El sueño de Miranda. Fernando Herrera

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El sueño de Miranda - Fernando Herrera

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del sopor y de la fatiga.

      Su madre la habría de llamar varias veces. Además de la cena tenía, un recado para ella. Para cuando tuvo preparada la cena con el trabajo de una salsa puntillosa, ya se encontraba lista y sentada en esa dura banqueta que la obligaba a permanecer derecha y en la mejor de las posiciones: sus brazos estacionados y caídos a sus lados, así como los mechones de su cara, sus ojos entreabiertos aún por la molestia de las luces y esa dejadez evidente con signo depresivo. La mesa estaba servida y todo en su justo lugar: los cubiertos, los platos, una panera engalanada y un juego de cerámica blanca de sal y pimienta. Los vasos alargados que tanto costaba lavar y cuidando el detalle de buen gusto jugaron con la tonalidad de los platos y el color de las servilletas. Miranda observaba hacia la ventana, los calores dieron una tregua y las harían pasar una buena noche y hasta se darían el gusto de quedarse conversando por más tiempo acerca de las novedades del día. Para terminar, y en sobremesa, una botella con agua y tres rodajas de limón acompañaban la cena guarnecida con la virtud y el cuidado como obsesión.

      —Estás callada —le dijo su madre.

      Miranda ni siquiera levantó la vista del plato; con sumo cuidado dejó los cubiertos sobre la mesa y dirigió la mirada a su costado, hacia afuera. Le preguntó a su madre si podía apagar la luz al terminar de cenar. Volvió su mirada hacia ella y, con una ternura forzada, le contestó que estaba bien, solo que a veces no lograba acostumbrarse a la casa, que extrañaba su lugar, el barrio que habían tenido.

      Su madre, quien regularmente desatendía las cuestiones de afecto y las demostraciones de interés hacia su hija, le dejó un papel doblado debajo de la panera. Miranda lo había visto pero no quería mostrar signos de interés, tan solo buscaba relajarse y matar la curiosidad en la sobremesa. No hablaron de lo de siempre. La conversación tuvo que ver con los frecuentes sueños que ambas habían tenido. Ella y su madre maldecían las altas temperaturas y la baja presión buscando algún mecanismo onírico relacionado con el ambiente. Miranda hablaba de duendes, de que moría cuando desfallecía de sueño, de que viajaba a otros tiempos y de que siempre soñaba con la misma persona. Su madre soñaba con su abuela que se despedía desde la cubierta de un gran buque, con su abuelo trepado en una escalera mientras ella le sostenía las patas desde abajo, pero no podía ver sus rostros, tan solo sabía que eran ellos. También, soñaba que tenía unos ocho años y, sentada sobre la falda de su tío, pelaban mandarinas recién cortadas de un árbol asombroso, sentados ambos bajo el sol de la siesta en esos bancos adornados con venecitas de todos colores. Su madre colocaba las cáscaras en las manos de su tío; cuando sus manos estaban llenas, este se acercaba a la tierra a depositar las cáscaras y le ordenaba que cerrara sus ojos sin tener que espiar. Al volver a abrirlos veía crecer un nuevo árbol sobre el jardín con hojas de cáscara y troncos de semillas mientras gritaba con espanto que su tío se había convertido en un viejo mandarino y que la había abandonado.

      —¿Y tú que sueñas? —le preguntó.

      —Me persiguen, mamá... sueño que hay cosas y personas que me persiguen, que me buscan y no logro saber quiénes son o qué son, pero no estoy segura de que fuesen personas como nosotros. La noche del jueves, el día que tuvimos que llamar a don Braulio para que nos ponga los mosquiteros en las ventanas, soñé algo que no dejo de recordar, sobre todo cuando las cosas no van bien.

