El sueño de Miranda. Fernando Herrera

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El sueño de Miranda - Fernando Herrera

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en ese barrio tan sombrío, supongo que por sus casas de paredes despintadas y las calles aún de tierra, por los postes de madera envejecida y el tendido de cables que cruzaban las esquinas y las manzanas, donde se aguardaban las mañanas de feria para conseguir las verduras y las especias a precios rebajados, y donde las mujeres mayores traían verdurita de regalo en los bolsos de arpillera; donde algunas tardes zopencas con la madre en su labor, solía acercarse una joven de los fondos para tener a las niñas bajo el cuidado de la siesta ociosa; pocos confiaban en esas mocosas panchas que no sabían de conductas ni temores. Una de esas tardes soleadas en la que quedaron a merced del pobre lazarillo, se le ocurrió a Miranda treparse a su bicicleta que tenía prohibida, pero la tentación era tan grande y mezquina, que ni bien terminó la ligustrina que rodeaba al colegio de palomas enanas, enfiló sin detenerse por esas cuadras y bloques de manzana todavía extrañas en su vida. Recorrió veredas intransitables, descubrió plazas inhóspitas y levitaba entre los aromas de jazmín y de las rudas; cabalgó a mayor velocidad para sacarse de encima esa perruna sarnosa que tanto dolor le causaba y pudo ver gentes nuevas, otros rostros, otras casas con puertas de tronco tallado y jardines como los de su abuela, vio cielos de otro color y se embriagaba con tanto olor a tierra. Cuando se detuvo, la vista se le inundó de campo, ya quedaban pocas casas; veía alambrados a lo lejos, gigantes tanques de leche, una junta de vacas y la pérdida en la noción del tiempo. Llegó a lo que parecía ser una tranquera solitaria: los hongos cubrían buena parte de la madera, y los herrajes carcomidos y ya casi inutilizados se dejaban ver entre los pastizales.

      Miranda dejó su bicicleta acostada con el verde alrededor y trepó a uno de los postes que aún sostenía el alambrado; se sentó sobre este y observó la lejanía, el infinito terreno que se perdía bajo el cielo; inhalaba el aire ventoso que se incrustaba en su cara y exhalaba paz con el entrecierro de sus ojos. Por un momento, sentía elevarse en el aire como panaderos voladores, su cuerpo al balancearse le hacía sujetarse con más fuerza, y sus cabellos tomaban el impulso de colas de barrilete. Sin saberlo, o, por lo menos, sin tener conciencia de ello, se adentraba en un estado de meditación que la dejaba por algunos minutos en un eterno presente. Luego, desensilló. Le apresuró la sed para volver, pero no el miedo a la lejanía, ni a los extraños, ni a su madre por su ausencia. Volteó con sus dos ruedas y puso marcha a su regreso. El mismo camino, pero teñido de una tarde más gris y atemporal, donde llegó a divisar a lo lejos los tejados rojizos de la escuela, los mismos que habían sido donados por el corralón del pueblo que el intendente perseguía, y, dando más empeño a sus piernas para llegar hasta aquel, le hacían percibir que las vueltas eran inesperadamente más veloces que las idas.

      Miranda y Clara crecieron en la soledad de la infancia. Junto a otras niñas dominaban las tardes que languidecían de repente entre el verano y el otoño en la plaza de Rafael Castillo, un pueblo donde la gente joven nace con rasgos de una madurez sufrida y los ancianos se resisten a morir en la puerta de sus casas. Allí, apetecían las mismas ganas de besar a los niños en una iglesia soberbia, un domingo de misa. Al terminar el sacramento que el padre Tommasi dirigía, corrían hasta la despensa complaciente, como parte de la liturgia religiosa, y, al entrar, de sus bolsillos sacaban a tientas lo único que tenían: algunos centavos de pesos, un botón y un par de hebillas. Don Manuel las miraba con sorna en los labios, mientras Miranda y Clara, ebrias de inocencia, extendían su palma por un alfajor y algunas gollerías. Como desatadas de una prisión, volvían corriendo a pedir permiso para jugar en la casa de Paula, que tenía en los fondos extensos yuyales y algunos claros de tierra, una hilera de plantas extrañas y muchas macetas con fresas que su madre mezquinaba. Paula, cuyas únicas amigas eran ellas, les contaba de su madre y les hablaba del tiempo, de un secreto o de alguna novela que había visto por la tarde. Algunos años después, una de esas tardes de siesta que olía la proximidad de una llovizna, fueron a buscar a Ana que vivía con su abuela, su tía y una mujer que las cuidaba. Algunas gotas ya caían y, si se largaba el chubasco, no tendrían lugar dónde jugar que no fuera dentro de la casa. Mientras volvían tuvieron una idea. Las cuatro tenían todo decidido: con la medianera, un níspero y un limonero, armaron un escondite, que consistía en un techo de hojas de parral, una lona de arpillera que cubría todos los costados, una puerta de madera apoyada entre unas ramas y unas latas de durazno, atadas entre ellas, que sonaban como alarma por si alguien espiaba. En esa cueva oportuna y soñadora planearon pasar a la clandestinidad, vigilar a los hampones y construir un mundo justo y hasta casi medieval; consultaban mapas y recorridos; leían las últimas noticias de tragedias y mentiras; hacían anotaciones sobre el clima, las caras de la luna y el ruido de cigarras; contaban los pasos hasta llegar a la casa, los vecinos que pasaban y las contraseñas que cambiaban. Juraron un protocolo de vida que no debían traicionar. La sangre, la nobleza en los valores, el socorro mutuo y la eterna fidelidad las unía.

