El sueño de Miranda. Fernando Herrera

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El sueño de Miranda - Fernando Herrera

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por noticia. Era bastante la insatisfacción que le causaba lo patético del deporte, la grandilocuencia de la programación televisiva y las recetas novelescas de nuevos chefs que su madre nombraba “incocineros”. Comenzaba a bostezar, ya perdida de noticias. ¿Qué podría relacionarse con el mensaje de Ana? No halló nada particular ni extraño en esas páginas amarillas. No había noticias destacadas ni episodios fuera de lo común. Solo algún que otro suceso que, a la sazón, ocurría fuera del país: la inmigración en Europa, las elecciones en Estados Unidos, las revueltas en algunos países africanos, los temporales en el Sudeste Asiático, la complicada política rusa, los embates del narcotráfico en América y algunos pormenores sobre hechos curiosos en otros lugares del planeta: el hombre sin cabeza en Surinam, el ganador de la lotería en Taiwán, la corrida de toros en Pamplona, el tren más largo del mundo en China o la acústica en las casitas de hielo en Alaska. Pero nada sustancial, nada acerca de terremotos, nada de actos terroristas ni volcanes en erupción, ningún avión con emergencia, ninguna central nuclear fuera de control y nada de plagas, pandemias ni virus gripales que azotaran al mundo. Nada de eso.

      Su madre volvió cerca del mediodía, cargada con bolsos de arpillera y con manijas, esos que ya no se usan más que para dramatizar su condición de adulta. Abrió la puerta. Traía algo más que mercadería: sostenía, además, macetas de plástico con flores y plantas; las hojas eran grandes, las quería para hablar; se sentía menos demente que si las hubiese elegido con hojas pequeñas. Al entrar a su cuarto la vio sorprendida y con la actitud de haberla pillado en algo estrafalario, esotérico, aunque el periódico desperdigado sobre ella también le dio el motivo para satisfacerse del chisme.

      —¿Te enteraste del fallecimiento de Merceditas? —le preguntó.

      —No —contestó Miranda.

      —¿Y de que también falleció el viejo Isidoro?

      —Tampoco —volvió a contestar sin levantar la vista.

      —Al verte con el periódico encima de ti, pensé que ya lo sabrías.

      —¿Y por qué debería saberlo?

      —Porque fue publicado en los obituarios con esas palabras que se usan para los muertos —le contestó su madre.

      Miranda se dispuso a buscar en la maraña de secciones que tenía desparramadas. La encontró. Ambas carillas le tapaban el rostro. Buscó por columnas de derecha a izquierda, esa maldita costumbre que tenía. Buscó por sus nombres que eran comunes en el siglo pasado, pues no sabía los apellidos, y allí, cerca del final de la segunda columna los encontró a ambos.

      “Mercedes Pérez Troncoso e Isidoro Cuevas. (q.e.p.d.) fallecieron ambos el 12 de diciembre de 1986. La Sociedad de Fomento del pueblo de Rafael Castillo y la parroquia Sagrado Corazón participan con gran dolor y aflicción su fallecimiento. Acompañan en este triste momento sus hijos ya fallecidos, Eleonora, Lucia y Robertino”.

      En ese momento, en que la vista pierde el sentido de verificar lo que sucedió, se percató de algo inusual e inconcebible. Ambos fallecidos el mismo día. También supimos de que sus hijos habían muerto en un accidente de tránsito cuando el micro que los trasladaba hacia la ciudad de Posadas, volcó al impactar contra el cuerpo lánguido y prolongado de un curiyú que atravesaba el ancho de la ruta. Además, más de tres cuartas partes de ambas carillas que correspondían a la sección de muertos y nacidos, solo eran ocupadas por fallecidos y tan solo un puñado de nacimientos eran asentados allí. Es extraño, demasiadas muertes, y los hijos fallecidos acompañan el recordatorio. Pero, además, una nota periodística al final de la sección trataba el curioso caso de que, en todos los fallecimientos, muchas dedicatorias terminaban con la misma frase: “Ya no te volveremos a ver”. En ese instante de su reflexión volvió a oír la voz de Ana que salía del contestador:

      Hay más muertes que nacimientos, ¿no es así?

