El sueño de Miranda. Fernando Herrera

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El sueño de Miranda - Fernando Herrera

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conectada a ellos. Y estos sueños se han vuelto tan insoportables de soñar, que tengo sensaciones de temor por mi vida. Al caer cada noche en uno de ellos, mi ser se introduce en situaciones de peligro extremo, y, muchas veces, es la guerra la protagonista.

      —Entiendo. ¿Y piensas que tiene que ver con tus abuelos y tatarabuelos?

      —No exactamente. Creo que todo se refiere a mí, pero que no soy yo.

      —Me recuerdas a mi abuelo judío hablando de la eternidad de los tiempos. Luego de la cena en las primeras noches de octubre, en las vísperas de su cumpleaños, mi abuela, bautizada pero atea hasta los huesos, lo miraba de reojo, y luego quedaba con su mirada vacía preguntándose con quién diablos se había casado. Lo observaba como si tuviese en la casa a un ser irreal, fantasmagórico. Creo que ella pensaba que los nazis lo habrían fusilado, pero al reencontrarse con él, en realidad, le habrían devuelto un espíritu, un ente forastero que a veces la cuidaba. Él había sobrevivido al exterminio en un pueblo de Polonia, sobre un valle fértil rodeado de montañas con picos helados y arroyos del deshielo. Ya no le quedaba nada por temer, estaba seguro de la eternidad de las almas, y solo esperaba su momento —le contestó Ana.

      Pero yo necesito hablarte de algo, Miranda. Para eso he venido. Hay algo que nos ha sucedido y creo que es necesario que lo sepas.

      —Pues bien, sentémonos y comienza.

      —Mi padre trabaja en un laboratorio de inseminación artificial, aquí en la ciudad. Es jefe de un equipo de trabajo que se encarga de preparar a los pacientes antes del tratamiento. Así mismo, trabaja en un estudio de investigación acerca de los resultados en el tiempo de las estadísticas que se llevan a cabo en las parejas que no pueden concebir un hijo: la cantidad de casos de infertilidad, los casos de infecundidad y cuáles son los porcentajes de embarazo con los tratamientos de reproducción asistida. Para todo esto hay variables que lo determinan: los plazos de embarazo, las edades de la pareja, sobre todo la edad de la madre, el riesgo de un aborto de manera natural, etcétera. Mi padre recibe los informes en términos bimestrales y para ver la incidencia en el total de la población también le llegan informes de la cantidad de embarazos de manera natural, o sea, aquellas parejas que no tienen o no presentan inconveniente alguno en la concepción de un niño. Pues bien, estos informes se detallan en términos porcentuales y son los comúnmente llamados porcentajes o tasa de natalidad. Hace meses, quizá desde la primavera que nos tomó de sorpresa durante los primeros días de agosto, observaba a mi padre sumamente inquieto. Aún lo recuerdo con los informes en sus manos una atípica mañana calurosa de invierno bajo el toldo ennegrecido que cubre una pequeña porción del patio. Meses han pasado y más preocupado se encontraba: durante largas noches visitaban mi casa gentes importantes, hacían reuniones mientras mi madre y yo nos encerrábamos a ver televisión. Hasta que un día, comenzaron a suceder cosas extrañas. En el tiempo que estábamos en casa pude ver reflejos en el aire, como si fuese una especie de relámpago de colores, esto se sucedía en cuestión de fracciones de segundos, otras veces, mientas caminaba a través del cuarto de estar, mis ojos percibían manchas oscuras que se movían y desaparecían, las lámparas comenzaron a quemarse, la tensión subía y bajaba, también era frecuente estar sentada a la mesa y presentir que había alguien detrás de mí. Y, por supuesto, mis padres también experimentaban estas cosas.

