ONG en dictadura. Cristina Moyano
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En este texto optamos expresamente por delinear aspectos que no suelen ser relevados en un campo intelectual visitado desde sus marcas hegemónicas. A ese respecto, advertimos que no recorre esos debates desde la centralidad de la transitología ni recupera las voces de los intelectuales más conocidos. Antes que eso, nos inclinamos por restituir espacios, instituciones y saberes eclipsados por el camino final que tomó la transición. Por ello, aquí no se encuentran los intelectuales de más renombre, ya que, aunque no se les desconoce, intentamos saldar una deuda con las otras voces, con otros productores de conocimiento, menos sonoros, menos visibles, pero tan importantes como los de la talla de los Garretón, Moulian, Brunner o Kirkwood. Sus marcas están, pero quisimos cambiar el foco y resituar la categoría de intelectual para restablecer el protagonismo de intelectuales colectivos, como lo fueron las ONG durante los años ochenta.
ONG Y POLÍTICA EN LOS AÑOS OCHENTA: EL CAMPO INTELECTUAL DE OPOSICIÓN DURANTE LA DICTADURA
Cristina Moyano1 Mario Garcés2
El año 1973 constituye uno de los acontecimientos más trágicos de nuestra contemporaneidad. La apertura de un hiato, de una gran fractura, la conciencia de un antes y un después, quizás no haya sido nunca tan nítida en la historia del siglo XX chileno. En la memoria de aquellos actores que vivieron ese tránsito temporal se agudizan esas diferencias y el 11 de septiembre aparece como el gran partero del tiempo presente.
La articulación de una nueva experiencia social en que la represión, el estado de sitio, la cesantía, el cierre de los espacios públicos, la censura, los exilios y la clandestinidad fueron vivenciados por gran parte de los chilenos, también reconfiguraron las expectativas. Entre 1973 y 1978, para la mayoría de los militantes y simpatizantes de izquierda, pero también para sectores amplios del mundo poblacional, sindical y estudiantil, se puso fin a un proyecto de transformación política que aspiraba a una sociedad más justa e igualitaria.
La adhesión al proyecto de la Unidad Popular fue castigada a sangre y fuego. Sobrevivir se convirtió en la primera gran tarea de un mundo opositor diverso, golpeado y excluido a los márgenes de la historia. Poco después vendrían las resistencias culturales, sociales y políticas, aquellas que permitieron rearticular espacios de sociabilidad para volver a reflexionar, para re-conocerse, para disputar la construcción de realidad, para que la experiencia de la dictadura dotara de nuevos sentidos la recuperación de una democracia que no lograba definirse con mucha claridad.
Las numerosas críticas contemporáneas que han emergido en las voces de ensayistas políticos y en las demandas de movimientos sociales respecto de los límites de una transición pactada, generadora de una democracia protegida, tutelada o autoritaria, fueron parte del contexto en que releímos y analizamos los textos producidos hace más de 30 años. En ellos encontramos rastros de convergencias y controversias, un horizonte democrático cuya claridad no era tan nítida y en el que las expectativas futuras reordenaban las propias experiencias pasadas de la democracia chilena. De allí que al calor de los debates críticos en la década de los ochenta, estos intelectuales nos parezcan bastante más heroicos y comprometidos con la búsqueda de transformaciones sociales que lo que puede ser hoy en día. Sin embargo, nuestra labor no ha sido ponerlos en un altar sino que restituir la generación de conocimiento, la reconstitución del campo intelectual, en una época en que la “creación” tuvo una vinculación expresa con la política, con la posibilidad de pensar nuevas formas de lo político y en que la interlocución, el diálogo y la generación de redes con el mundo social no solo eran objeto de la ciencia, sino que se constituían en símbolo de oposición y reconquista democrática.
Tal como plantea Claudia Gilman, “la figura intelectual es ineludible para vincular política y cultura, dado que implica tanto una posición en relación con la cultura como una posición en relación con el poder”. Por ello, considerando que “los intelectuales son una delegación global y tácita para producir representaciones del mundo social”3, su estudio permite comprender la política desde las construcciones de sentidos, es decir, como partícipes privilegiados de las disputas por los órdenes deseados, creadores de subjetividad y, por cierto, de las argumentaciones que se utilizan para validar las acciones políticas.
Dado que las universidades chilenas, lugares que por tradición albergaron a los intelectuales y académicos, fueron intervenidas por la junta militar y reestructuradas en su sentido y función, no podía buscarse allí a los generadores de conocimiento y realizadores de investigación. En ese sentido, definir el campo y la función intelectual tuvo un triple desafío.
En primer lugar, obligó a fijar la atención en espacios no tradicionales de generación de conocimiento. En segundo lugar, dada la transformación del campo en términos institucionales, se redefinió históricamente al sujeto intelectual. Si la construcción moderna de este deviene de la delimitación de su función social asociada a la valoración de la diversidad, a la tolerancia y a la libertad, a un tipo de comportamiento en la esfera pública dirigido a la generación de debates y, por ende, de opiniones y posicionamientos sobre la sociedad y sus conflictos, resultó difícil imaginar la figura y función de un intelectual crítico en un marco dictatorial. Con una opinión pública restringida, censurada, con prohibición de reunión y con miedo a expresar disidencias, pensar y hablar libremente resultaban ser actos altamente peligrosos. Por ello, la forma en que en este texto se rescata la figura del intelectual considera el contexto como un elemento clave para comprender las formas de generación de conocimiento, las redes y sus alcances, así como el impacto que provocó en la opinión pública. En otras palabras, optamos por “desacralizar las prácticas intelectuales” para vincularlas a las “reglas profanas de un juego social”4.
Considerando esta situación, la definición de un intelectual “opositor” que participó en los debates ciudadanos y que generó conocimiento para disputar los sentidos políticos de las transformaciones sociales que potenciaba la dictadura solo puede encontrarse de manera visible con posterioridad a 1978, período en que emergieron una serie de organizaciones que poblaron este espacio y que dotaron de nuevos bríos a las investigaciones académicas y la intervención social.
Por último, el tercer desafío radicó en dar cuenta de la diversidad de instituciones, actores y debates que habitaron el campo. La etiqueta “intelectual de oposición” resultó operativa para demarcarlo en términos político-contingentes, pero no para restituir sus múltiples diferencias. No todos los que formaron parte de este grupo de cientistas sociales tuvieron las mismas redes y alcances, relaciones con los partidos políticos, resonancias y, menos aún, las mismas posiciones sobre la democracia y la democratización. Si bien compartieron algunos principios iniciales que desarrollaremos más adelante, las diferenciaciones se fueron haciendo visibles después de agotadas las Jornadas Nacionales de Protesta social entre 1985 y 1986.
En suma, tres desafíos que dieron cuenta de una complejidad analítica, teórica y metodológica para abordar el conjunto de sujetos diversos en el contexto dictatorial. ¿Qué características tuvo este campo? ¿Quiénes lo habitaron? ¿Qué debates le dieron sentido al ser intelectual de oposición? ¿Qué innovaciones se produjeron en el ámbito del pensamiento y su relación con la política?
Breve bosquejo del campo intelectual pre golpe de Estado
Si bien los intelectuales han jugado un papel relevante desde los inicios de la República y por lo tanto su figura se ha vinculado históricamente a la política, lo cierto es que hacia la década de 1950 comienza a aparecer un nuevo tipo de intelectualidad, vinculado a la expansión y consolidación de las ciencias sociales en un contexto de transformaciones globales del capitalismo, construcción del Estado de bienestar