      Miranda respondió al mensaje y le pidió verla.

      —Otra vez en esa pocilga no, Miranda —le contestó—. Mejor será mañana a las 18.30 en la parroquia próxima a la plaza.

      Caminó esas cuadras con la ropa pegada al cuerpo. Había bajado la presión y la humedad le inflamaba los huesos. Se pronosticaron precipitaciones aisladas hacia la tarde que solo traerían algo de alivio, pero solo eran las mismas promesas errantes de las estadísticas. A pocos metros, ya divisaba la cruz y las rejas cubiertas por una enredadera espesa y mal cuidada y cuyas hojas ya dejaban de ser verdes para ir cayendo muertas y grises. La capilla estaba situada en una media cuadra bastante transitada, sin embargo, a esa hora, solo había gentes queriendo volver a sus casas. La claridad de la tarde confundía el tiempo. Se paró frente al ingreso y observó hacia el extenso pasillo de lajas blancas: la puerta de la capilla estaba entre dos cercos de piedra, y supuso que Ana estaría llegando. Se preguntaba si entrarían o si solo se quedarían allí sentadas bajo el cuidado de esa cruz extrañamente pequeña y con un paraguas encima, como si se juntaran la culpa y el poco criterio para las formas. Habrían pasado apenas dos minutos, y ya se colmaba de impaciencia, así que se apoyó sobre un tapial que sostenía una fuente con agua bendita y, al momento de cruzarse de brazos, el sacudón de sus reflejos le hizo pegar un salto por unas manos que le llamaron por la espalda.

      —¡¡¡Mil demonios Ana!!!

      Con sus ojos pícaros, le ordenó que pasara mansamente. Las rejas estaban abiertas, sin llave. Caminaron unos pasos y llegaron: una puerta de dos alas color celeste torneadas, llamadores de bronce, ranura para el correo y una inscripción en latín sobre el ala derecha. No había picaporte del lado de afuera así que miró a Ana, quien tan solo golpeó dos veces con los nudillos de la mano.

      —Somos nosotras, Padre —susurró.

      La puerta se abrió con ese chillido que produce la madera hinchada y sus bisagras roídas. Solo vieron oscuridad. Ingresaron hasta donde pudieron con las manos extendidas, y las luces se encendieron: las dos hileras de bancos hasta llegar al final, el pasillo del medio de fina alfombra bordó, candelabros tendidos de dos gruesas columnas centinelas del altar y el Cristo allí arriba mirándolas complacientes. Ana, muy resuelta, le tomó de la mano y la guio hasta la mitad del pasillo. Se sentaron en un banco en la hilera derecha. En ese momento apareció un sacerdote con un maletín bajo el brazo.

      —Hola, Miranda —le dijo.

      —Soy el padre Jorge. Simplemente me presento y las dejo a solas en la casa del Señor. Espero que se sientan cómodas y a gusto.

      Le entregó el maletín a Ana y se retiró. Tenía un caminar cansino y algo encorvado, delgado, no muy alto, el pelo entrecano un poco desprolijo y el atuendo típico, en este caso, todo de negro, solo sobresaltaba unos anillos que Miranda pudo observar en el momento que entregó el maletín. Lo observó de reojo hasta el final del altar en el que caminó hacia la izquierda y se perdió tras unas cortinas azules tan renacentista como los vitrales que rodeaban en lo alto la nave principal.

      —¿Que hay dentro del maletín?

      —Ya verás —le dijo Ana—. ¿Recuerdas lo que te conté acerca de la reunión en mi casa entre mi padre y un señor De los Santos que trabaja con él? Pude sacar copia de los documentos que había en el maletín que le dejó en mi casa. Al principio no entendía mucho. Había muchas tablas, cuadros estadísticos y explicaciones demasiado técnicas. Solo llegué a darme cuenta de qué se trataba leyendo el final de lo que parecía ser un informe y su conclusión. En la última carilla daba cuenta de algo extraño que ellos no podían explicar: la tasa de relación entre nacimientos y muertes se había invertido. Normalmente, en el mundo, la cantidad de nacimientos superaba a la de fallecimientos, sin embargo, desde hace unos meses esta relación

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