El sueño de Miranda. Fernando Herrera

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El sueño de Miranda - Fernando Herrera

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hasta aquí es todo tierra…”.

      Se sintió la caída fulminante del rayo, y Miranda, jadeante del susto, despertó con la boca abierta y los brazos extendidos creyendo caer desde lo más alto del infierno. Observó hacia la ventana. El cielo espeso de la negrura tormentosa le helaba la sangre. Se tranquilizó, se tomó el pecho y comenzó a respirar con profundidad. Se inclinó hacia un costado y pudo encender la luz de su velador de custodia. Con los ojos entrecerrados vio el papel doblado y se acordó del recado de su madre.

      “Miranda, necesito hablar contigo. Ya no vivo en la casa de mis abuelos. Con mis padres nos hemos mudado por un tiempo fuera de la ciudad. Esta semana por la tarde pasaré por tu casa. Espero que te encuentres bien” Ana.

      A Miranda, aún traumada por el sueño, le extrañaron los rasgos arcanos de la nota. Hacía mucho tiempo que había dejado de tener un contacto frecuente con Ana y Clara, sobre todo, después de lo sucedido en aquel incendio hace ya varios años. Las últimas palabras entre ellas habían sido una tarde tan calurosa como virulenta: los canales de noticias continuaban pasando imágenes de la vuelta a la democracia, el país nuevo se resistía, y ellas comenzaban un impasse de varios años. Aun así, los últimos contactos habían sido telefónicos, esporádicos y sin tanta importancia e, incluso, solo entre sus propias madres. Esa madrugada la nota le generó inquietud, un raro presentimiento del que no se pudo desprender para dejarla en vela toda la noche. Quizá Ana intencionalmente quería generar un halo de misterio, o tal vez buscaba atención por sentirse alejada después de tanto tiempo, pero luego tomó conciencia de que el alejamiento había sido la decisión tácita propuesta por las tres. También dedujo que en ese caso la hubiese llamado por teléfono o habría venido una tarde a visitarla. Clara no había quedado bien después de la muerte de Paula. Y Miranda tampoco.

      Despertar esa mañana fue más placentero. Ya no sentía el pegote de calor ni las ganas de salir corriendo para darse una ducha. Amaneció cubierta por una sábana que la protegía de una suave brisa. Deseaba quedarse todo el día sumergida en entresueño y abandonarse al paso eximio de las horas. Mientras pensaba en eso, sintió por fin el elixir del aroma de café, el sonido gotero y burbujeante de la máquina junto al reposar de las tazas y una vieja radio a casette que brindaba una discreta compañía. “Debo levantarme”, pensó luego de estirarse cubriendo casi toda su cama. Ya vendrían días más frescos y tenues para disfrutar de la holgazanería matutina.

      Siete minutos bajo el agua que caía abatida y pesada y algunos más de lo permitido. Allí, apoyada con la espalda sobre la pared y la cabeza baja, la presión rebosante del agua sobre la nuca la energizaban. Volvía a nacer, revitalizaba sus entrañas, su alma, sentía como desde sus pies hasta su cabeza, la recargaba, la sanaba, le producía una desintoxicación física y mental que la colocaba en su centro, la tornaba en equilibrio. Cerrando sus ojos, percibía todo su cuerpo, sus dedos, sus piernas, sus brazos, el pecho, su rostro... Al abrirlos observó sus manos, las palmas, las yemas de los dedos arrugados, y fue ahí que decidió voltear y cerrar la canilla. Luego de asearse se vistió con una prenda blanca que la cubría hasta las rodillas, sin mangas, de un algodón gastado que ella disfrutaba al recordarse de niña y cumplía con la austeridad clásica y personal que siempre la caracterizaba.

      Al pasar hacia la cocina le sobresaltó el timbre de la puerta principal. El sonido era tan grave que asemejaba por un instante a una alarma de incendios. “Ecos traumáticos”, pensó, pero tal dominio de sí la personificaba que continuó en la cocina, abrió la puerta de la heladera y luego sacó unas tostadas de la alacena. Esperaba el segundo timbrazo. Se sentó intranquila. Seguía esperando con toda su intuición... Revolvió su café con solo una cucharada de azúcar. Seguía revolviendo... “Se equivocaron”, pensó aún expectante. Tomó la taza con temor y bebió el primer sorbo. Y en ese momento volvió a sonar. “Mierda”, dijo.

