ONG en dictadura. Cristina Moyano
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Según José Joaquín Brunner5, la matrícula en carreras universitarias en ciencias sociales pasó de un 2,5 % en 1950 a un 14,6 % en 1970. Si bien el aumento fue significativo en toda América Latina, Chile consignaba un crecimiento mayor. Por ejemplo, en el campo de la sociología se pasó de 22 alumnos en 1958 a 1.000 matriculados en 1973. De otra parte, la ciencia política experimentaría un crecimiento sostenido, aunque menor, al igual que la historiografía. Para el autor, este escenario se posibilitó gracias a factores endógenos y exógenos del campo intelectual, como resultado de “los procesos de diferenciación nacionales de enseñanza superior y de investigación que se desarrollaron en América a partir de los años 60”6.
En el primer grupo de factores se encuentran aquellos que remiten a la formación de cuerpos profesionales calificados disponibles para “emprender tareas de análisis social y dispuestos a incorporarse a las intelligentsia de los cientistas sociales”, al “surgimiento de un mercado académico de posiciones y recursos con capacidad para absorber” la abundancia de este personal, a la competencia por recursos y prestigio en espacios institucionales, que comenzaban a mostrar límites estructurales en su reproducción, así como a un mercado de proyectos internacionales y nacionales en que se reforzaban los requerimientos de una oferta calificada7.
Los factores exógenos por su parte, remiten a la enunciación de límites en un conjunto de expectativas de transformación social, económica y cultural, que constituían el universo simbólico en el que las ciencias sociales se dotaban de legitimidad, no solo para comprender los procesos históricos, sino también para actuar y modificar sus cursos. A partir de 1964 y hasta 1973, la necesidad de cientistas sociales para asumir las iniciativas “reformistas” o “revolucionarias”, conducidas por los gobiernos de Frei y Allende, fortalecieron el crecimiento de estos intelectuales.
Una ciencia social comprometida con los cambios sociales se legitimó en un doble sentido. Por un lado, al alero de una actitud tecnocrática que venía configurándose desde las primeras décadas del siglo XX y que validaba la acción de “expertos” en la gestión y administración de lo público. Por otro, al consolidarse un prototipo de intelectual que no podía aislarse en la ciencia pura o en una universidad para élites, sino que poniendo su actividad racional y de lectura de realidad al servicio de los cambios sociales. La ciencia social se vuelve militante y los intelectuales comprometidos en sus ejecutores. “La doctrina del compromiso aseguraba a los intelectuales una participación en la política sin abandonar el propio campo, al definir la tarea intelectual como un trabajo siempre, y de suyo, político”8.
El gobierno de la Unidad Popular y la demanda por cuadros intelectuales y técnicos para colaborar en la realización del proyecto chileno al socialismo coronó este proceso iniciado en los años cincuenta. Tal como plantea Brunner, entre 1970 y 1973 se generó un amplio “espacio para la función ideológica de los intelectuales y de los analistas sociales. Su palabra es escuchada, tomada en cuenta; en breve valorizada dentro del mercado ideológico-político como nunca antes había ocurrido. Es el período de oro de los intelectuales progresistas”9.
La concurrencia de intelectuales latinoamericanos y europeos que habitaron Chile entre los años sesenta y setenta, en conjunto con la existencia de la Cepal y de Flacso, regionalizó el debate y reorganizó sus centros de difusión. La emergencia del dependentismo y la creciente adhesión al marxismo propiciaron una redefinición de las militancias teóricas y políticas a favor de la revolución, fomentadas a su vez por críticas provenientes de “las corrientes etnometodológicas o de orientación semiológicas de Francia y Bélgica, de Gran Bretaña y Estados Unidos”. Aquello, si bien generó un crecimiento en las adhesiones de intelectuales a partidos de izquierda, particularmente de los nacidos en los años sesenta y setenta, lo cierto es que permitió que la actividad intelectual comprometida se constituyera muchas veces en una alternativa a la afiliación partidaria concreta, manteniendo una legitimidad como conciencia crítica, participación en los procesos político-revolucionarios y autonomía simbólica.
