Paisaje con tumbas pintadas en rosa. José Ricardo Chaves

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Paisaje con tumbas pintadas en rosa - José Ricardo Chaves Sulayom

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Miguel seguía en México y Óscar se había comprometido a cuidar el negocio. Quedó autorizado para utilizar el dinero de la caja fuerte, por si fuera necesario. Hasta ese miércoles no había habido necesidad de ello. A las cuatro de la tarde Óscar se marchó de la floristería. Noemi y Mayela se quedarían hasta las seis. Él pasó al supermercado de siempre, el antiguo Barazul, y compró una botella de buen vino alemán, queso, salami y aceitunas. Estaba nervioso por la cita nocturna. ¿Qué pasaría? Ayer martes había faltado a la clase de Mario. La verdad era que no quería verlo sino para abrazarlo, para besarlo, y esto, desde luego, era algo que no se podía hacer en la universidad. Mejor esperar en su apartamento. Pero, ¿llegaría Mario?

      Faltando cinco para las nueve Óscar escuchó un auto al frente de la casa. Se asomó por una ventana y, sí, era Mario. Esperó unos instantes. Tensiones, grandes emociones. El timbre sonó. Óscar fue a abrir. Mario, con una botella de vino blanco, sonreía. Entró. Óscar agradeció el vino y lo puso a enfriar. Se acercó a Mario. Se besaron. Se acariciaron. En esos momentos cualquier duda de Óscar desaparecía, todo temor se esfumaba. Mario había llegado, no faltó a su cita, y de nuevo sentía su cuerpo tibio, de nuevo acariciaba su cabellera, su cuello, sus brazos, su espalda.

      Detuvieron sus arrumacos. Óscar puso música, el «Petruschka» de Stravinski, y sirvió el vino alemán. Dos lámparas estratégicamente colocadas brindaban su luz suave. Conversaron sobre el examen del sábado pasado, sobre los cursos que Mario impartía, sobre la ausencia de Óscar en la última clase, sobre la floristería de Miguel.

      —Ya te presentaré a mi primo.

      —Claro. Me gustaría conocerlo. Pero vení acá, junto a mí. ¿Por qué tan apartado?

      —Es que no sé a qué distancia debo mantenerme de vos.

      —Por ahora, lo más cerca posible. Vení, Óscar, acercate.

      Se besaron de nuevo. Después se quedaron en silencio, tan solo sintiéndose, recorriéndose con sus manos.

      —Vamos a tu cama –dijo Mario.

      Se levantaron del sofá. Óscar llenó de nuevo las copas de vino. Se dirigieron a la habitación.

      —Me gusta tu recámara. Tiene una decoración muy particular, algo que no tiene el resto de la casa, bueno, lo que conozco de ella.

      —Es que realmente solo este cuarto es mío. De lo demás se ocupa Miguel… Es su casa.

      Óscar prendió una luz tenue. Mario estaba cerca de la puerta. Se acercaron lentamente, se abrazaron, se besaron. Mario comenzó a desvestir a Óscar, despacio, besando y acariciando cada parte que iba quedando al desnudo. Un placer intenso y minucioso se iba apoderando de ellos. Óscar le quitó la camisa a Mario, recorrió con sus manos y su lengua el pecho ligeramente velludo, las tetillas rosadas; luego lo despojó de los pantalones, de los calcetines. Besó las plantas de sus pies, el talón, la pantorrilla, los muslos largos y fuertes.

      —Alcanzame mi copa –interrumpió Mario.

      A duras penas Óscar se separó de ese cuerpo con el que quería confundirse. Él también tomó un trago de vino. Tras la pausa siguió una nueva ronda de caricias y de besos, de frotamientos, de rozamientos, de penetraciones y succiones, un estremecimiento delicioso de todos los elementos del cuerpo, un hormigueo encantador en toda la piel, de pies a cabeza, una agitación hasta la médula de los huesos, un estallido mutuo de placer y desvanecimiento, tras el cual los cuerpos sudorosos quedaron tendidos en la cama, con la respiración aún agitada, con la sonrisa mansa que sigue al placer satisfecho. Abrazados, sonrientes, así permanecieron durante varios minutos más.

