Los números del amor. Bernardo Álamos

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Los números del amor - Bernardo Álamos

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qué lo busca de esa forma?

      —Ese es uno de los problemas, cree que si soluciona la ecuación sabrá dónde está su hermano. No tiene conciencia...

      No fue capaz de terminar, y todos permanecieron callados hasta que Ximena, la única mujer del curso, la abrazó con ternura y esperó que pasara esa tormenta interior. Demoró un tiempo y por ello, cuando Alicia empezó nuevamente a hablar, solo quedaban ella, Ximena y Eduardo.

      —Bueno, señora —dijo Ximena—, tenga mucho ánimo, nosotros vamos a venir más seguido a acompañarla.

      —Muchas gracias —contestó Alicia—. Y discúlpenme, la verdad es que estoy sufriendo mucho.

      —No se preocupe —dijo Eduardo.

      Fue así como se entabló una relación entre Alicia y Eduardo.

      Alicia se había casado jovencita con el amor de su vida y al poco andar vino al mundo Álvaro y, varios años después, Fernando. Eran una familia feliz. La desgracia se presentó como un ladrón de noche y sin aviso, cuando le descubrieron cáncer gástrico al marido. Fueron años de lucha y dolor hasta que el hombre falleció. Sin embargo, Alicia no se dejó arrastrar por la desgracia y luchó con toda su fuerza para sacar adelante a sus hijos.

      Fernando estaba esperando que su hermano Álvaro retornara de la universidad. Álvaro cursaba el último año de ingeniería y también trabajaba los fines de semana para ayudar con las finanzas familiares. A pesar de los diez años de diferencia, ambos hermanos eran uña y mugre.

      —Te estaba esperando, Álvaro —dijo Fernando.

      —Ah sí, hermanito, y ¿para qué sería? Ya me imagino que quieres que te lleve a la panadería para comernos un berlín con una coca cola.

      —No está mal, no lo había pensado. El plan…

      —¿Cuál plan? —preguntó Álvaro.

      —¿Te acuerdas de que en la última carrera me ganaste?

      —Te gané por lejos —contestó Álvaro.

      —¿Cómo no me íbai a ganar? —contestó Fernando—, si me diste muy poca ventaja. La cuestión es que ahora lo tengo todo calculado y, si en vez de 30 pasos me dai 50, te ganaré. El plan es que corramos ahora mismo hasta la panadería y mi premio como ganador será el berlín y la coca.

      —¡No! Estoy súper cansado y ya te dije que tengo mucho que estudiar.

      —¡No te atreví!, ¡no te atreví! ¡Mi hermano es una gallina, mi hermano es una gallina! —gritaba Fernando.

      Álvaro encontró simpática la situación, además, nunca le negaba nada a su hermano, pues lo quería demasiado, y pensó ¿Qué importa media hora, si hago feliz a este pendejo?

      —Está bien —contestó Álvaro—, acepto el desafío. Era una tarde primaveral, faltaba una hora para que el sol entregara la posta a la luna. Los hermanos salieron de la casa y Fernando tomó su ventaja y caminó 50 pasos para alejarse de Álvaro. A la orden de 1, 2, 3, ambos empezaron a correr en dirección a la panadería que estaba a unos 400 metros de distancia. Al principio el niño se sentía cómodo, pues no escuchaba los pasos de su hermano, sin embargo, pronto los empezó a sentir y apuró el tranco lo más que pudo. Álvaro se le acercaba, pero esta vez no le podía ganar, faltaban unos pocos metros y si lograba cruzar la calle en punta, sería el ganador. No lo vio venir, ni tampoco escuchó el grito de angustia de Álvaro, y con la sonrisa de victoria en los labios, lo alcanzó la muerte. Un camión lo aplastó. Infructuosos fueron los pedidos de auxilio de Álvaro y el intento de resucitarlo que practicó un transeúnte.

      Después del accidente, Álvaro se encerró en sí mismo. Pensaba que todo sería como antes si lograba representar la muerte de su hermano en una ecuación, y que al resolverla volvería del más allá. Él les comentaba a los doctores que confiaba en su capacidad matemática, pero el problema era que su hermanito tenía que conocer el resultado de la ecuación y la cuestión era cómo le hacía llegar los papeles, de lo contrario no podría viajar de vuelta al mundo. Tenía dos problemas: resolver la ecuación y entregar la solución.

      En una de las visitas que realizaba al hospital, Eduardo pudo ver y hablar con Álvaro. Lo encontró en un estado físico deplorable y ensimismado, con una tiza en la mano, escribiendo en una pizarra una cantidad de números, hipótesis, ecuaciones, derivadas e influencias sin sentido. Álvaro notó la presencia de un extraño en la pieza.

      —¡Qué bien! —dijo Álvaro—, tú debes ser la persona que estaba esperando. ¿Eres tú o no?

      —Sí —contestó Eduardo llevándole la corriente.

      —Entonces, no perdamos más el tiempo. Toma los apuntes y los entregas donde tú ya sabes.

      —¿Dónde? —preguntó Eduardo.

      —¡En las iglesias, pues! Y en todas las iglesias.

      —¿Para qué? —dijo Eduardo.

      —¿Cómo que para qué? —respondió Álvaro—. Para entregársela a los sacerdotes y los pastores, ellos la ofrecerán a Dios en sacrificios y Él se la dirá a mi hermano. Ahora bien, a cuantas más personas les hagas llegar la solución del problema, más probabilidades tenemos pues, por cierto. Dios tomará una sola ofrenda, ya que la mayoría de los que la presentan son impostores, agentes del demonio y por tanto Dios no podrá estar seguro de la solución. ¿Me comprendes?

      —Ya —contestó Eduardo—. Y ¿cómo vamos a saber quién es la persona indicada?

      —Nosotros no lo sabemos, por eso te dije que se lo entregues a la mayor cantidad de curas. Ahora toma los documentos, hazles copia, entrégalos con prudencia y cuidado, ya que tenemos mucha prisa —expresó Álvaro.

      —Muy bien —contestó Eduardo—, ¿algo más?

      —Sí, algo muy importante. Hay iglesias que no van a recibir los apuntes y en ese caso, tienes que actuar —ordenó Álvaro.

      —¿Actuar? —preguntó Eduardo.

      —Eso dije. Las iglesias que no te reciban la solución deben ser marcadas.

      —¿Marcadas? ¿De qué manera? —interrogó Eduardo.

      —Toma un perro de la calle, llévalo a tu casa y al atardecer lo inmolas. Con la sangre del perro, marca las iglesias. Esa marca le servirá de señal al ángel vengador para que las destruya, en castigo por no haber colaborado conmigo.

      Eduardo lo miró, intentó no reírse y antes de que dijera una palabra, Álvaro le gritó:

      —¡Ey, aquí hay muchos locos que hacen maldades de todo tipo! Cuando los vayan a juzgar, tendrá que ser un juez que esté loco, de lo contrario su sentencia será nula, ya que el dictamen sería injusto, una locura. A los locos los deben juzgar los jueces locos, pues una persona cuerda no puede entender la razón del actuar del loco. Ahora lo difícil es saber quién está loco y quién está cuerdo.

      A Eduardo le pareció que a pesar de que su compañero estaba insano, mantenía una cierta lógica. ¡Qué compleja era la mente humana! El hombre necesitaría siglos de estudio y posiblemente nunca llegaría a entender su dimensión.

      Semanas

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