Cruz de olvido. Carlos Cortés

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Cruz de olvido - Carlos Cortés Sulayom

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lastimeramente–. ¿Por qué me has abandonado? –suspiró haciendo el pormenorizado repaso de sus tarjetas de crédito, fotos de secretarias conquistadas o por conquistar, teléfonos y citas amorosas en el futuro inminente. Pero en ese instante cambió su expresión y empezó a reír.

      —Vale que estaba vacía, maes. Ni una peseta.

      Y deslizó su dedo gordo entre el índice y el dedo medio en su gesto más característico, vociferando:

      —¡Mirala! ¡Mirala! –y soltó a reír su barriga apocalíptica.

      IV

       El Procónsul de Pacaca

      —Ahora sí, hijueputa, corré –le había dicho el policía metiéndole un chuzo en el culo y sacudiendo una ráfaga de ametralladora en el aire. El hombre salió corriendo y se perdió entre las sombras. Un rato antes yo le había dicho al Procónsul:

      —Pero, ¿qué es lo que vamos a hacer?

      —¡Vamos a cazar playos, mae! –me había contestado con una sonrisa libidinosa. Y había acelerado hasta el máximo el motor de la Toyotona oficial en la que íbamos nosotros, un par de ministros y una escolta de policías.

      Yo estaba demasiado borracho como para pensar y me maté de risa. El Procónsul lo tomó como una afirmación de mi parte y dio inicio a lo que él mismo llamó la Operación Culiolo, tal y como él prefería llamar a los playos, a los maricas, a los maricones, “a la escoria, a la bazofia”, como también los llamaba.

      Habíamos estado peregrinando de bar en bar hasta quedar mortalmente heridos, pero el Procónsul tenía un aguante difícil de emular, así que discretamente yo había empezado a rendir mis vasos de inevitable whisky. Fuimos directamente al legendario Piave, donde el Procónsul se dejó caer él mismo de la cuadrilla oficial y entró a una barra plagada de alcohólicos y borrachos estragados.

      —Maes, esos hijueputas me robaron todo y no tengo ni un cinco. ¿Quién me invita? Porque aquí no aceptan tarjeta de crédito –dijo con una risotada de burla y la población disfrutó de la fiesta que se iniciaba.

      Por la barra asomó la cabeza un hombre pequeño y calvo, Rickie, que fue a saludar con gran estruendo al mejor de sus clientes. El Procónsul casi lo ahoga entre sus carnes al darle uno de sus abrazos epopéyicos, cetáceos. Rickie, el dueño, echó a patadas a un par de borrachos junto a nosotros y nos dio sus asientos. Inmediatamente el Procónsul hizo un ademán y del tropel de automóviles oficiales que rodeaban en ese momento El Piave surgieron dos hombres que no había visto hasta entonces y que limpiaron muy cuidadosamente la formica de la barra. El Procónsul era un hombre muy pulcro.

      Además dispusieron una docena de pequeños vasos, como diminutos barriles, que en el argó etílico se llaman cascos, a lo largo del mostrador.

      —Lo demás es tuyo –le dijo el Procónsul a Rickie, acostumbrado a sus burocráticos rituales. El final de la ceremonia llegó cuando otro de los hombres del Presidente roció sobre la barra una medida de un desinfectante de olor insoportable –"el olor es lo que mata", aullaba el Procónsul– y color verde.

      —El de hoy es con sabor a pino, Presidente –comentó el fulano oficiosa, servilmente.

      —Ya, ya, jalá, jalá –gritó el Procónsul, quien tomó uno de los vasos, lo llenó hasta el borde con el contenido de una botellita que sacó de uno de los interminables bolsillos secretos de su guayabera y vociferó:

      —Mae, este es mi secreto.

      —¿Qué?

      —Aceite, aceite puro. Con eso no hay guaro que resista.

