Cruz de olvido. Carlos Cortés

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Cruz de olvido - Carlos Cortés Sulayom

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señal y todos se fueron envueltos en una nube de luces, bocinazos, sirenas, madrazos, gritos, órdenes militares y polvo.

      “Era la política que movía el mundo”, pensé con ironía. La impresionante falange de la Casa Presidencial se movilizaba como un torbellino y el vehículo en el que yo iba fue moviéndose y destacándose del montón de automóviles hasta colocarse detrás de la pretenciosa limusina oficial. Al parar la comitiva en una señal de alto, contemplé como la puerta de mi vehículo se abrió y en cuestión de segundos estaba junto al Procónsul.

      Igual como la última vez que lo había visto, hacía diez o quince años, tenía un vaso de ron en la mano y me pareció que solo reanudamos aquella impresionante borrachera. Durante este tiempo, a pesar de su virulencia anticomunista, que hizo fama en la universidad –los rojos, los rojos, yo lo conozco y ellos me conocen a mí, era una de sus frases famosas–, había transcurrido por una carrera política hasta alcanzar la cúspide de la Internacional Socialista (IS).

      Tito, el enano, había hecho todo lo imposible, al menos eso creía yo, para que el sandinismo entrara a la IS y el Procónsul hizo todo lo posible para evitarlo. Yo, yo no era más que un peón, el tinterillo, el recadero, el currinche, el petimetre, pero era uno de los pocos que conocían la verdad, al menos eso pensaba mi elástica virginidad de hombre ingenuo. Yo creía que sabía el cómo y el por qué y que conocía el fin de todo, el happy end que terminó con el triunfo de Doña Viole y la desintegración del Estado sandinista. Y estaba dispuesto a hacérselo saber, si es que había sido él mismo, tal y como yo pensaba, quien me había enviado un maldito mensaje con el Panameño. O tal vez no había sido él sino Edgar, su propio ministro. Ya habría tiempo para aclarar las cosas. Lo único urgente era saber, por fin, si lo de Jaime era una trampa, un resbalón o una caída y quién se había caído dentro.

      “Bueno, al chancho con lo que lo crían”. Aquella era, desde el colegio, su frase preferida. Eso fue lo primero que me impresionó cuando lo vi de cerca y vi la tensión de los músculos en su rostro, endurecido por la grasa y la congestión alcohólica .

      —Pero, aquí, quien necesita una liposucción no soy yo sino toda la sociedad –replicó al sorprender mi mirada, sin darme un respiro. Me abrazó, ignorando aparentemente lo de Jaime, excusándose en el hecho supuesto de que estábamos en dos lados opuestos de la realidad y que yo, simple periodista, era un enviado de Barricada Internacional para cubrir los detalles de una masacre en la que él, según él mismo, no había tenido nada que ver.

      Me abrazó, sin embargo, y su mal aliento me susurró que detestaba los entierros, el negro, el luto, las lágrimas, el sentimentalismo barato de la gente que sufre, que no se contiene, que no aguanta lo que le toca en la vida.

      —¡Qué porquería! –dijo riéndose, despejando la evidente tensión como quien se espanta una mosca de la cara. Oí dos risas juntas. Su gran panza también se reía.

      —¡No aguanto el olor a pobre!, a la puta –añadió, casi entre labios, para sí, mientras me palmeaba efusivamente y yo pude comprobar, como habían dicho, que había dejado de ser un procónsul (alcoholipithecus hominoidea) para convertirse en un inmenso orangután albino detrás del poder tribal. En un mono desnudo político en toda la dimensión de la palabra.

      Me abrazó con entusiasmo y sentí la gelatinosa densidad de su olor que también me abrazaba. El Procónsul había convertido el uso de la guayabera en un arte. Había olvidado el saco y la corbata y en su lugar utilizaba unas guayaberas de amplias bolsas en que podía dejar descansar sus manos durante horas, mientras oía los informes de asistentes y secretarias en la Casa Presidencial. No se colocaba las guayaberas sino que se amueblaba con ellas: era una simbiosis casi natural.

