Cruz de olvido. Carlos Cortés

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Cruz de olvido - Carlos Cortés Sulayom

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el hombre que traza la línea del partido, a los 32; secretario general, a los 32; el líder natural, a los 32; director político de la campaña, a los 34; director general de la campaña, unos meses después; viceministro (Interior y Policía) y luego ministro (Relaciones Exteriores), a los 35; precandidato sin apoyo de la maquinaria, a los 35; precandidato con apoyo de la maquinaria, un año después; candidato, a los 37; favorito para ganar las elecciones, a los 37 y medio; presidente electo, a los 38; presidente elegido para la gloria –es decir, hablo del futuro–, a los 42.

      A los 45 o 50 probablemente sería presidente del partido y después se dedicaría a recobrar el sueño de su juventud: “hacer plata, mucha plata”. La NED –léase, la generosidad de los gringos–, la coyuntura política y la crisis centroamericana le habían dado algo con qué empezar “un capital”. El Procónsul lo soñaba todo, soñaba su improbable futuro tal y como hasta entonces había hecho realidad todos sus sueños, dentro de la radiactividad alcohólica que gobernaba su cerebro.

      Después supe que era un invicto coquero y que jalaba coca como ninguno y que algunos de sus accesos de mesmérica locura no se debían tanto al vulgar ron sino al espídico polvo blanco. Pero la cocaína la reservaba a La Segua, la favorita, entre todas sus concubinas.

      “Este carajo era el presidente de mi país, de mi país que no es el mío”, pensé en igual grado de congestión etílica, pero me detuve a la salida del pensamiento y no pronuncié palabra.

      En realidad es imposible conocer a un hombre desde la familiaridad: el político en calzoncillos será irremediablemente siempre eso. Antes que cualquier otra cosa veremos los malditos calzoncillos llenos de mierda, su olor rancio de antenoche, sus ojeras legañosas, su alcoholismo, su estúpida humanidad miserable, su inexactitud humana cagándose en la vida de los compatriotas que lo eligieron: no para que fuera uno de ellos, primus inter pares, sino para que fuera mucho más que ellos. Para que fuera un buen padre y un buen hijo y sacara al país de la crisis, porque cada cuatro años, conforme tocaba el turno de las elecciones y la sucesión presidencial, había una nueva. Vivimos en crisis.

      La crisis institucional. La crisis arancelaria. La crisis fiscal. La crisis industrial. La crisis social. La crisis parlamentaria. La crisis alimentaria. La crisis ideológica. La crisis constitucional. La crisis gubernamental. La crisis general. La crisis crisis.

      El Procónsul había llegado hasta la Casa Presidencial, que ya no era una simple torreta de madera del siglo pasado, situada a un costado del Parque Nacional, desde la cual se dominaba la ciudad, a inventar una nueva crisis: sino a inventarla, al menos a darle un nombre. La crisis permanente, como la revolución permanente del Che Guevara. “El Che, un hombre a quien amo secretamente”, como había dicho alguna vez Morales Santos.

      Pero el Procónsul era tan solo nuestra imagen reflejada en un vaso de ron. Era lo mejor de nosotros y lo peor: todo junto, todo revuelto, mezclado hasta la imposible recomposición de sus partes originales.

      Un botellazo en el suelo me hizo volver a mí. El Procónsul estaba rompiendo contra la barra del bar las botellas.

      —A veces se pone así –me dijo conmovido el ministro de Educación. El Procónsul me miró y quiso brindar conmigo:

      —Mae, ¿qué te habías hecho? –me dijo en un rapto de júbilo.

      —Un besito –y me besó húmedamente en la frente. Junto a nosotros se había ido acumulando no solo una fila de borrachos, sino también de pordioseros, lavacarros y robacarros, vendedores de lotería, limpiabotas, mujeres con chiquitos recién nacidos en los brazos, rencos, cojos, ciegos, sordomudos, hombres y mujeres en sillas de ruedas y con muletas, lisiados y niños descalzos que reclamaban un poco de atención del Procónsul.

      —Mejor nos vamos –me dijo suavemente el ministro de Educación, agarrándome del brazo.

      —Los quiero. Los quiero a todos –gritaba a voz en cuello el Procónsul. La gente lo vitoreaba y lo abrazaba.

      La caravana se puso en marcha y yo no supe cómo llegué hasta su lado de nuevo. Estábamos de nuevo en un asiento de atrás cuando el Procónsul adquirió una coloración pálida en su tez, comenzó a sudar intensamente y se desvaneció de pronto.

      —No se preocupe, es el ciclo –me dijo el ministro que asomó su cabeza desde la parte delantera del automóvil.

      El chofer continuaba imperturbable manejando hacia el centro de San José y nos colamos por el arteriosclerótico y enmarañado tejido de calles y avenidas que trazan y destrazan el indescifrable casco urbano.

      —¿Dónde? –dijo apenas entreabriendo los ojos el Procónsul.

      —La Perla –contestó una voz.

      Podían ser las seis de la tarde, fácilmente, pero aún no había atardecido del todo. Nos detuvimos, aún flotando en el mar de la intranquilidad, en una de las dos avenidas que rodean el Parque Central, y bajamos. Yo me quedé viendo tristemente la sombra gris de la Catedral y me mezclé con la distante turbamulta que me apartaba sin verme o que se tropezaba conmigo.

      Como pude llegué hasta una de las puertas de La Perla, en la pura esquina, y esperé a que sacaran al Procónsul. Para mi sorpresa él salió por su propio pie y absolutamente fresco, totalmente cubierto de sudor, pero esta vez de un sudor más tranquilo, tal vez de una simple transpiración, como quien ha pasado por una alucinación o por un violento descenso de fiebre. Venía con una guayabera nueva y no la arrugada de un instante antes.

      —Olé –me dijo, y percibí el inconfundible aroma de colonia barata y de gomina en el pelo. Y sonrió de nuevo.

      Entramos en el aire ruidoso de La Perla y el ritual recomenzó: el cajero de turno llamó al dueño y el Gallego de turno salió de la bodega para abrazar al Presidente de la República.

      —Quiero lo de arriba –le dijo Morales Santos casi al oído.

      Entonces el Gallego nos condujo con grandes trancos hasta un mezanine desde el que se dominaba el salón y que estaba decorado con figuras de vegetación perlada. El espacio de los diseños estaba cubierto por pequeñas perlas de colores. Nos sentamos algunos pocos: el Procónsul, yo, el ministro, el chofer y un par de guardaespaldas en otra mesa. Estos últimos se dejaron caer sobre los asientos y de inmediato empezaron a roncar.

      Llegó luego un camarero vestido de esmoquin blanco y corbatín perlado.

      —Don Lucho –le dijo al Procónsul y le estrechó la mano.

      —¿Qué pasó, Macho? ¿Todo bien? –replicó el Procónsul súbitamente alerta.

      —¡Pura carnita, don Luchito!, ¿nada de aquello?

      —¿Cómo que nones? Llamame a ver qué se puede hacer –replicó el Procónsul sin rubor. Y siguió hablando:

      —Y bueno, traenos café, yo no sé, café con leche, tostadas, unos arreglados, tamales. Así, así, variadito, como a mí me cuadra.

      —¡Okey!, ¡okey! –contestó el Macho haciéndose un chorro de humo. Entonces el Procónsul me dijo:

      —¡A la puta, si uno cumpliera todas sus promesas!

      Y mecánicamente, desafiante, a boca de jarro añadió midiendo sus palabras, midiendo la expresión de mi rostro:

      —Ahora me comprometí a llevar a la cárcel a esos hijos de puta que hicieron lo de La Cruz –me dijo

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