      Una noche extrañamente glacial de un septiembre mustio, enviaron a Miranda a la casa del señor Ortiz, el sastre y padre de José, el monaguillo de la Parroquia el Sagrado Corazón. Tenía contextura mediana y muy delgada, prominente calvicie y dedos tentaculares; destacaba un aire elegante en su ser y en su labor, que ejercía con amplia pericia. El saco de su madre ya estaba listo y la costura nueva, pero tuvo que esperar a que tomara detalles de terminación y en las medidas. Ahí sentada en una silla de paja y sobre un almohadón de folia remendada, sus piernas se balanceaban y colgaban con retorcido aburrimiento. Sus ojos revoleaban los objetos del cuarto, y sus manos hurgueteaban las cajitas de alfileres. Había retratos de todos sus parientes con marcos ajados y pilas de telas sobre tarimas tapizadas del color de las paredes.

      El sastre la observaba por encima de sus lentes con la curiosidad de un encriptado misterio. Le preguntó de espaldas por su madre y por sus notas en la escuela, por su mascota “Ulises”, un hámster rechoncho, y, con una malicia intencionada so pena de castigo, cuánto era ocho por siete. Azorada de sorpresa y rápida de reflejos, le contestó con la velocidad de un refucilo la respuesta correcta. Miranda le preguntó cuánto era ocho por nueve, mientras observaba el segundero de un reloj plateado por encima de un espejo. El sastre tardó tanto como la sonrisa de Miranda, para terminar, preguntándole por sus buenos modales y sus números tan aplicados. Miranda solo guardó un firme silencio. Trató de persuadirla ofreciéndole galletas, mientras ella ojeaba revistas de moda. Le preguntó si asistía a misa los domingos por la mañana. Miranda respondió afirmativamente, y, agregó, que lo hacía para acompañar a su madre. En un momento de la charla, entró la esposa para ofrecerle un té, y ella aceptó frunciendo las cejas. El saco estaba listo cuando entró José, y se sorprendió al verlo sin el atuendo de monaguillo. Tenía unos jeans agujereados y una remera desteñida, un crucifijo en su pecho y unos gestos llamativos. Apenas se percató de que estaba, su madre lo obligó a que se presentara. Miranda apenas levantó los ojos mientras su pecho latía, y José la miró con inquisitiva extrañeza: observó sus piernas y, de reojo, la protuberancia de sus senos; intuyó la incomodidad en sus ojos y el rojizo de su cara. La esposa del sastre le acomodó el vestido, la puso de espaldas para estirarle los brazos, le preguntó por el pago que casi olvidaba y, con el inevitable sentido de culpa, rio nerviosa bajando la vista. Miranda no llevaba dinero en sus bolsillos y, cargada con el remiendo de la prenda, maldijo la infamia de la trampa y la jugarreta torpe y mal intencionada de su madre.

      Las acostumbradas mañanas de los sábados eran grises y triviales, y el sol de ese verano parecía empecinado en dar sus frutos solo los días de semana. Miranda solía preparar el desayuno tan temprano que la claridad del día no quería despertar. Sus preferidos eran café suave sin azúcar y él te verde con rodajas de limón. El mate era para su madre, que le gustaba prolongar el tiempo sobre la mesa. La mudanza la había afectado tanto que durante tres domingos seguidos no paraba de llorar, para, luego, quedarse inmersa en tantas pequeñeces que le costaba comenzar con sus labores. Pensativa y sin ganas comenzaba la histeria de los sábados: se pulían los pisos, se acomodaba la cama, se lustraban los estantes, se lavaba la ropa, las ventanas y toda la cocina. Aquellos quehaceres incomodaban a Miranda hasta llegar a sentirse frustrada y furiosa en una misma proporción. El vigor de su enojo quebrantaba toda relación con el mundo, y con vehemencia observaba la desazón de su madre. Por todo esto, Miranda quedaba inerte de impotencia sin poder lograr la paz y el sosiego en ese momento del día y poder regocijarse con el sonido filoso de la nada. A mitad

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