      Estas camisas, no se sabe si inventadas en Cuba, República Dominicana o Filipinas, presuntamente ideales para llevar la fruta, le permitían al Procónsul disfrazar un poco su panza de tres cuerpos. La curva de su felicidad, como él mismo la llamaba, se dividía ceremoniosamente en tres partes: del tórax al abdomen, del abdomen al ombligo y del ombligo hasta la ingle cubriendo un espacio por demás tan volátil como la nitroglicerina, e igual de explosiva, que amenazaba con desparramarse sobre el contertulio.

      Por eso la guayabera tenía, en la constitución física del Procónsul, un propósito arquitectónico o estructural: poner barreras a la libre circulación de las masas. Pero también le permitía guardar en sus bolsas las cosas más variables, pero esencialmente una sola: botellas.

      El Procónsul había luchado toda su vida contra las tres enfermedades costarrisibles: la pequeñez, el olvido y el alcoholismo. Y había combatido las dos primeras, y sobre todo la segunda, contrayendo la tercera. Casi sin darse cuenta, al final del colegio, se convirtió en alcohólico. Toda su infancia odió el alcoholismo temerario de su padre, uno de los mejores relojeros de San José. Pero cuando el viejo los dejó se convirtió al alcoholismo, dicen que por revancha o por miedo, aunque lo negara sistemáticamente, escudándose en sus palabras preferidas:

      —Al chancho con lo que lo crían.

      Sin embargo, solo tomaba ron, y de cualquier clase. Su ron favorito era el Chattam Bay Oro que hacía especialmente para él la Fábrica Nacional de Licores. El mismo bromeaba con eso:

      —Si no fuera por mí ya hubiera cerrado la destilería nacional.

      El famoso alambique patrio había sido inventado 150 años atrás por el presidente Mora, el de la guerra contra los gringos. Con su gesto fundador pareció cifrar desde las primeras décadas de vida republicana el destino nacional de rivalizar con la Unión Soviética en el primer lugar del ranking mundial de ingestión alcohólica: “A mucha honra”, diría el Procónsul si me estuviera escuchando.

      Pero a diferencia de Boris Yeltsin el Rojo –pero no por comunista, claro–, nuestro mono tropical era capaz de dejar de beber durante semanas y hasta meses. Durante la larga campaña electoral solo consintió en beber vino. A veces se bebía cajas enteras, es cierto, pero no se emborrachó jamás, porque “ningún borracho se come su propia mierda”, diría.

      El Procónsul estaba ahí, frente a mí, abrazándome, absorto en su propio imaginario etílico, totalmente alejado de mi insufrible dolor, cuando el automóvil presidencial en el que viajábamos, que no era una limusina, como me había parecido al principio, sino solo un automóvil japonés negro, elegante y caro, se ubicó exactamente en la entrada del celebérrimo bar El Piave, a unas pocas cuadras de la Cruz Roja.

      El Ministro de Educación, que estaba en el asiento delantero, me abrió la puerta y me dijo discretamente:

      —Don Lucho quiere invitarlo a tomarse un traguito con él.

      Pero el Procónsul, siempre tan propenso a la espectacularidad, empezó a examinarse las bolsas de la guayabera y del pantalón. Yo lo tomé como parte de sus alucinaciones azules y me preparé para empezar a divisar en media calle una de esas manadas de fideles castros azules que, con frecuencia, imaginaba su feroz anticomunismo, y que llenaban con paciencia sus sueños y sus pesadillas ebrias. Pero no era eso. No, no era eso, sino que lo habían bolseado.

      En el multitudinario entierro, en el que había abrazado, manoseado, besado y toqueteado a todos los deudos, alguien, “un honrado hijueputa”, en las propias palabras del Procónsul, lo había bolseado, metido la mano en la bolsa y despojado de su billetera.

      —¡Estos hijueputas! ¡Qué porquería! –dijo arrastrando las erres por el más innominable fango paleodental, en el clásico acento costarrisible de arrastrar las erres.

      —A la puta, es que no puede ser. Me cago en Buda y en toda su descendencia. Me cago en todos los querubines, ángeles y arcángeles celestiales. Me cago en Cristo y en el Anticristo.

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