      Mario se incorporó un poco y tomó vino. De su propia copa dio de beber a Óscar quien, desde un silencio plácido, observaba cada gesto, cada movimiento que Mario hacía, en amorosa contemplación. Para Óscar no había tiempo o tal vez tan solo fluía de manera extravagante, minutos eternos aislados de todo y de todos, solo sus cuerpos desnudos y cercanos en esa habitación a media luz los dos. Quedóse y olvidóse, el rostro reclinó sobre el amado; cesó todo y dejóse, dejando su cuidado entre las azucenas olvidado.

      Al rato…

      —Oílo, ¿lo oís? –dijo Óscar, rompiendo un silencio ¿de siglos? ¿de signos?

      —Sí, es cierto. Oigo al león, ruge, ¿o será la leona? Podría ser, ¿por qué no?

      —Quizá. Aunque yo creo que es el león. Esos sonidos suenan a macho.

      Los dos sonrieron. Mario se dirigió al baño y se lavó. Cuando salió, Óscar seguía tendido en la cama.

      —Me encanta tu cuerpo, Mario, no me canso de mirarte.

      —Vos también me gustás. Fue muy rico hacer el amor con vos.

      —Lo mismo digo. Lo haremos muchas, muchas veces, ¿verdad, Mario?

      —No sé cuántas pero supongo que sí, muchas veces.

      —¿Por qué te vestís? ¿No vas a pasar la noche conmigo?

      —No, no es posible. Mañana tendré que resolver varios asuntos desde temprano.

      —¡Qué lástima! Me voy a sentir muy solo ahora que te vayás.

      —Luego nos llamamos.

      —Claro.

      Mario terminó de vestirse. Tomó más vino. Besó a Óscar. Se dirigió a la puerta.

      —¿No vas a asegurar la puerta con las siete llaves?

      —No seás exagerado. Son solo tres. Las necesarias.

      Tras la puerta, Óscar oyó cuando Mario encendió el motor del auto. Se asomó por la ventana y lo vio alejarse. Se sintió triste. ¿Por qué se iba? ¡Cuánto le hubiera gustado que se quedara ahí, juntos, esa primera noche! Apagó las luces y se metió a la cama. Las sábanas olían a Mario, a sudor, a saliva, a semen. Aspiró profundamente como tratando de llenarse de él, de atraparlo para siempre en su interior. Mario, mi querido Mario, pensó, y sin darse cuenta se quedó dormido, aspirando las fragancias de ese jardín de humores.

      Un octubre en San José

       en la soda Guevara

      Querido A.:

      Un día 21, una cajetilla de Derby, un café negro; el papel el lapicero y yo –lluevo –llueve –una constante mojada –también es constante el ruido que hacen las meseras mientras recogen y lavan la vajilla. Después de muchos intentos que se quedaron guardados en la sección «cartas no enviadas» –otros simplemente se quedaron sin respuesta –escribo con un enorme deseo de saber de vos: ¿cómo estás, cómo la pasás, qué hacés, qué fumás?, maje, quiero saber cosas tuyas, quiero que me hablés como antes. Me gusta mucho hablar con vos –y es con vos con quien mejor me oigo–. Hay cualquier cantidad de cosas que quiero contarte –de mi vida –de mi trabajo –de Curridabat y los fines de semana –Curridabat mi encierro –mi cueva –lugar donde me siento seguro –donde huyo de lo que me hace daño –de lo que no me recuerda mecanismos de defensa, disfraces, cortesía, discreción –consumido en el trabajo –creándome más deberes –imponiéndome obligaciones –recordando y recordándote –esperando –¿qué? –tratando de creer en esa vieja puta vestida de verde –«a veces soy más grande que el caballo que monto y otras tan pequeño que me caigo dentro

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