En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
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El lenguaje animal
Algunas aclaraciones sobre la inteligencia y el lenguaje animales
La inteligencia precede al lenguaje
Las tesis de Paulov sobre el conocimiento animal
El conocimiento de los animales de la relación «si…, entonces»
Computers, animales y hombres
Exposición y valoración de los intentos de enseñar el lenguaje humano a los chimpancés
Los intentos de enseñar un lenguaje a los chimpancés
Algunas críticas generales a estos experimentos
Autocrítica de los propios experimentadores
Conclusión: la comunicación animal no es lenguaje
Anexo 1. Proposición no de ley sobre adhesión al Proyecto Gran Gimio (161/001625)
Anexo 2. Declaración universal de los derechos del animal
Anexo 3. Declaración sobre los grandes simios
Introducción
Este libro tiene el propósito de hacer luz sobre una cuestión de gran actualidad. Se trata de hacer luz entre los límites del mundo animal y humano. En la cultura de nuestros días resulta cada vez más difícil para una persona de cultura media discernir en qué se diferencian realmente el hombre y el animal. La clarificación de los límites entre el mundo animal y el humano es tanto más urgente cuanto que la confusión se ha extendido también al mundo científico y académico. En la medida que la cuestión antropológica es ofuscada por no pocos prejuicios, se intenta en nuestros días una reinterpretación reduccionista del hombre en clave animalista. Numerosos agentes de opinión difunden la idea de que el estudio del hombre, al que consideran un simple animal (aunque mejor dotado cerebralmente por la evolución que los demás animales), es competencia de la zoología. Según esta tesis, que puede ser llamada animalismo, habría que deponer la arrogancia de considerarse superiores a las demás animales, actitud a la que desde esta perspectiva se llama especieísmo. Se debería abandonar también la altiva pretensión sobre la que se construye la falsa idea de la superioridad, a saber, la exclusividad humana de la razón. Es la cuestión de la pretendida inteligencia de los animales, sin duda cuantitativamente inferior a la humana, pero, en definitiva, un conocimiento de la misma especie.
Pero, si estas premisas fueran ciertas, lo sería igualmente que el hombre no es una criatura libre, porque la libertad presupone en su mismo concepto la razón. De manera que sin libertad el obrar humano tampoco diferiría en lo esencial de la conducta animal. Sería una conducta más refinada, más sofisticada, pero en última instancia una conducta que, como la de los demás animales, se limita a ser una respuesta ante los estímulos sensibles. La ética, por tanto, debería ceder su lugar a la etología, la ciencia descriptiva de la conducta animal, como expresamente han propuesto entre otros Peter Singer y Paola Cavalieri en El proyecto gran simio. El animalismo aboga por un abajamiento integral del ser humano, en su naturaleza y en su conducta, al estatuto ontológico y moral de una criatura meramente sensible y sin razón, es decir, de un simple animal.
Pero a la cuestión del hombre y el animal, ya compleja de suyo, se añade hoy además la cuestión de la alta tecnología (la llamada hi-tech). Algunos teóricos de la cibernética pretenden una suerte de humanización de la máquina, dotándola de una (impropiamente llamada) inteligencia artificial y de una voluntad artificial, la robótica, como una capacidad de intervenir y modificar las cosas de su entorno. Inteligencia artificial y robótica son un remedo, una imitación en beneficio de la máquina, del dinamismo esencial de la persona humana. Es preciso reconocer que la cibernética constituye hoy un sector puntero de la técnica y un campo estupendo de posibilidades. Pero también, a la vista de la identificación que algunos autores no dudan en realizar entre alma, cerebro y computers, se convierte en una llamada a la responsabilidad el discernimiento de estas nociones. Se acusa a veces a Descartes, con razón, de ser el padre del dualismo moderno, al definir el alma y el cuerpo por los atributos opuestos del pensamiento (una realidad simple y espiritual) y de la extensión (partes extra partes o composición de la materia que ocupa el espacio). Sin duda, esto es un defecto serio, porque reduce ilegítimamente la noción de alma a la de pensamiento y la de cuerpo a la materia. Pero el pecado filosófico —permítasenos llamarlo así— de Descartes es, sin duda alguna, menor que el cometido por el mismo tiempo por Hobbes. Identificando el pensamiento con la actividad nerviosa y cerebral (lo que obligaba a interpretar la naturaleza del alma como algo material, en un modo muy parecido a como hacen los materialistas de hoy), Hobbes abría de par en par las puertas de la filosofía moderna al materialismo propiamente dicho. Así, en la tercera serie de objeciones a las Meditationes de prima philosophia de Descartes, Hobbes replica, a propósito de la idea cartesiana de la inmaterialidad del pensamiento, que no es impensable que «la res cogitans sea algo corpóreo»,1 sugiriendo sin duda que la actividad intelectual es de índole material. Un planteamiento similar es reiterado hoy en día por algunos autores. Entre ellos destaca Francis Crick (quien en su obra La búsqueda científica del alma afirma que «la idea de alma, como distinta del cuerpo y no sujeta a las leyes científicas que conocemos, es un mito»2) y un cierto número de autores que cultivan las llamadas neurociencias, un tipo de saber del que está aún por demostrar su mismo carácter científico.
Nos hemos referido a la situación de confusión que reina en la cuestión hombre-animal. Pero existe también un sano interés hacia los animales y hacia aquello que el hombre comparte con ellos. No es algo nuevo. El viejo esquema de los grados de vida orgánica, a saber, vegetal, animal y racional, admitía con toda naturalidad que en el animal hay estratos de vida vegetativa, así como en el hombre se encuentran también los niveles vegetativo y sensitivo (o animal). La definición aristotélica del hombre como animal racional es inequívoca en este sentido. Lo primero que se desprende de tal afirmación —como se ha dicho recientemente—, y que muchas veces no se tiene en cuenta, es la animalidad.3 Toda definición se compone de un género y de una diferencia específica. Pues bien, según el género común, el hombre es un animal, es decir, un viviente orgánico, que comparte con las plantas las funciones vegetativas (nutritiva y reproductiva) y con los animales las funciones propiamente sensitivas (sensorial, apetitiva y locomotriz). Pero el hombre se diferencia de los demás animales en su racionalidad. A lo común con plantas y animales, la vida orgánica vegetativa y sensitiva, la definición aristotélica de hombre añade lo específico u opositivo: la racionalidad.