Los números del amor. Bernardo Álamos
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He pensado mucho antes de escribir estas líneas, y creo que por tu bien, tengo que romper la relación, aunque esta decisión termine por romper mi corazón.
No insistas más. El futuro es tuyo y siento que encontrarás allá una gringa que te hará muy feliz.
Tengo que dejarte, tengo que dejarte.
Por siempre tuya,
Carmen
Tan pronto leyó la carta, Eduardo voló hacia la casa de Carmen. Al llegar al lugar, golpeó sin cesar la puerta, y apenas se topó con Pilar, le lanzó la carta y entró corriendo al dormitorio de Carmen, derribó la puerta, encontrándola plácidamente dormida. Se acercó a ella, le tomó la mano y al remecerla con desesperación, la despertó. Carmen, como si volviera de un sueño, lo besó en los labios con exquisita dulzura.
Eduardo no entendía nada. Fue ahí cuando llegó Pilar y de inmediato puso las cosas en orden.
—¡Mirta, niña! Llama al doctor García ahora ya. Hace tiempo que lo deberíamos haber hecho.
Apenas el doctor terminó de examinar a Carmen, y casi al cerrar la puerta de la habitación, Pilar lo enfrentó.
—¿Y, doctor? —dijo.
—La joven está perfectamente. Dele un caldo de pollo y se recuperará. Solo tiene una pena de amor y pienso que está solucionado; es cosa de verla, pues el joven que la acompaña no deja de acariciarla, es el remedio indicado. L’ amour —balbuceó.
Pilar dejó a Mirta al cuidado de los novios y ráudamente se dirigió al centro, lugar donde trabajaba Juan, quien se sorprendió al verla llegar, pues no era una actitud propia de ella. Lo que conversaron duró segundos. Si bien Juan era duro, Pilar era categórica.
Al fin de ese día, y sentados en la mesa, Juan dio formalmente su consentimiento. Habría boda en pocas semanas. Todos tenían mucho por hacer. Pero Juan nunca diría la razón de su negativa: desconfiaba de Eduardo.
III.
Boston, Estados Unidos
(Primeros días de 1962)
Eduardo arribó a la cuidad junto a su señora, Carmen. En su equipaje se podían enumerar las prendas que llevaban, no así sus ilusiones, que no cabían en ninguna maleta. En cuanto a Carmen, su objetivo era hacer feliz a Eduardo y formar una familia. Su única preocupación era Eduardo, se ocuparía de hacerlo feliz y de vivir para él.
Boston los recibió con un frío invernal del cual no tenían idea que pudiera existir. Ambos pensaban en lo distinto que era de su Chile natal y se maravillaban con todo, en especial con la conducta de las personas que no escupían sobre las veredas. ¡Qué diferencia había con la patria!, donde sus compatriotas lanzaban grandes gargajos, haciendo además ruidos preparatorios sin ninguna vergüenza y como si fuese lo más natural del mundo, además de botar papeles, envases de cajetillas de cigarro y otra clase de envoltorios en las calles; en Boston, los tiraban invariablemente en los tarros de basura.
Aunque las clases del posgrado comenzarían en varios meses más, la beca contemplaba un tiempo previo para que Eduardo alcanzara un nivel adecuado de inglés. Aprovecharon esos meses al máximo, logrando adecuarse a su nuevo estilo de vida.
Vibraron cuando en febrero del 62 el astronauta John Glenn orbitó en el espacio. Siguieron la noticia por los reportes radiales durante la travesía de casi cinco horas. Se aficionaron a la música norteamericana, en especial a la de un cantante que hacía sus primeras incursiones, Bob Dylan, y juntos cantaban sus canciones como si hubiesen sido compuestas solo para ellos. Siguieron, como toda la ciudad, la campaña de los Boston Celtic, que definieron su paso a la final en el último partido jugado en casa, venciendo a los Warriors de Philadelphia por solo dos puntos de diferencia. La misma situación y de igual manera se produjo con la obtención del campeonato, solo que esa vez los Lakers de Los Ángeles fueron los derrotados. Ese 5 de abril, y en plena celebración callejera, se lo toparon. Lo escucharon hablando con otros en un inglés muy rudimentario y con un acento típico de los argentinos porteños. Sin temor a equivocarse, Eduardo le habló en español.
—Eh, amigo, ¿qué tal?
El argentino se hizo el desentendido y no le respondió. Eduardo volvió a insistir varias veces, exasperando a su mujer, quien lo indujo a guardar silencio. La escena no pasó inadvertida para el de Buenos Aires y, dado que Carmen era una mujer atractiva, contestó:
—Decime.
—¿Eres argentino? —preguntó Eduardo.
—Se me nota —contestó el Che.
—Bueno, sí, un poco.
—Y vos, ¿chilenito, no?
—Sí, claro, parece que también se me nota. Eduardo Salas y mi esposa, Carmen. Mucho gusto.
El Che fue la primera persona con la cual entablaron una relación más cercana. Carmen pensaba que era un caballero galante y encantador. Eduardo solo lo tragaba, pues le molestaba su carácter, ya que el tipo se expresaba como si todo lo supiese. Lo que sabía lo decía con mucha propiedad y lo que desconocía lo inventaba. Carmen no entendía mucho por qué lo seguían viendo, hasta que Eduardo le aclaró que el Che tenía conexiones para escuchar los partidos del mundial de fútbol que se jugaba en Chile ese año. Eduardo disfrutó las felicitaciones del argentino frente a cada triunfo chileno. Cuando terminó el mundial lo dejaron de ver y la relación se esfumó tan rápido como se había iniciado.
A poco de entrar a la universidad, Eduardo se destacó frente a sus profesores y sus compañeros, quienes se dieron cuenta de que el chileno era un matemático neto, que le daba vida a la disciplina. En sus hipótesis y ecuaciones demostrativas, las conclusiones y sus números eran verdaderas poesías de cálculo ilustrativo.
Sus compañeros de clases lo veían como un tipo muy simpático. En un principio, algunos a su espalda lo llamaban el eslabón perdido, pues no se convencían de que existiese una persona así, proveniente de un país del cual poco sabían y que rara vez hacía noticia. El diferente de la clase, Bill Rutherford, tuvo curiosidad por su popularidad y se propuso conocerlo. En poco tiempo entablaron una amistad que se acrecentó cuando Bill conoció a Carmen. Bill escondía celosamente su secreto. No estaba seguro de revelarse, meditó bastante hasta que al final decidió invitar a los chilenos a cenar a su casa. El departamento de Rutherford era el típico de un joven universitario.
—Bill, esto te tiene que haber costado una fortuna. Langosta de Maine, champagne francés… —dijo Eduardo sorprendido.
—Era lo menos que podía hacer. Ustedes son mis amigos —dijo Bill.
—No hay duda de eso, pero te gastaste un dineral —afirmó Eduardo.
—Esto lo hice a propósito ya que tengo que contarles algo…
Carmen, que había adquirido un buen nivel de inglés, lo interrogó.
—Whaaat? I am very curious.
—La