      “…iba yo caminando una noche de mucho frío por la cuadra del banco, de la casa de viajes y de las prendas para viejos, ese mismo donde venden los pijamas con escote en ve y el extremo de las mangas elastizadas que tanto me pedís que use, eran pasadas las ocho, pero había bastante concurrencia de gente. Aún recuerdo que llevaba mi sobretodo de pana negro con el cuello levantado, mis manos en los bolsillos y mi pelo suelto, pero más corto. Pero mi sensación cambió al dar vuelta en la esquina, allí donde la concurrencia de gente es mayor y los comercios abundan hasta en el medio de sus calles. A partir de allí tuve la certeza de que estaba muerta, de que, si bien era yo misma la que estaba en ese lugar y caminando por esas veredas, no estaba con vida. Era como si fuese otra vida. Levanté la vista, algo me había llamado la atención: el cielo era de un negro intenso y espeso, denso como el aceite que se vuelve azulado con incesantes destellos, como si fuesen relámpagos. No era normal ese cielo, era como si algo hubiese sucedido y del que todos ya estábamos habituados. Caminé hacia el café más próximo, la gente me miraba y recuerdo uno en especial: un señor de unos cincuenta años con bigotes finos, pelo enrulado y cara afilada. Recuerdo que me miró a los ojos de manera muy particular, como si intentara decirme algo; yo me paré frente a él y este me extendió su brazo alcanzándome el periódico. Me lo coloqué debajo de mi axila y continúe caminando hacia el café. Al entrar, intenté ir hacia el mostrador cuando sentí el sonido de la cortina metálica al bajar muy despacio mientras gran cantidad de personas se agolpaban agitadas dentro de este. En ese momento, desperté tal como me sentía en ese sueño: la paz y el sosiego me había invadido el alma, cada segundo, cada minuto, cada momento por el que pasé me había provocado algo nunca experimentado, una paz indescriptible...

      “...Pero no fue el único sueño, mamá... hubo otros...”.

      Ambas se quedaron en silencio. Una suave brisa agitaba las cortinas del cuarto de estar, y ese olor a húmedo que anticipaba el aguacero las colmó de alivio y frescor. La noche se cerró, abrieron aún más las cortinas mientras apagaban las luces de esas tulipas que colgaban elegantes del cielo raso. Miranda se dirigió a su habitación con aspecto cansino, mientras su madre, tan reacia a la atención del hogar, ordenaba la cocina. La brisa dejaba de ser brisa y el viento arremolinado comenzaba a invadir los ambientes. La madre se encargó de cerrar las persianas. La lluvia ya se precipitaba en ángulo y apenas se iba introduciendo suave y atrevida. Sobre la mesa, en el austero mantel de puntillas celestes, yacía el papel doblado debajo del canto de un vaso: parecía menos importante que el agua que caía del cielo. Las ganas eran otras; la voluntad, la respiración, todo llegaba en ese momento de la fresca, del agua, del cielo.

      Miranda quedó dormida a merced de la tormenta, inhalaba el aire con olor a tierra mojada que ingresaba tibia por las ventanas desde el parque árido, estéril, que rodeaba al edificio y de los primeros nubarrones que asemejaban a grandes pinceladas de óleo salpicados en el cielo. Ya no dormía sobre el suelo, las sábanas la cubrían hasta sus hombros, y su cabeza quedaba mullida sobre la almohada; la ventana de su cuarto comenzaba con un chillido agudo en ese vaivén tortuoso. Su madre maldijo las bisagras que fastidiaban tanto como esos días en que jugaban a escondidas esos grillos parranderos, así que dejó correr el agua de la pileta unos segundos y fue a arreglar el asunto. Mientras dejaba inconclusa las repeticiones de las cosas, anudaba los extremos de las cortinas para que el aire no se embolsara y molestara su sueño. La observó de costado, rodeó la cama y, por un momento, pensó en recostarse a su lado, como cuando se quedaban dormidas después de los cuentos de aventuras. Ya no recordaba cómo se iluminaban los ojos de Miranda ni las exclamaciones onomatopéyicas que tanta ternura le provocaba.

       “… Está oscuro, negro, no alcanzo a ver claridad alguna, ni siquiera estrellas ni luna. Diviso desde el cielo pequeños seres al norte, corriendo con escafandras o algo parecido sobre sus ojos y cabezas, tienen vestimenta de soldados, pero oscura. Desde mi postura omnisciente los observo tranquila, están allá, en lo que queda de la tierra, son pocos sitios de suelo, el resto está todo cubierto de agua. Ellos corren en busca de algo, una especie de máquina o aparato. El agua los circunda, los acorrala en la oscuridad, parecen solo ellos. Los llego a divisar desde lo alto. No hay más gentes. Todo sucede en el norte, oriente y occidente. Parecen desesperados corriendo en la búsqueda entre los pocos sitios, cada uno es como una lucecita, los puedo seguir por ello con mi vista. No paran de correr, se dirigen hacia el este, parecen atrapados, el agua los rodea. En un momento algo encuentran, creo que es lo que buscan, es ese aparato con ojos. Alguien de ellos, tal vez el líder, se los coloca. Yo veo, puedo ver con mis ojos lo que ellos ven. Veo tierra bien firme, mucha tierra. Algo pasó, algo muy grave: la tierra que ven está al sur, pero algo sucedió, tal vez un cataclismo. No estoy asustada, pero me inquieta que hayan encontrado esta tierra. Siento que nos descubren. La tierra que encuentran

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