      “Una noche, en la que me encontraba sentada en la vereda, vino a casa una persona, alguien que mi padre conocía. Recuerdo que no habíamos cenado aún. Su nombre no lo recuerdo, pero se apellidaba De los Santos. Era un hombre que trabajaba junto a él en el laboratorio de fertilidad. Creo que se estimaban mutuamente, era frecuente que mi padre lo nombrara varias veces en casa. Ellos se habían dispuesto a sentarse para hablar de manera muy entusiasta en el cuarto de estar, y recuerdo que yo estaba muy cerca y, al parecer, a ellos no les importaba demasiado, así que pude oír algo de la conversación. No olvido lo pálido que se encontraban ambos leyendo unos papeles. Por un momento, solo permanecieron inmersos en la lectura de algo que parecían ser informes, luego hablaron de números y porcentajes así que supuse que serían informes estadísticos. Decían que los porcentajes habían bajado, pero que venían haciéndolo de manera sistemática y en la misma proporción desde el año anterior, solo que este último reflejaba que la cifra había descendido de manera muy abrupta. Mi madre les servía café mientras yo pude permanecer en la misma situación, oyendo sin que a ellos les importara. El señor De los Santos parecía no entender esos resultados y mi padre se encontraba muy nervioso. Los escuche decir que llevarían esos informes al Ministerio, que hablarían urgente con los directores del centro, que intentarían enviarlos también a las embajadas de los distintos países. Pero hubo algo que me inquieto aún más. Escuché decir a mi padre que el acceso a esos informes debería estar prohibido a la población. Luego, al cabo de unos minutos, el señor De los Santos se percató de mi presencia, giró hacia mí y me miró con un atisbo de conmoción. Fue en ese momento que me levanté del sofá y, caminando hacia la cocina, llegué a observar a mi padre que colocaba los documentos dentro de su maletín.

      —¿Y qué supones que son esos documentos? —inquirió Miranda con singular dureza.

      La despertó el sonido corto y repetido de un mensaje en el contestador. Al parecer era bien temprano pues la alarma de las siete aún no había sonado. Sin embargo, la claridad del día penetraba las microscópicas hendijas de la cortina y sus ojos las percibían por entresueños. Se levantó y sintió el placer del frío en la planta de los pies. Simplemente se dirigió hacia la ventana, donde pudo observar parte de la gente del vecindario que comenzaba sus quehaceres. A lo lejos divisó a Lucrecia, la única mujer de la ciudad que repartía los diarios con mezcla de glamour y bohemia, un personaje atípico que desentonaba gratamente entre los vecinos de esas cajoneras. De inmediato abrió las hojas de las ventanas y casi con medio cuerpo fuera extendió sus brazos y lanzó gritos para llamarla. La escuchó. Así que bajó de su bicicleta para hacerle ademanes con la natural gracia de una estrella de cine. Le pudo hacer muecas para indicarle que bajaba hacia el vestíbulo del edificio y que necesitaba un ejemplar del diario. En ese momento escuchó de repente y otra vez el sonido corto y repetitivo de un mensaje, pero solo corrió hacia la puerta. Lucrecia era delgada, rubia y con rizos hasta los hombros. Llevaba siempre una chaqueta de cuero negro y unos pantalones de trabajo ajustados a los tobillos. Tendría unos cincuenta años, pero se mantenía en buena forma: el permanente pedaleo de todos los días le traía sus beneficios. Lucrecia no sabía de noticias, simplemente repartía diarios que nunca leía, pero destacaba su atención. Los días de lluvia envolvía los diarios en bolsas transparentes sujetos con una cinta de raso azul. A veces repartía caramelos a los niños que mandaban sus padres y otras veces, dentro de los diarios, venían recetas de cocina que ella misma colocaba. Cuando llegó a la puerta, ahí se encontraba con su estirpe solemne y elegante, sonriente y apoyada en sus dos ruedas con el diario en una mano y unos olivos por las Pascuas.

      Miranda entró dispuesta a preparar el desayuno cuando nuevamente oyó el sonido de su contestador. Se dirigió a la habitación para recostarse entre esos almohadones tapizados con jean, con gabardina, con plush, con satén, con lino, con crepe y con todas las demás clases de telas que su abuela guardaba en el ropero que usaba de almacén.

      —¿Has leído las páginas del diario? —la voz de Ana que salía del aparato no la sorprendió.

      —¿Por qué tanta insistencia?

      Colocó sobre el respaldo un almohadón detrás de su espalda. Hojeó el cuerpo principal y dejó los deportes y espectáculos para después, junto con la revista semanal. Leyó todos los encabezamientos de noticias, los títulos principales: los de política, los de economía, los de sociales y de tecnología, por último, algunos policiales y hasta los avisos clasificados. Volvió a comenzar, pero esta vez con avisos publicitarios, búsqueda de trabajo y la sección de cultura. Nada parecía relacionar algo que las interesara y les haya sucedido, no había notas que tuviesen que ver con embarazos ni métodos de fertilidad, algo que recuerde sobre los dichos de Ana. Desmenuzó el dorso del cuerpo principal entre

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