      —Yo atiendo —dijo su madre—. Es para vos. Es Ana.

      “¿Ana?”, pensó.

      —Dile que suba, mamá.

      —Me dice que no puede. Quiere que bajes.

      Miranda simplemente asintió.

      Bajó los tres pisos por escalera con el café en la mano. Por cada entre piso consumía apenas un sorbo y, al llegar, abrió la puerta vidriada mientras observaba con asombro esa pálida delgadez: parecía más alta, el cabello corto, hasta sus palabras parecían livianas, esmirriadas.

      —¿No me vas a saludar? —le dijo.

      Sin soltar la taza, se fundieron en un abrazo corto, nervioso.

      —Tu nota decía que pasarías esta semana por la tarde —la inquirió con extrañeza.

      —He estado trabajando en algo, Miranda. De a poco te lo contaré. Pero antes de que me preguntes, si me ves de esta manera, es por el trabajo, los nervios, las cosas que últimamente me han pasado.

      —Bueno, me tendrás que explicar entonces. Pero aquí no. Vayamos a lo de Padilla.

      —¿Y quién es Padilla?

      Bajaron casi con torpeza por esas escaleras rancias. Se guiaron con la luz del exterior hasta toparse con una puerta desvencijada: los contornos ya casi sin pintura dejaban ver la raíz de la madera y las bisagras todas corroídas; parecían quebrarse al menor movimiento. Con extremo cuidado, Miranda introdujo las llaves mientras Ana le preguntaba qué demonios era esto. Ella la observó sin expresión alguna. La puerta lentamente comenzó a abrirse: con su parte inferior producía un sonido al raspar el piso de cemento. Tanteó a su costado derecho con la mano hasta hallar los interruptores mientras maldecía al viejo Padilla por el olor añejo de los vinos. Se encendieron las luces y ambas entraron con duda: Miranda evitaba llevarse nada por delante, mientras que Ana tenía miedo de toparse con algún despistado roedor. La bodega estaba repleta: barriles con vino estacionado en las esquinas y pilas de botellas de un verde oscuro apoyadas sobre las paredes; en el medio, cinco hileras de estantes tan altas que casi rozaban el techo, y, detrás, la luz parecía no llegar. Miranda le tomó de la mano guiándola hasta el final del pasillo. Al doblar hacia la izquierda tuvieron que encender otra luz. Ana casi pierde el equilibrio al ver el escondite sibilino y profundo que se abría ante sus ojos.

      Había mapas sobre una pared descascarada, una computadora encendida, anotadores, recortes de diarios, un monitor que mostraba imágenes de la entrada a la bodega, un grabador sobre la mesa y una cámara de fotos, libros sobre tratados de sueños, su interpretación y profecías, algo acerca de vidas pasadas y “La máquina del tiempo” de Wells. El resto parecía estar bastante ordenado: dos sillas rodeaban la mesa, una lámpara de escritorio y unos lápices en forma vertical dentro de un ordenador de madera.

      —¿Qué es todo esto, Miranda?

      —Como verás, es un viejo depósito. Aquí vengo algunas veces por la tarde. Por supuesto que mi madre no lo sabe. El dueño de todo esto me deja pasar y quedarme, y yo solo le leo historias de los clásicos al sereno Padilla. Él es ciego, es el cuidador de esta bodega cuyo dueño solo viene alguna vez al año; la confianza estima más que su ceguera, y, hasta ahora, su única compañía era la de Aurelia, una cotorra más chusma que Maruja y un gato que se cuela por las mañanas sabiendo que lo espera un tazón lleno de leche. Estoy trabajando en algo que me tiene desvelada. Aunque parezca un engaño de palabras, se trata de mis sueños. Aquí, en este lugar, trato de recordarlos, de anotarlos, de encontrar algún sentido a episodios que se asemejan a la realidad, la frecuencia con que suceden, los protagonistas, los lugares, todo lo concerniente a ellos. Hay algo que no logro descifrar y estoy segura de que tiene que ver con mis antepasados. Mi madre me ha contado que sus padres y los padres de sus padres han estado en la guerra, han pasado penurias en otros países y ella muchas veces me ha confiado sus

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