todo le parecía difícil, jeroglífico, como si su cabeza estuviese vacía, sí, Champollion amnésico, sí, como si los arrebatos del corazón hubieran secado su cerebro. Calma, Óscar, calma. No es posible que no me acuerde de nada, que me venga este blanco en la memoria. Calma. Tranquilo. ¡Ah!, hola Marcelo.

      Para variar Marcelo llegaba tarde al examen. Era el alumno más guapo de la clase y estaba perfectamente consciente de ello. Sabía usar su belleza para contactar o repeler a las personas, según sus intereses. Uruguayo, tenía varios años de residir en el país; sin embargo, su acento seguía inmutable. ¡Suerte que en el nuevo lugar también hablan en vos! Tenía fama de deportista. Esa tarde llegó a la universidad en su bicicleta, vestido con shorts, camiseta y zapatos tenis. Se sentó cerca de Óscar, en diagonal, de forma tal que, con solo desviar levemente la mirada, Óscar tenía por paisaje las atléticas y velludas piernas de Marcelo, musculosas, bien torneadas. Entre el recuerdo de Mario ahora en segundo plano y esas piernas maravillosas, Óscar hizo el examen, describió jeroglíficos con retazos de fórmulas, matemáticas piedras de Roseta, ecuaciones a medio resolver, vellos marcelinos en los labios, conceptos y secuencias que se confundían, ¿al cuadrado o al cubo?, y esa gana de extender el brazo y agarrar la pierna de Marcelo y sentirla y lamerla y morderla; al mismos tiempo esos deseos de acabar el examen ya y correr al teléfono y te quiero, Mario, te quiero (quiero también la pierna de Marcelo), pero no, hasta el miércoles, sí, el miércoles… y ese día ay Marito, lo que te va a pasar, todo lo que te voy a hacer, todo lo que ya te estoy haciendo en mi imaginación…

      Pasada una hora Óscar entregó el examen: incompleto, malhechón… No importaba, ¡al teléfono! Salió rápido del salón y ¡mierda!, sigue lloviendo. Tan bonita que estaba la tarde… Ya había pasado lo más fuerte del aguacero, lo de ahora era una lluvia más leve, en quince minutos más escamparía del todo. Pero no, quince minutos más era demasiado tiempo, era demasiado esperar. Óscar se lanzó al espacio abierto, a la tarde lluviosa. Agua reanimante sobre el rostro, agua en el cuerpo que lo ensopaba progresivamente. Sopa de lluvia y deseo, caldo de amor. Consomé de Salomé caliente. El teléfono público más cercano estaba descompuesto, por lo que tuvo que buscar otro en medio de una lluvia que, como la marea baja, abandonaba la tarde. Otro teléfono, otro, aquel, el del parque con el busto de John F.Kennedy, frente a la iglesia de San Pedro. Busto chorreante de lluvia y pintura roja. Aguaceros subversivos. Óscar se metió en la caseta telefónica. De su bolsillo sacó el papel en que había anotado el teléfono de Mario. Marcó el número.

      —Aló.

      —¿Mario?

      —No, un momento. ¿De parte de quién?

      —De… Óscar.

      Tras una pausa:

      —Bueno…

      —Hola, Mario, soy yo Óscar.

      —Hola.

      —Pues… llamaba para saludarte… para oírte, para decirte que ya hice el examen.

      —¿Ah, sí? ¿Y cómo te fue?

      —Creo que bien –contestó Óscar, consciente de que mentía.

      —Me alegro.

      Tras un silencio que amenazaba con extenderse demasiado, Óscar agregó:

      —Bueno… pues… eso era todo, ¿ya ves?, nada importante, ganas de hablarte y oírte.

      Mario no respondió.

      —Bien… era todo. Algo tonto, quizás. Nos vemos el miércoles ¿verdad?

      —Sí, por supuesto. Como acordamos.

      —Bien. Hasta luego entonces.

      —Nos vemos.

      Óscar colgó el teléfono y un sentimiento de zozobra lo embargó. No sabía qué ni cómo, pero algo no iba bien. ¿No estaría exagerando las cosas y apresurándome en juzgar? Pero, ¿y la frialdad de Mario?, ¿su distancia esquimal ahora que hablé? ¿Quién contestó el teléfono? Pero, si la cosa no va en serio, ¿por qué me llamó anoche?, podía no haberlo hecho y limitarse a ser el profesor, allá distante, pero no, llamó, mucho tiempo después de lo esperado, pero lo hizo. ¿Qué pasa entonces? No, Óscar ¡para qué pensar tanto! Ponele freno a la pensadera. Hay que esperar al miércoles, esa noche será especial, qué bueno que Miguel aún estará en México, estaremos Mario y yo solitos en la casa, qué vino comprar, carnes frías, queso, ¿cuál?, no está Miguel para que me asesore, ya averiguaré, ay, Mario, Mario, Marito…

      Dos golpes fuertes en la puerta lo sacaron de su ensoñación. Tres personas esperaban para hablar por teléfono. Óscar salió de la caseta sin mirar los rostros que farfullaban. Ya no llovía. De nuevo brillaba el sol, espejeando los árboles, las calles, la casas. No quiso tomar el autobús. Se fue caminando desde San Pedro hasta barrio Amón: la avenida al centro de San José, los árboles en el sector de Los Yoses, bajar por la calle del Centro Cultural Costarricense-Norteamericano hacia Escalante, cruzar el barrio arbolado, observar sus casas sosegadas, llegar a la iglesia de Santa Teresita justo en el momento en que unos novios salen del templo con un séquito emperifollado, vuela el arroz, los invitados y los novios se enroscan en abrazos, algunos maquillajes se corren por las lágrimas, y Óscar sigue hacia Aranjuez y luego barrio Otoya, cruzando la línea del tren al Atlántico, barrio tan chico que algunos descuidados lo confunden con Amón, y a Amón llega Óscar por fin. Amón enfermo de humo, comercio y vehículos. Amón desarbolándose. Óscar tiene sueño. Está cansado, como Amón. Ya en su tibio dormitorio, prende el televisor y

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