Cruz de olvido. Carlos Cortés

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Cruz de olvido - Carlos Cortés Sulayom

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Lloraba a conciencia. Me imaginé que era la madre.

      Al salir fueron interceptados por una tormenta eléctrica de destellos fotográficos y por la horda de fotógrafos y reporteros que reclamó respuestas, declaraciones, reacciones. El viejo dijo algunas palabras inaudibles y se echó a llorar. Yo solo pude ver sus inmensas manos cuarteadas contra un rostro diminuto y el sombrero de paja.

      Los otros cadáveres ya no estaban en la Morgue Judicial, sino que los familiares los habían reclamado durante la noche. La Cruz Roja había organizado un funeral colectivo en su sede debido a que la mayoría de las víctimas carecía de los más mínimos recursos. ¿Qué hacía, entonces, mi hijo Jaime entre ellos? Así que tomé un taxi y volé hasta las inmediaciones del Paseo Colón.

      Ahí, detrás del casi ruinoso edificio del Ministerio de Salubridad, seguía estando el cajón cuadrado, de cemento y vidrio, de la Cruz Roja. Noté igual cantidad de periodistas, camarógrafos, fotógrafos y toda clase de curiosos, pero reinaba un ambiente de estupor general. Una veintena de ambulancias permanecía regada en las calles laterales y la vela de difuntos ocupaba el sótano de 250 metros cuadrados. Ingresé, entonces, en otro mundo.

      Tal vez podían ser las cinco de la tarde de un día gris, sofocado, aciago, en el lugar más húmedo del planeta, en el año más lluvioso de su historia, según me enteré después. Aquel año se recordaría por dos cosas: por la masacre de La Cruz y por el nivel pluvial, que fue el mayor del siglo. Sin embargo aquel día de difuntos no llovía.

      El lugar era tan grande que a pesar de la gente la masa humana no formaba un cuerpo compacto sino más bien lleno de grietas y parcelado por corros de gente que vacilaban entre atraerse unos a otros y repelerse, entre concentrarse o dispersarse. El gran salón estaba acordonado por cirios que le daban un tinte de tinieblas a quienes iban siguiendo una serpenteante fila hasta un altar improvisado donde aguardaban cinco de los cadáveres. Conforme me iba introduciendo en el salón me impresionaba más ese mundo remoto, que yo creía ver desde el batiscafo de mis dos ojos como quien baja al fondo de la noche, al fondo del mar o al fondo de su destino.

      Yo era yo, con mi traje de hierro, con la escafandra de mi culpa, yo era el testigo invisible para los hombres sin ojos de aquella larga catacumba que me llevaría hasta un viaje sin retorno. Busqué sin remedio a alguien con quien poder identificarme: una madre, un padre, un hermano, unos parientes, pero a pesar de que iba avanzando rápidamente por aquellos pasillos de gente vestida de colores oscuros, todos mostraban una máscara de dolor informe que no me permitía penetrar en el sentido final de aquella expresión. Era dolor o más que dolor era horror. Una mueca congelada de horror.

      Tal vez habían gritado toda la noche, pensé, y estarían ya hartos, con la garganta ronca y los ojos arrasados. No lo sabría nunca. Algunos grupos dispersos conversaban entre sí en silencio, quedamente, como si no quisieran molestar. Otros eran más ruidosos y hablaban en gestos exaltados que se presentaban detrás de la misma vitrina del absurdo. Yo buscaba, en medio de aquel infierno luctuoso, un mensaje. Un mensaje para mí.

      Me iba sumergiendo en ese silencioso mar de gente que sin embargo gemía a ratos, rezaba o articulaba palabras inaudibles. Seguía avanzando hasta que los cirios se me hicieron familiares y vi los cinco ataúdes de felpa, una gente arrodillada y otra de pie, o leyendo algunos libros negros y sin palabras, emulando la simple acción de rezar, de alzar una plegaria o de orar en voz alta.

      Vi que aguardaban en los límites del abatimiento, antes de hundirse del todo. Y yo seguía fuera de aquella comunidad de sufrimiento. ¿Era imposible explicarse lo sucedido? Los ataúdes estaban herméticamente sellados o tal vez no completamente, y yo podría meter la mano y comprobar que de verdad contenían cadáveres y que además estaban sin cabeza. No me estaba volviendo loco, pero yo me conocía perfectamente, y sabía de mi terror a sofocarme vivo en cualquier lugar cerrado.