      A mí me dio por vomitar, pero no lo hice. Seguí su ejemplo pero abriendo una de las tres botellas de Chattam Bay que nos había puesto Rickie. El Procónsul se bebía sorbo a sorbo su medicina paladeándola y degustándola sin conmiseración ni remedio, como una ley natural.

      Yo, por el contrario, dejé tan solo por un instante que el ron se asentara en el vaso y que del fondo se dilataran unas microscópicas burbujas como signo inequívoco de que aquello llegaría a mi hígado más tarde o más temprano. Tal vez nunca había tenido suficientes huevos ni ganas como para morirme, morirme de veras, y por eso me gustaba tomar. Tomar para desaparecer. Tomar para volverme invisible.

      Sostuve por un instante el vaso lleno de ron y me lo bebí de un sorbo. Repetí dos veces más la operación, hasta que logré alejarme lo suficiente de mí mismo, y pedí coca-cola, hielo y vasos grandes, pero el Procónsul, que hasta entonces estaba muy ocupado con sus propios tragos, destiló:

      —¡A la puta! Vos seguro que en Managua te acostumbraste a esa mierda del Flor de Caña, que hay que tomarlo con coca. Aquí, conmigo, ¡el roncito te lo tomás solo! ¡Qué porquería!

      Pero yo no le hice caso y me lo serví lo más fuerte que pude. A mi lado, se había ido formando una larga fila de alcohólicos contumaces que extendían una mano harapienta frente al Procónsul. Muy ceremoniosamente, y con el imperturbable casco lleno en la mano, el Procónsul les extendía un colón, probablemente porque era lo único que tenía en sus escasos bolsillos, y luego les rociaba un poquito de guaro sobre la cabeza:

      —Mae, es el bautizo del alcohol –dijo guiñándome un ojo sanguinolento.

      La fila iba creciendo y acrecentándose sobre la acera de granito del Piave, como eran las viejas aceras de la ciudad, y algunos de los bolos se rebelaban e intentaban arrebatarle la botella entera al Procónsul. Pero él no lo permitía y contestaba el ataque golpeándolos secamente en la cabeza:

      —Jalá, hijueputa. Los ticos son unos malagradecidos –decía cambiando de un modo brusco su expresión pícara por un violento fruncir de su cara. Era el tic que le daba cuando entraba en cólera.

      Pero el alcohol, más que exacerbarla, atemperaba su naturaleza y evitaba aquellas explosiones de ira incontenible que lo hicieron famoso en el colegio y en la universidad, que me hicieron detestarlo hasta que nos hicimos amigos cuando yo era reportero y él era viceministro del Interior. ¿Por qué un hombre de extrema derecha le había dado armas a Nicaragua? Relaciones estratégicas. No sé, pero en todo caso lo había hecho y a pesar de todos mis resquemores al respecto nos hicimos amigos. O más o menos amigos.

      Cuando ganó la Revolución rompió inmediatamente con el sandinismo y se dedicó a combatirlo hasta que, ya desde la Presidencia de la República, hizo todo lo posible por consolidar el éxito electoral de Doña Viole.

      Viéndolo ahí, endeble, decadente, tambaleante y débil, frágil, desechable, absolutamente borracho, era difícil creer que ese hombre controlaba un país. Una banana republic, es cierto, pero república al fin.

      Desde que tuvo uso de razón y huyó del alcoholismo de su padre, cayendo ciegamente en él, para repetir el infierno paternoy no rehuir a su destino, o simplemente para sobrevivir y echar pa’lante, ya no lo sabré jamás, ese hombre había hecho de la política su razón de vida: como un meteoro envuelto en llamas había pasado por todos los estadios de la vida pública del partido.

      Según la biografía oficial: Embanderador, a los 10 años; guía electoral, a los 12; joven en la Juventud, a los 16; líder de la Juventud, a los 16 y medio; regidor, a los 20; diputado, a los 24; joven visionario, a los 25; miembro de la asamblea nacional, a los 25; ejecutivo del directorio político, a los 28; director de transportes para las elecciones, a los 28; asistente personal del fundador del partido,

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