En conjunto con lo anterior, las universidades también se vieron interpeladas en su definición y función social. Un proceso de modernización fundamentado en interpretaciones desarrollistas activó transformaciones en los currículum, en la relación de la universidad con la sociedad y habilitó un espacio para reformas que presionaron por democratizar las anquilosadas estructuras jerárquicas que la constituían.
Los requerimientos de mayor investigación, no dependiente de las agendas y teorías del primer mundo que fundamentaran reflexiones para gatillar un verdadero desarrollo económico y social, así como las bases de una nueva cultura revolucionaria, favorecieron la emergencia de centros de investigación en ciencias sociales con orientaciones interdisciplinarias en los que coincidieron intelectuales consagrados y en formación. La creación del Centro de Estudios Sociales en la Universidad de Chile (CESO), el Centro de Estudios de la Realidad Nacional (Ceren) y el Centro Interdisciplinario de Estudios Regionales (CIDU) en la Universidad Católica son los ejemplos más connotados. Estos ocuparon un rol clave en las experiencias formativas de los cientistas sociales, en la generación de investigaciones validadas por la comunidad académica y experta, así como en las relaciones que establecieron con los gobiernos de Eduardo Frei y de Salvador Allende. Tal como recuerda Jorge Arrate en sus memorias, la academia y la política se interpelaban permanentemente. Se podía trabajar en la universidad y para el gobierno revolucionario, aunque aquello generara innumerables tensiones, como lo recuerda, por ejemplo, el exmilitante socialista:
Mi llegada al Instituto ayudó a conformar un grupo de izquierda que se involucró en la política universitaria. Fui uno de sus sostenedores junto a Lucio Geller, un rosarino que al egresar de Escolatina, dos años antes que yo, había partido becado a Oxford, y Patricio García, un sociólogo con quien habíamos sido compañeros en el Instituto Nacional y compartíamos militancia socialista. Al poco tiempo se sumó Jorge Bertini, colega de Escolatina que volvía de Sussex. Acordamos enfrentar las elecciones de nuevo director del Instituto, ahora con la participación de los segmentos estudiantil y administrativo, con un candidato propio que tuviera perfil de izquierda... Uno de los primeros días de octubre (1970) me esperaba un recado a mi llegada al Instituto: te llamaron desde “La Moneda Chica”. Era el nombre que se daba a las oficinas temporales de Allende, establecidas en una mansión del Santiago antiguo que era propiedad del Colegio de Profesores. “Debes hablar con un señor que se llama Osvaldo Puccio. Dijeron que era urgentísimo” (Arrate, 2017, p. 258).
La memoria de Arrate coincide con otras experiencias recuperadas a lo largo de nuestra investigación. Thelma Gálvez, intelectual feminista, trabajó en el CESO en los años de la Unidad Popular recién egresada de la carrera de economía en la Universidad de Chile. Reconociendo la autonomía de los cientistas sociales, también recuerda la necesidad de colaboración con el gobierno revolucionario:
Desde el CESO elaborábamos datos y estadísticas que se convertían en insumos relevantes para la toma de decisiones en el gobierno. Allende no solo necesitaba adherentes y electores, sino que también fortalecer un cuerpo de académicos universitarios que ayudaran a dotar de legitimidad científica a las transformaciones económicas y políticas propuestas. En ese plano, muchos académicos jóvenes trabajábamos con ese espíritu y hacíamos de la universidad un espacio para el desarrollo de nuestras militancias políticas. Así como participábamos de los talleres en torno a la lectura de El Capital, producíamos y procesábamos estadísticas, asistíamos a marchas y eventos políticos. No podíamos ser neutrales (Thelma Gálvez, CEM)10.
Diversos estudios que han tomado la figura de los intelectuales en esos años tienden a coincidir