      Sentía una fuerte sensación de vómito en la boca del estómago y la tensión solo me permitía bostezar en un amago de expresión humana.

      En realidad he olvidado los días posteriores a la noticia de la muerte de Jaime. No es que se me olvidaran, es que los olvidé: creo que los viví intensamente y eso fue suficiente. Tal vez recupere aquellos recuerdos alguna otra vez, en los próximos años, pero no me son necesarios para seguir viviendo. Con saber que Jaime está muerto, de alguna forma, es suficiente para mí y no necesito nada más. No necesito ninguna otra certidumbre, porque de cualquier modo no hay ninguna otra y esa, tan grande, abarca las otras. La muerte. El olvido. El rencor. La culpa de vivir.

      Seguía deambulando entre los habitantes de aquel taciturno funeral y el hombre de la escafandra se dio cuenta de que dentro de él alguien lloraba: no podía oírme, por supuesto, y sin embargo oía unos pequeños quejidos que me taladraban la sien.

      En eso entró el Presidente de la República, el Procónsul, aunque en ese único instante fue exclusivamente el Presidente de la República y se detuvo a mi lado sin reconocerme. Viéndome, quizá, muy afectado, me dio un abrazo que yo sentí realmente afectuoso y me palmeó la espalda una o dos veces. Pensé que me había reconocido, que había notado mi dolor y su charco húmedo por el piso, mis espantosos ojos rojos, mi rostro espantado en busca de otro rostro, pero no.

      Me vio muy afectado y decidió darme las condolencias, según me confesó después, días después, pensando en que sería uno de los deudos de aquel funeral que le había sido impuesto por el protocolo y sus deberes políticos. Por su responsabilidad en toda aquella misa macabra.

      Siguió repartiendo abrazos y besos, como hacen los políticos, y a pesar del vientre abultado que en vano ocultaba bajo la camiseta, la camisa, el chaleco y el saco, se arrodilló, en un primer momento, luego, como pudo, se sentó dificultosamente con su inmenso culo desproporcionado y empezó a llorar sus lágrimas de cocodrilo, como un niño desconsolado.

      Estaba rodeado de ministros y algunos quisieron apartarlo del lugar, pero él se resistió, aulló, pataleó, se recompuso, se revolvió y siguió llorando como un niño sin ángel de la guarda. Estaba borracho. Y todos nos dábamos cuenta.

      Una de las madres de las víctimas, que permanecía rezando en una esquina, intentó apretarlo contra ella y ponerlo de pie y por fin, exhausta, lo abrazó y lo siguió abrazando por largo rato. El, volviendo a la vida, volviendo atrás, regresando, le devolvió el gesto y se percató de quién era. No es que la reconociera, solamente la vio. Hasta ese instante solo había percibido la multitud, en masa, pero luego comenzó a diferenciar rostros, expresiones, seres, dolores, y cesó de llorar automáticamente.

      Le ofrecieron una silla donde apenas pudo acomodarse y compartió un rato con los supervivientes y se marchó.

      Los periodistas captaron toda la película, a pesar de la poca luz, gracias a los reflectores que hasta entonces vi, y comprobé cómo el cortejo del Presidente y su maquinaria de funcionarios, cronistas y cortesanos se fue apartando poco a poco, como una parranda que va recorriendo punto por punto el trazado zigzagueante de una ciudad hipotética hasta que se marcha y sale con su fanfarria, desapareciendo por fin de la metrópolis exhausta. Así fue saliendo, casi quedándose, casi deslizándose por el suelo, el Procónsul y yo lo seguí.

      Seguía repartiendo besos y abrazos y en un momento yo mismo le extendí la mano como una señal de aviso. El me la extendió también, la estrechó y me miró a los ojos. Yo noté como cambiaban los suyos. Unos ojos negros diciéndome, preguntándome, escrutándome en un “¿sos?, ¿sos vos?, ¡no?, ¡no podés ser vos!” Diciéndose: “¡No! No tan pronto, el emisario de mi muerte”. Yo le dije entonces:

      —¡Soy yo! –pero en realidad no se lo dije. No pronuncié palabra. Pero lo grité como pude, con la boca cerrada. El, entonces, como si hubiera entendido mi precipitación, la inconveniencia de mi decisión, me dio la espalda.

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